:: BÚSQUEDAS.
   No dejes de ser niño.

Por: Juan Pablo Yañez Barrios.

Yo estaba parado al lado de una cerca. Cerro abajo corría un arroyo y yo tenía los ojos fijos en el agua, como esperando que pasara algo. De pronto volví la cabeza y vi a un chico como yo que más allá de la cerca se encaramaba por un árbol hasta el techo de su casa, o mejor dicho de su rancho. Pensé que de seguro yo tendría mil dificultades en hacer algo así, en trepar con tanta facilidad. El cabro era flaco y se le notaba una pericia que a mí me faltaba, aunque yo también era flaco. Después se puso a hacerle cariño a un gato blanco, sentado en el techo, como ausente del mundo. No me había visto. Fue entonces, mirándolo, que me hice un desafío: antes de cumplir
los nueve años, en unos meses más, yo también llegaría al techo de mi casa subiéndome por un árbol. Después mi papá me dijo que se había acabado el paseo, así que subimos al auto y partimos. Hice todo el viaje pensando en las cualidades de mono del cabro trepador.

Cuando llegamos a casa inspeccioné los árboles del jardín. La vieja higuera que crecía entre la cocina y el galpón era el árbol de mis propósitos, pues era la que más acercaba sus ramas a la techumbre de la casa. Quise probar al tiro, así que comencé a trepar por el grueso tronco y después me fui deslizando, montado sobre una rama, hasta acercarme lo más posible a la meta. Pero el techo quedaba muy lejos, no pude saltar. En las semanas siguientes probé sin éxito con diferentes ramas. Cuando cumplí los nueve aún no conquistaba el techo. Me dije que lo haría antes de cumplir los diez, pero no conté con que mi padre me fregaría el plan: un día mandó cortar las ramas que se arrimaban a los tejados. Cumplí los diez y nacalapirinaca. Me armé de paciencia y aprendí a ser perseverante, aunque no tozudo. Me sentía como un chico solitario que estaba aprendiendo a esperar, aunque eso de solitario terminó siendo una buena cosa, pues ya cuando tenía once, sentado en una rama de la higuera, sentí que la soledad se había ido transformando en un tranquilo pasar del tiempo. Ni me aburría.

El día que alcancé por primera vez el techo ya tenía doce. Pensé que en vez de algunos meses me había demorado casi cuatro años en cumplir con mi plan. Sentado en lo alto del tejado me sentía feliz, y de pronto, no sé cómo, me di cuenta de que esa alegría no estaba en mí, quiero decir, en mi interior, sino que flotaba en el paisaje, en el aire, en la tibieza del techo mismo, en lo que veía, oía y sentía. Se me ocurrió que si uno quería conseguir algo y, sin embargo, notaba cierta resistencia de las cosas para lograrlo, lo mejor era retirarse y esperar. El momento preciso siempre llegaría, y si uno intentaba adelantársele, en el mejor de los casos podría tener un triunfo fugaz, de esos que duran cortito y después la frustración.

Recuerdo que cuando ya tenía quince años una noche de tempestad el viento derribó un poste en la calle, justo a la entradita de la casa. Los relámpagos iluminaban el patio y los truenos estallaban remeciendo mi corazón, parecía que me iba a estallar. No tenía sentido hacerme el valiente, estaba solo en la casa. Vi por la ventana un relámpago que alumbró mi higuera cómplice y parte de las tejas del techo. Me quedé con la vista fija en la oscuridad, mirando. Después fui hasta mi dormitorio a buscar la linterna y salí. Cuando me paré debajo de la higuera sentí una corriente bajando por mi espinazo. Me quedé quieto y con la linterna iluminé los rincones alrededor mío. No vi a nadie, pero sentía que alguien había alcanzado a esconderse. Me dije: No les tengo miedo ni a los fantasmas ni a la muerte, pero me corregí en seguida: Los fantasmas y la muerte me aterrorizan. Esa noche me subí una vez más al techo. Allá en lo alto me sentí más tranquilo. Había escampado.

Pasó el tiempo. Crecí, estudié y me hice hombre. Trabajé, me casé y tuve hijos. Cuando cumplí los cuarenta un día sentí que poco a poco me había ido durmiendo. Había construido una vida cómoda a partir de lo aprendido de chico. Mi trabajo profesional era bien remunerado, aunque mecanizado y sin compensación que no fuera material. Me aburría. Vivía en el tedio. Ese día renació mi voluntad: así como de niño me había propuesto alcanzar un techo a través de un árbol, ahora me propuse nada menos que alcanzar la comprensión de mi vida. Cumpliendo con mis obligaciones de trabajo y con la familia, empecé una búsqueda y terminé encontrando un árbol para alcanzar mi techo de adulto. Poco a poco fui entendiendo más y más de esta cosa que se llama existir, pero de eso no puedo hablar, no tengo palabras. Puedo decir eso sí que me di cuenta de que echarle la culpa a los otros o a la sociedad no me ayudaba. Incluso puedo asegurar que en eso consiste todo: en no culpar a la vida, a los demás; en ser lo suficientemente inteligente como para manejar las cosas, buenas o malas, con el fin de sentirse mejor, sabiendo que la responsabilidad es sólo de uno. No es fácil comprender esto último, lo sé.

Así fue como ya cuarentón trepé mi último árbol, hasta llegar a mi nuevo techo, mi propia vida, que, igual, un día identifiqué como un campo común que compartía con las personas que quería y también con muchas más, de esas que simplemente se ven pasar por la calle y con las que pareciera que uno no tiene nada en común.