Anoche,
desde mi cama, oí el grito ronco de una mujer
que gozaba.
Anoche oí detenerse el reloj dos minutos esperando
a la Luna que a su vez se había detenido para
ver, en su propia sombra de la calle, dos perros que
se batían.
Anoche canté, solo, de espaldas:
Voy pa mis montañas
A pedirle a Dios
Pa estas penas mías
Nieve, viento y sol.
Oí
mi canto. Lo cual es altamente absurdo.
Consideré
también altamente absurdo cómo están
organizadas sobre esta Tierra las cuestiones del sexo.
Pues todas las muchachas hermosas deberían estar
desnudas, de espaldas, atadas con gruesas cadenas, y
con los muslos abiertos, totalmente abiertos. Entonces
se las podría azotar sin piedad.
Pero no hay organización alguna. Al menos mientras
las estrellas no nos expliquen todas sus distancias
reducidas a entre ambas manos, y al menos mientras los
obispos no vistan del verde de los musgos de los pantanos
sosegados.
Nada de lo anotado es arbitrario. Entre esos tres elementos
–muchachas atadas, estrellas y posibles obispos vestidos
de verde- he visto siempre una filiación absoluta.
Prueba de ello es que no he puesto otros elementos sino
los anotados. Ahora bien, que yo, hoy día y hasta
hoy desde 42 años, no pueda desmontar y luego
explicar con claridad de cerebro bien organizado tal
filiación, no es prueba alguna de su no existencia.
Debe pensarse que tampoco puedo dilucidar cada uno de
los elementos que la forman. Sin embargo, nadie duda
de su realidad. Desafío a quien sea a que me
desmonte y explique una muchacha aunque él mismo
la haya atado. Desafío una explicación
convincente sobre las estrellas aún si se dispone
de todos los telescopios del mundo, pues los telescopios
mismos necesitarían una explicación ya
que sólo existen por la explicación abstracta
que antes el cerebro fabricó. Desafío
a cualquier humano a que tome a un obispo, le quite
sus vestimentas habituales y las reemplace por las de
un tono exacto al verde de los pantanos sosegados. Luego
que se siente frente a frente del obispo –que fume o
no fume, absorba o no rapé, me es igual-
y con voz nítida me explique lo que realmente
acaba de suceder. ¡Desafío! Y, por otro lado,
que se presente quien dude de la existencia de muchachas,
estrellas y obispos. Por mi parte, espero alguna vez
explicar todo esto debidamente. Sigamos, pues, con las
cuestiones del sexo.
Podrían
tener solución más rápida. Sería
ella si pudiésemos encontrar placer en hacer
el amor con largas tiras de terciopelo. Esto tampoco
es arbitrario. Puedo rehacer aquí una argumentación
semejante a la anterior. Pero esto me quitaría
mucho tiempo y es necesario, es urgente, que pronto,
antes que termine el grito de esa mujer que goza, es
indispensable que todos los hombres bien nacidos, todos
cuantos nos emocionamos ante las voces de Patria y Virtud,
es impostergable que luchemos tenazmente en contra del
vicio del alcohol.
Mas para esto hace falta un muchacho esbelto, moreno,
de ojos claros, que vestiríamos con una malla
muy ceñida de color corteza de almendra y que
tocaríamos con un gran sombrero, un sombrero
planetario, el sombrero en sí mismo y en su total
grandeza. ¡Oh qué magnífica, oh qué
soberbia cosa es un sombrero!
Yo, aquí en casa, tengo diez y siete. Juro solemnemente
que hace ya nueve años que jamás me he
acostado sin antes haber orinado varias gotas sobre
cada uno. Luego cojo un pequeño fusil de salón
y hago fuego sobre los diez y siete, uno tras otro.
Volvamos al muchacho.
¡El
sombrero inimaginable!
El muchacho debe esperar algunos minutos.
He
tomado un cajón parafinero, de madera bruta.
Tiene cinco costados. Es decir, tiene un hueco que
cubro con un vidrio para que no se pueda tocar lo
que hay dentro, pero sí, se pueda ver. Listo.
Hay a un costado cinco botellas que crecen de tamaño
a medida que se alejan del vidrio. Al otro lado
hay otra cinco iguales. Se juntan al fondo, así:
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En
las dos primeras se lee: Cerveza; en las segundas:
Vino; en las terceras: Pisco; en las cuartas:
Whisky; en las quintas: Alcohol Puro.
Símbolo expresado:
Las botellas crecen de tamaño: el alcohólico
necesita cada vez más alcohol.
Junto con crecer las botellas, crece el grado de
alcohol del contenido.
Símbolo expresado:
El alcohólico no sólo necesita mayor
cantidad sino que también aumentar la potencia
del mismo, desde cerveza hasta alcohol puro.
En el primer plano, al centro, se yergue una rosa
artificial. Así:
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Símbolo
expresado:
Bajo la influencia de los vapores alcohólicos
todo lo vemos color de rosa, como una rosa. De ahí
la rosa.
Pero la rosa es artificial.
Símbolo expresado;
Nada de lo que vemos color de rosa tiene, de verdad,
tal color. La vida sigue. La vida es negra.
De lo alto, sobre la rosa, cuelga de un hilo, una
tarántula velluda. Así:
Símbolo
expresado:
Las tarántulas, sobre todo las velludas,
son repugnantes, asquerosas, infernales. A eso lleva
el vicio del alcohol: a convertirlo a uno en un
ser repugnante, asqueroso e infernal.
No se olvide que la tarántula queda sobre
la rosa.
Símbolo expresado:
La verdad está sobre la mentira.
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Cada cual
puede hacer esta construcción simbólica en su
propio domicilio. Pero, si se quiere que alcance a las masas,
hace falta algo más:
¡El
muchacho!
Y el sombrero.
El muchacho con su sombrero debe colocarse tras el cajón
y el cajón debe colocarse al centro de una plaza pública.
El muchacho debe ponerse a gritar:
-¡Acudid! ¡Acudid!
Entonces, sí, acudirán las masas y, al ver todo
aquello, huirán para siempre del vicio del alcohol.
Si los hombres no bebiesen, tal vez habría posibilidad
de atar algunas muchachas y azotarlas. Así las estrellas
podrían seguir su camino, los obispos seguir con sus
sotanas habituales y las tiras de terciopelo no temer violación
alguna.
Pero hace falta el sombrero. Recibiré todos los modelos
que se me envíen.
Anoche oí el grito ronco de una mujer que gozaba.
Luego sopló el viento. Se lo llevó todo. Se
llevó un obispo que depositó, tras ocho siglos
de vuelo, en medio de la Vía Láctea.
Ese obispo puede ser allá nuestro representante en
la lucha tenaz en contra del vicio del alcohol. Sólo
que..., hay que buscar medio de enviarle cuanto antes un muchacho
esbelto, moreno, de ojos claros. El allá se encargará
de vestirlo como sea necesario. Acaso, dado el clima, con
arena.
Como sea, ¡hay que luchar! Al fondo -¡no lo olvidéis!-
están las muchachas atadas con cadenas. No lo olvidéis:
¡podréis azotar sin piedad!
Anoche oí el grito ronco de una mujer que gozaba.
Un momento después me tomé una copa de alcohol
puro. Y lloré sobre las desventuras que afligen a mis
semejantes.
Luego tomé una copa de whisky. Lloré sobre cuanto
tienen que sufrir, a causa de mis semejantes, los animales
y las aves de nuestro planeta.
Luego tomé una copa de pisco. Lloré por los
reptiles, los peces y los insectos.
Luego, una copa de vino. Lloré por las flores, las
hojas, los frutos, por las raíces que se entierran
suelo abajo.
Por fin tomé un vaso de cerveza. Y lloré por
nuestros hermanos, nuestros tiernos y dulces hermanos que
no hablan, que no crecen, que no fornican: los minerales.
Entonces me encomendé al obispo de la Vía Láctea
y le imploré tuviese a bien pedirle al Sumo Hacedor
hiciese caer sobre la Tierra una lluvia abundante de agua
de Su Reino o de las simples nubes si el tedio en aquel instante
lo dominaba.
Llovió.
Estiré ambas manos juntas. Me incliné sobre
ellas. Bebí, bebí agua, agua inocente y celeste.
Apareció Pibesa, lenta, regular, sobre sus empinados
taconcitos rojos.
Sonriente, se dejó atar con cadenas gruesas.
Desnuda, clara, lejos de toda sombra de alcohol. Clara diáfana.
Su cabellera de oro viejo y oscuro; su sexo de oro vibrante.
Sus pies con las dos largas gotas sangrientas de sus taconcitos.
Las cadenas mudas.
La azoté sin piedad.
La azoté con el látigo hecho de cuero de potro.
Un potro manso y sosegado. Aquel que, cuando yo niño,
muy niño, me paseó con tranco lento por sobre
el primer cerro que veía.
La azoté más y más.
Entonces todo el barrio, todo Santiago, todo Chile, toda América
oyó, en medio de la noche, el grito ronco de una mujer
que gozaba.
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