:: LINTERNA - TURA.
    Regreso.

Por: José Miguel Varas.

Al regresar, en el año octavo de la dictadura, el exiliado Jesús Arce, profesor normalista, descubrió que su viejo barrio había cambiado notablemente. Antes del diluvio era un sector de casitas pareadas, mononas pero de pacotilla, habitadas por familias de bancarios, empleados de Iansa, profesores, uno que otro oficial de carabineros en retiro, y hasta periodistas.
Ahora las casas eran mucho más grandes, de estilo entre georgian, californiano y lo-que-el-viento-se-llevó, con amplios jardines y rejas revestidas de fierro negro, que no dejaban ver casi nada. Ocasionalmente, al pasar delante de alguna de ellas, Arce alcanzaba a divisar, a través del portón abierto, dos o tres automóviles de gran precio, una tajada de piscina celeste en forma de riñón y a lo mejor una tajada de un cuarto
trasero femenino espléndido y bronceado sobre un prado del césped más costoso del mercado.
A una distancia cada vez menor, avanzaban las sombras amenazantes de los grandes edificios de departamentos, que ya habían engullido o privado de la luz del sol a viejas casas señoriales, poblaciones de edificación barata, quintas y chalets.


El exiliado Arce ya no encontró a ninguno de los viejos amigos o conocidos del barrio, aunque sobrevivía aún, en un discreto recodo de una calle lateral, el viejo bar El Chileno, frecuentado como ayer, por los maestros todo terreno, electricistas, mecánicos, gasfíteres, como le gustaba decir con alguna pedantería, que mantienen funcionando las modernas máquinas de vivir. Pasó dos o tres veces a tomar una cerveza en el mesón. Lo atendieron de mala gana, nadie lo saludó ni le dirigió la palabra. Se encontró solo y aislado, entre miradas vacías y cuchicheos ambiguos. Y seguía solo en la casita comprada antes del diluvio, con préstamo de la Caja de Empleados Particulares, que había rescatado con grandes dificultades del intento de usurpación perpetrado por un suboficial del Ejército. Su familia no debía llegar hasta unos seis meses después, cuando ya los niños hubiesen terminado el año escolar.

En tales circunstancias Codelco pasó a ser, si no su amigo, el ser vivo que sentía más cercano. Pequeño y regordete, con una pelambre rizada color de cobre, escapaba a diario de su casa, mientras una empleada gorda y bonita de delantal celeste lo llamaba a gritos: -¡Codelco! ¡Codelco!

Al profesor Arce el nombre le pareció muy adecuado. Notó que al trotar y correr, Codelco desarrollaba una gran agitación de sus patitas cortas, que no se traducía en la traslación correspondiente. Lo veía avanzando lentamente mientras sus extremidades se movían de manera frenética. Esta desproporción entre el esfuerzo y su resultado le producía una cierta ternura.


A diferencia de otros perros, indecisos, que describen círculos, andan y desandan y huelen todos los vientos de la rosa antes de emprender la marcha, Codelco iba rectamente en una dirección u otra, sin mirar para los lados. Su motivación era clara: lo único que le interesaba en la vida era la posibilidad de establecer una relación carnal con la Negrita, una perrita ladradora y siempre excitada que habitaba en la casa más modesta de la cuadra (más modesta, si cabe, que la de Arce). Sus amos la mantenían encerrada en una especie de garage con una gruesa puerta metálica de dos hojas, que no ajustaba del todo en la parte central. Por debajo de ella el terreno tenía una leve hendidura a través de la cual se comunicaban Codelco y la Negrita intercambiando olfateos, lengüetazos húmedos que no llegaban a destino y breves ladridos angustiados mientras uno y otra raspaban con sus uñas frenéticamente el piso de cemento. Era la imagen del amor imposible.


Hasta que pasó lo que tenía que pasar. Un día, al atravesar la calle con rumbo al mini-market, vio que los enamorados daban curso pleno, con envidiable naturalidad, a sus deseos reprimidos, en un rincón de la calle donde una tapia ruinosa bordeaba un sitio eriazo cubierto de pasto y de aromos desgreñados, que sobrevivía milagrosamente a la voracidad del mercado inmobiliario. Codelco se esforzaba a buen ritmo por cumplir con su deber. La Negrita miraba a la distancia con expresión indescifrable.


Al regresar, unos minutos más tarde, la situación había cambiado. Él y Ella, unidos físicamente por sus partes traseras, miraban en direcciones opuestas. Él hacia el Oriente, Ella hacia el Poniente. Ambos parecían incómodos, más bien afligidos. Él intentaba separarse dando unos pasitos, pero arrastraba a su pareja, lo que al parecer era doloroso para ambos. Se detenía con un aullido lastimero. Luego ella hacía un intento similar con similar resultado. Cuán presto se va el placer, cómo después de evocado da dolor, meditó el profesor Arce, que tenía una formación clásica.
En los mismos días, cada vez que salía por la noche a fumar el cigarrito postrero al aroma del jazminero de la casa vecina, el testigo Arce observó maniobras discretas del amo de Codelco, un muchacho macizo de unos 15 años, colorín y pecoso, todavía con las formas de una infancia de niño gordo. Al caer la noche se desplazaba con llamativo sigilo por la parte más sombría de la calle, y a ratos se quedaba inmóvil esperando algo. Casualmente, el testigo supo lo que esperaba: era la Rayén, una empleada morena que trabajaba en la casa más grande y elegante de la calle. Era lo que los franceses, grandes expertos en clasificaciones de mujeres, llamaban rondelette, Redondita.


Pasó lo que tenía que pasar. Una noche que había salido al cigarrito algo más tarde que de costumbre, Arce escuchó una especie de risa ahogada seguida de un resoplido rítmico o, si se prefiere, de una respiración agitada, detrás de un añoso roble que rompía la línea de la edificación y que había ondulado las baldosas de la vereda con sus raíces. Mirando de reojo y forzando la vista, llegó a distinguir dos siluetas, la femenina algo más alta que la masculina, y advirtió que esta última se agitaba con porfía hacia adelante y hacia arriba, con jadeos que por momentos bordeaban el gemido. La femenina guardaba silencio.


El exiliado Arce dejó caer la colilla y emprendió el regreso hacia su lecho solitario. Pensó que había conocido otra versión del amor imposible, que llega a ser posible en ocasiones pero que nunca es duradero. Le pareció que esta es una preocupación humana, a veces carente de fundamento. No existe entre los perros.

Nota: Este cuento fue tomado de Proa Nº 56, octubre, noviembre y diciembre 2002.