:: ECOLOGÍA.
   Centrados en toda la vida.

Por: Juan Pablo Orrego Silva.

El biocentrismo es una epistemología (modo de percibir la realidad) centrada en todo lo viviente, en toda la vida. La mayoría de los pueblos arraigados del mundo son biocéntricos, y esto se nota claramente en su comportamiento. Un humano biocéntrico no tiene vergüenza de hablarle, cantarle u ofrecerle ofrendas al Sol, a la Tierra, a una vertiente, una montaña, al espíritu del ciervo o del oso, o a un cactus gigante en el medio del desierto. Tampoco se siente ridículo haciéndole música o llorándole a las nubes para que vengan a descargar sus agüitas donde se las necesita. Para él, todos estos seres, así como los astros, los mares, las nubes y los vientos son seres ancestrales con los que estamos íntimamente relacionados. Son Abuelas, Padres, Madres, Hermanitas, Hermanos. En otras palabras: son nuestra familia. El discurso del jefe Seattle, que no por casualidad se ha hecho tan popular últimamente, es una de las más bellas y claras expresiones de una epistemología biocéntrica que tenemos a mano.

El biocéntrico, al percibir la vida en forma holista, ve claramente que su destino está indisolublemente ligado al de todos los seres, todas las cosas y los fenómenos de la biosfera –del pasado, del presente y del futuro- y al de

Arnold Genthe, Doris Humphrey, hacia 1915, Stephen White Gallery. ...este cuerpo que hace posible el alma y esta alma que hace posible al cuerpo...

mundos que están aún más lejos: planetas, estrellas, cometas...; sabe que sus actos, directa o indirectamente, a corto o largo plazo, afectan al Todo, y que su creatividad o destructividad tarde o temprano lo afectará a él y a sus descendientes.

Como estamos comprobando duramente en estos días, es un hecho que nuestro modo de pensar y percibir la realidad, y nuestros actos y modo de desarrollo consecuentes, afectan a las nubes, a la lluvia, a los ríos y los mares; afectan el estado, la “cordura” o “sicosis” ecológica de ecosistemas, bioregiones, ciudades, así como la calidad y el equilibrio creativo de nuestras vidas individuales. En la naturaleza todo es flujo recursivo, todo está interconectado en el espacio y en el tiempo.

Así, el biocéntrico, por necesidad vital, por cariño y gratitud –ya que le ha tocado criarse dentro de una cultura que efectivamente genera cariño y gratitud, y no odio, hacia la creación-, cuida todo: ama a su prójimo como a sí mismo... porque somos nuestro prójimo y nuestro prójimo es nosotros; prójimo que incluye a todas las cosas, los seres y los fenómenos de la biosfera. El biocéntrico, entonces, busca empatizar, fluir, armonizar con la naturaleza que le da la vida; trata de entender su biológica y de resonar con ella; de hacer un acorde armonioso con ella... consigo mismo, con este cuerpo que hace posible el alma y esta alma que hace posible al cuerpo.

Nosotros, en cambio, con nuestra peculiar incultura, siempre buscamos derrotar o conquistar a la naturaleza para sacarle el jugo a nuestro antojo. Es el hijo ciego de arrogancia, ambición y miedo, que ya no percibe, ya no siente ni ve a la Madre, y abusa violentamente de ella y de toda la comunidad biótica que ella generosamente ha creado. Este es el humano antropocéntrico; literalmente: centrado sólo en el hombre. De esta percepción tan limitada, tan microscópica, se derivan toda una serie de ismos letales que atomizan la unidad biosférica: el ser humano centrado sólo en su especie (chovinismo humano); en su raza (racismo); en sus compatriotas (nacionalismo); en su género (machismo/feminismo); en su familia nuclear (forma un poco más extendida de egoísmo); en su mafia (gangsterismo); en su partido político... pero, finalmente, sobre todo centrado en sí mismo, en su ego cristalizado, contraído a su mínima expresión; un ego que ha perdido todas las fecundas extensiones biosféricas de su Ser. Este solitario, alienado y siempre frustrado ser humano sólo busca su propio beneficio a corto plazo, su inmediata gratificación que llene por un instante siquiera el vacío de su alma, su placer, su orgasmo, su fortuna, su poder... y, en aras de todos estos auto-consuelos, sacrifica –directa o indirectamente, a largo o corto plazo- todo lo que lo rodea: a sus congéneres, su familia, el futuro de sus hijos y nietos, y, por supuesto, a su prójimo biosférico; es decir, a todo el resto de la naturaleza que más encima ni siquiera es humano y que, por tanto, según él/ella no vale nada.

Nuestra cultura es un cóctel de teologías y teorías científicas antropocéntricas con el que se ha entronizado, a niveles muy profundos de nuestro ser, al ser humano en la cúspide de una absurda y mortal pirámide de poder... ¡divino! Esta visión está determinando todos nuestros desarrollos dentro de la biosfera. Se ha legalizado e institucionalizado: la pirámide de poder se replica en la estructura de los países, de la sociedad, la familia, y en nosotros mismos cuando nuestra mente racional, acicateada por todos los debes, estereotipos y modos de subsistir que impone nuestra torcida cultura, tiraniza a todo el resto de nuestro ser.

Todas las culturas piramidales antropocéntricas derivadas del básico chovinismo humano, al negar nuestra hermandad con el resto, al excluirlo y tratar de explotarlo, no son viables, no sobreviven mucho tiempo, se autodestruyen y destruyen mucho mundo a su alrededor. Así se dan las bélicas, violentas culturas teocéntricas, centradas en Dioses creados a imagen y semejanza de humanos específicos como, por ejemplo, un Dios blanco, macho, barbudo, juzgador y vengativo, y que trasciende a la materia. Esto último quiere decir que este Dios vive muy lejos, allá arriba en el cielo, y no está inmanente en –no está adentro de- las rocas, árboles y animales, ni siquiera en la biosfera como un todo. Según este tipo de teocentrismo trascendente, que deriva de un crudo antropocentrismo desarraigado, de todos los seres de la biosfera sólo en el ser humano reside una chispa de divinidad (¿en su cráneo, en su pecho/alma?). Y acordémonos que cinco siglos atrás, cuando la necesidad de colonizar América era “imperiosa” (buscar oro destruyendo los pueblos que entorpecieran su materialista misión), se decidió que ni siquiera los indios tenían alma. Así se los podía destruir sin remordimientos. Asesinar paganos, de diversas y cruelísimas formas, pasó a ser, para muchos, una misión divina.

Uno de los principales pecados de los paganos era justamente su animismo; es decir, el percibirle alma a todo: a los animales, a las cosas y a los fenómenos de la naturaleza (ánima= alma). Para el animista, para el arraigado, el espíritu divino es a la vez trascendente e inmanente a la materia; es decir, todas las cosas, seres y fenómenos de la biosfera son el espíritu divino hecho forma. A la vez, este espíritu viene de muy lejos, de lo más profundo y misterioso del Cosmos, y por lo tanto trasciende, en el espacio y en el tiempo, a la materia y a nuestras modestas inteligencias...

Al percibir al espíritu divino como trascendente e inmanente a la vez, se elimina de un solo plumazo el terrible maniqueísmo que ve la vida y la muerte, el cuerpo y el alma, el ser humano y la naturaleza, como fenómenos opuestos, escindidos, contradictorios. La ideología dualista sustenta, sin darse cuenta, una de las visiones más desprovistas de compasión y de sabiduría que ha producido la mente humana: que todo el resto de la biosfera, salvo el ser humano (y esto a veces con reservas) es des-almado. Según esta filosofía, el ser humano, semi divino, orgullosamente trasciende la naturaleza, está fuera y sobre ella, de hecho, está en guerra con ella... Aquellos que no logren liberarse de esta programación de sus mentes/cuerpos van a seguir destruyendo, manipulando y degradando a nuestro prójimo no-humano sin consideraciones. Peor aún, como realmente somos también lo no-humano, esta patología se traspasa directamente al trato entre los humanos, y la violencia descontrolada, el terrorismo, el abuso, la violación, la tortura y el uso constante de la fuerza bruta, se generalizan.

Si se descubre que todo tiene alma en la naturaleza, se derrumba en un instante la interesada y artificial jerarquía que coloca con “todo derecho” al hombre –único descendiente directo de Dios- en la punta de la pirámide del poder dentro de la biosfera: el Rey de la Creación (¿Rey de la Destrucción?). De esta racionalización se desprende lógicamente que algunos hombres “superiores”, los alfa de esta enferma sociedad, tienen el pleno derecho a reinar en la cúspide de la estructura monárquica-eclesiástica-política-militar-comercial. Desgraciadamente, dada la patología de nuestra sociedad, casi siempre estos líderes terminan siendo los hiper-poderosos (los armados hasta los dientes que pueden movilizar ejércitos), los hiper-intrigantes, los más brutos, los más fuertes y ambiciosos, o sus títeres... Muchos de los líderes actuales de la humanidad sí que son para asustarse.

Para esta mentalidad, basada en el conflicto entre el poder y la impotencia, entre el dictador y los sometidos, lo más importante es dejar bien claro que en todos los ámbitos, naturalmente y por mandato divino, se dan estas pirámides de poder y de orden jerárquico: en el reino de los cielos, en la naturaleza, en la sociedad, en el ejército, en el clero y en la familia en que ronca el padre. Del mismo modo, entonces, se dan las culturas dominadas por grupos de poder, por “élites” religiosas, económicas, raciales, militares... o por una asesina gerontocracia, o dictadura de ancianos alienados, como en la China Popular de hace poco tiempo atrás. En términos de los caóticos y mortales resultados socioecológicos, da un poco lo mismo quiénes detenten y orquesten el poder brutal. Como dijimos más arriba, las culturas antropocéntricas, desarraigadas, autoritarias e imperialistas no son viables. Es decir, tienen una corta vida, y muchas veces terminan abruptamente, violentamente, como los aztecas, como los nazis...

Los pueblos arraigados en sus culturas biocéntricas, al apreciar e incluir en la esfera de su conciencia y de sus afectos a toda la biosfera –incluyendo a otras culturas humanas distintas a la propia en lo coyuntural pero semejantes en lo esencial-, al percibir este Todo como parte vital de su Ser, pueden durar milenios, alcanzando complejos estados de equilibrio dinámico y creativo, integrados a su biosfera local. Y todo lo que estos pueblos biocéntricos están haciendo es “calcar” mejor la biológica de la creación: su diversidad, su ecuanimidad (su ética amoral pero igualitaria), su flexibilidad, su belleza (su estética), su creatividad, su fuerza, su ingenio, su espíritu a veces un tanto “burlón”...

Para este desarrollo es indispensable identificarse con algún lugar, ser de alguna tierra, de alguna isla, mar, desierto, de los hielos o de la selva. Echar concretamente raíces físicas y espirituales en algún pedacito, ojalá no demasiado maltratado, de la Pachamama. Y ahí cultivar, cultivarse... crecer extendiéndose afectiva y mentalmente a los cerros, los bosques, las aguas, los cielos y todos los seres de todos los reinos de la biosfera. Sin este arraigo concreto es difícil entender lo que se está realmente perdiendo para toda la biosfera mientras tantos seres humanos seguimos presos en la alucinación de la antropósfera. Huachos..., huérfanos..., sin familia..., desarraigados de nuestro propio cuerpo macroscópico, de nuestro propio planeta Tierra, de nosotros mismos.