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Basta un sueño para despertar*

Por: Juan Pablo Yáñez Barrios.

Son tantas las obras literarias, musicales y artísticas en general que tratan del desamor, la soledad, el suicidio, que estos temas parecen ser una característica de la condición humana. Son muchos quienes ponen fin a su vida a causa del desamparo en que de pronto se ven sumidos debido, por ejemplo, a una pena de amor. Cada uno de nosotros ha sentido el mordisco del abandono y de la consiguiente soledad. Las excepciones que confirman la regla las dan sólo aquellos capaces de comprender la soledad como algo más allá del desamparo. Queremos contar la experiencia de Francisca.

Creció entre las montañas, en El Canelo, Cajón del Maipo. Desde pequeña subió cerros y respiró el aire campestre. Allí se hizo niña, mujer, sintiendo cómo crecía su sentimiento de unión con la naturaleza. El que crece en contacto con la naturaleza desarrolla una sensibilidad que le es desconocida a la persona de la urbe. Bajo el cielo azul del día y el estrellado de la noche, uno se eleva en un mudo diálogo con la existencia. Francisca lo conoció en su niñez.

Pero la vida cambia, y un día su familia se trasladó a la ciudad. Ella siguió visitando los cerros, pero sus principales actividades empezaron a desarrollarse en la ciudad, y también allí se enamoró, se casó y tuvo hijos. Un día, en una de aquellas visitas al campo de antaño, sintió que aquellos cerros que antes la habían cobijado, ahora la encerraban. ¿Cómo es posible que algo que ha inspirado protección de pronto se vuelva enemigo? ¿Cambió Francisca o cambió la montaña? Francisca fue la que partió, la montaña se quedó allí, impasible. Francisca fue la que vivió nuevas experiencias, la que conoció un nuevo mundo, la que acogió una ciudad que le mostró que la vida no es sólo campo y paz. A veces, sobre todo cuando se es joven, es gratificante poder dejar la calma -otros hablan de aburrimiento- del campo para experimentar las emociones de la vida ciudadana: estudios, diversiones, relaciones...
pasado un camión, despertándome? Sentí una sensación de quietud. Entonces, desde el patio trasero, me llegó el canto de mi madre.

Cuando a sus 30 años Francisca sintió que los cerros, en vez de abrir sus horizontes, como antes, ahora la encerraban, supo que algo primordial había cambiado en ella. La comunión con las montañas implica también saber estar consigo mismo. Los campesinos saben lo que es la soledad, esa que se siente en la huella tierrosa, el arroyo, los árboles, el viento, el silencio. Esa soledad, cuando alguien parte lejos, puede añorarse, pero también olvidarse. El polvo, el barro, el arroyo, el árbol, el viento, el silencio, incitan a estar con uno mismo, y la fiesta, la feria, la calle, el cine, la radio, las exposiciones, los conciertos, la oficina, la universidad, incitan a relacionarse con sus iguales para compartir sensaciones. Francisca no lamentó haberse relacionado con la ciudad, pero sí haberse olvidado de estar sola, hasta el punto de que los cerros la amenazaban.

Hasta que a sus 33 años tuvo un sueño: Vuelve a ser una chica de 5 años y va caminando por el cielo, sobre nubes. Alguien la conduce de la mano. A causa de su baja estatura, sólo alcanza a mirar hasta la cintura de su conductor, pero hacia abajo puede distinguir con claridad la túnica que cubre las piernas de aquel guía, y ve sus pies, que desaparecen y aparecen en la vaporosa superficie por la que avanzan. Las cumbres de las montañas del Canelo se ven, a veces, muy altas. Se siente protegida, abrigada como cuando era chica. Entonces oye la voz del ser que la conduce: "¿Te acuerdas de estos cerros?" Ella responde que sí, para enseguida escuchar unas palabras que habrían de cambiar definitivamente su destino: "Como estos cerros, así es la fortaleza de tu corazón. Búscame."

El guía desaparece. Francisca se queda otra vez sola. Despierta y comprende que debe -y quiere- retornar en busca de lo perdido. Basta un sueño, a veces, para cambiar la calidad de vida. Basta un sueño, a veces, para despertar.

Comenzó buscando en la religión, pero el sacerdote puso el énfasis en el cumplimiento de normas religiosas y en la prédica moral, y terminó excomulgándola debido a no estar casada por la iglesia. Francisca recurrió entonces a un médico siquiatra amigo, quien reconoció en ella una fuerza interior que sólo ella misma podía encauzar, para lo cual le recomendó ciertas disciplinas de meditación, que ella, apoyada por otros, comenzó a ejercitar. Perdió el miedo a mirarse hacia dentro y aprendió de nuevo a escuchar su silencio interior y a estar en ella misma.

Hoy Francisca tiene 45 años, domina ciertas artes marciales y de meditación y vive desde hace años en San Alfonso, rodeada de montañas. Ahora sabe que un sueño puede tocar profundo, sabe que son muchas las puertas que se pueden abrir y que, por lo tanto, la soledad que suele conducir al vacío sólo es posible cuando se ignora que, para sentirse abrigado, seguro, la puerta de una relación sentimental y la puerta de una actividad social no son perdurables. Son otras puertas las que llevan al conocimiento de que uno no está solo, y, paradójicamente, es necesaria la soledad para aprender a abrirlas, aprendizaje que no se encuentra ni en los libros ni en el diálogo con otros, sino en el diálogo interior, aquel que Francisca supo encontrar en un sueño.

*Este texto es el resultado de un trabajo de revisión y síntesis hecho por el autor a su artículo "La Perfecta Soledad", aparecido en la revista Uno Mismo Nº 87, Marzo 1997.