por
Fogly
Dedicado
a C. Bukowski
Despertamos
temprano esa mañana. La noche anterior nos habíamos
portado bien. Luisa se levantó en bata y fue a la
cocina. Al poco rato volvió con tostadas y café.
-Estando en la playa- le comenté.
-Estando en la playa ¿qué?- me preguntó.
-Cuando era joven, en las costas del norte grande solía
desayunar en una cocinería ubicada junto a un muelle
de pescadores; y me servía un gran trozo frito de
albacora acompañado con ensalada de lechuga, harto
limón, pan y té purito bien caliente.
-¿Y eso era en la mañana? |
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-¡En la mañana, pues cariño! Antes de las
ocho ya estaba pegadito en el boliche... ¡Aaah! ¡Qué
rico!. Algunos viejos en vez del té preferían una
cañita de tinto.
-Está bien, hombre de la costa -me dijo Luisa con una sonrisa
maternal-. Para el almuerzo tendremos pescado frito. ¿Qué
te parece?.
-Bien
me parece, si es en casa.
-Sí, almorzaremos aquí esta vez.
-¡El descueve! Me gustó la idea, encanto.
-Pasaremos por la pescadería cuando volvamos de la playa
decidió Luisa.
-Okay.
Luego de un cigarrillo, saqué una lata de cerveza del
refrigerador y me la bebí rápidamente a tragos
largos. Un deleite. Le pedí a Luisa que pusiese en su
bolso las latas restantes. Lo cargas tú, me dijo; no
tengo ningún problema, le respondí. Y acto seguido
nos dirigimos hacia el balneario aprovechando la mañanita
soleada- en nuestro cómodo y económico volvito.
Todavía nos encontrábamos en primavera, así
es que el lugar no era del todo concurrido. Por lo mismo, a
Luisa y a mí nos gustaba ir a la playa en esta época.
Buscamos un lugar a pocos metros de donde reventaban las olas,
bien alejados del resto de los bañistas y de los adoradores
de la piel cancerosamente quemada por los rayos solares. La
arena estaba fresca y el aire húmedo, pero el calor del
rey poco a poco iba mejorando la temperatura del ambiente. Con
aires de turista, enterré el quitasol; Luisa extendió
las toallas y nos tiramos a descansar y a untarnos un poco de
filtro solar. En las cercanías inmediatas, sólo
teníamos por compañía a las gaviotas y
los pollitos de mar, que correteaban para todos lados arrancando
de las olas, todos juntos, sin separarse nunca y volviendo al
ataque de gusanitos oceánicos cuando éstas se
retiraban; y era divertido verlos correr alejándose de
la expansión de las aguas salobres y espumosas, conformando
un solo todo, una alfombrita de cuerpecitos con patitas reflejándose
en el brillo de la arena mojada. Luisa lucía un minúsculo
bikini rojo que por detrás dejaba sus redondeadas nalgas
a la vista de la lujuria; y por delante, la frágil tela
denunciaba la existencia de un abultado y matoso Monte de Venus
capaz de estremecer a cualquier hombre.Álvaro llegó
a importunar media hora después. Con su cara argentina
llena de sonrisitas para con Luisa. Nos saludó a mí
dándome la mano y a Luisa con un sonoro beso en la mejilla,
y sin esperar a ser invitado, sacó una toalla de un bolso
chillón y se recostó por el lado de mi mujer.
Usaba un traje de baño azulino, diminuto, con los pelos
de la guata al aire. El cabrón era vanidoso.
-¿No les parece que tenemos un lindo día, como
para no hacer nada? ¡Solo holgazanear! -nos preguntó
metiéndonos conversación.
-En eso estamos -le contesté.
-¿Y tú qué cuentas, linda? -se dirigió
a Luisa.
Luisa tenía en sus manos un libro de la Duras e intentaba
leer.
-¿Yo qué?
-Tú -le dijo meloso Álvaro-, ¿qué
piensas, con qué vibras ahora?
-¿Que no ves que lee, tonto? -le espeté. Abrí
nuestro bolso y busqué una de las latas de cerveza que
ya comenzaban a entibiarse.
-¡Buag! -exclamé tras darle a la cerveza un soberano
sorbo-. Está tibia.
-Una caja de espuma sólida es lo ideal -me acotó
Luisa.
-Con bastante hielo en su interior -convine.
-Claro que hace bulto.
-En el auto no molesta, mi amor. ¿Por qué no te
vas a comprar unas cervezas frías, Álvaro?.
-Ah, no. Yo no bebo cerveza, ¿sabes?.
-¿Y qué importa? No tomas sencillamente. Las latas
son para Luisa y yo.
-Pues, ve y tráelas tú se negó Álvaro.
Yo me quedo acompañando a Luisita.
-Para lo que me cuesta -dije. Cogí algo de dinero y partí
caminando hasta el restaurante de la playa, dejando allí
al par conversando. Luisa no va a poder leer, pensé.
Un tipo flaco me atendió.
-Deme seis latas de cerveza, que estén bien heladitas.
-¿Qué marca señor?
-¿De cuáles tienen?.
-Las que se ven en el escaparate, señor.
Ahí estaban las distintas marcas de la oferta.
-Llevaré Cardenal.
-¿Sí? Son muy buenas, venezolanas.
-Eso creo.
Pagué y me largué a través de la arena
que quemaba la planta de mis pies. A lo lejos veía a
Luisa tendida boca abajo. Me fui acercando apresurado. Sus glúteos
estaban completamente expuestos. Ya más cerca, sentí
deseos de pasarle la lengua por su piel sensible. Reprimí
mis pensamientos eróticos al darme cuenta que el pelota
de Álvaro, haciéndose el leso, le miraba igual
el poto a Luisa. Eso ya no me gustó. ¡No señor!-¡Seis
latas! ¡Se calentarán lo mismo que las otras, cariño!
-reclamó Luisa.
-Me las tomaré todas seguidas -le respondí con
tono soberbio.
-Te vas a reventar y seguro que terminarás como cuba.
Con este calor...
-No me va a pasar nada. Álvaro me ayudará con
una -repliqué.
-Ya te dije que no bebo cerveza, prefiero un Tom Collins al
crepúsculo.
-¿Y no te sirves unas copitas de vino? -le preguntó
Luisa.
-En los almuerzos sí, en las cenas también, pero
sólo una copa; y no siempre.
Álvaro era un tipo latino, con físico de gimnasio,
bronceado; y como dije, muy vanidoso. Moreno y de pelo en pecho.
Ojos claros y sonrisa blanquísima, de comercial.Miraba
descaradamente las apretadas nalgas de Luisa. Sentí odio
por ambos, al uno por ser fresco caradura y a la otra por impúdica.
Tragué otro largo sorbo de cerveza y eructé con
ganas un verdadero chancho. Luisa me dio una mirada de desaprobación,
fastidio y reproche: roto.
-Aún me falta un pedo -le dije molesto, e inspirado solté
una sonora pedorreada, unos ricos cerotes. Sabía que
aquello disgustaría a Álvaro, mas éste
apenas sonrió y haciéndose el desentendido se
puso a contemplar las olas y a los bañistas que capoteaban
a la distancia.
-Es una buena mañana para bañarse, ¿se
animan? -nos invitó.
-Yo no -respondí eructando nuevamente. Quería
llamar de algún modo la atención de mi compañera,
pero por cierto que ésta no era la mejor manera. Ella
dejó el libro de la Duras y cambió de posición.
Ahora estaba vuelta hacia arriba y no pude evitar fijarme en
el montículo con que su pubis alzaba la calzoneta de
su bikini.
-Avaro, ¿por qué no nos dejas solos? -le solicité
al metiche imprudente, mirándolo con firmeza. Como
tú bien dices, es una rica mañana... para que
las parejas como Luisa y yo permanezcan juntas asoleándose,
sin la compañía de intrusos. Me molesta esto,
creo que tomaré otra cerveza.
-La playa es pública, ¿y qué carajo van
a hacer además de eso? Aquí todos tenemos derecho
a estar -se defendió Álvaro. Y atacó: -No
seas acabronado, egoísta, deja acompañar a esta
lindura en el mar. ¿Vamos a bañarnos Luisa?
Luisa rió desconcertada. Ninguno de los dos pareció
entender que yo hablaba en serio.
-Bueno, pero sólo un piquero aceptó, y se
puso de pie rápidamente acomodándose el sostén
del bikini, que le había dejado media teta al aire. Y
por cierto que Álvaro se la comió nuevamente con
la mirada mientras se incorporaba. Tomó a Luisa de la
mano y se alejaron corriendo hacia la masa azul de agua, sal
y cochayuyos.Me quedé allí, desconcertado, solo
como un imbécil, bajo la sombra del quitasol, mirando
cómo el huevón del Álvaro se llevaba a
mi mujer. Y finalmente ambos se confundieron con el resto de
los bañistas y el lino de las olas. Entonces, aguardando
celoso y ansioso, acabé con el contenido de cuatro latas
de cerveza. Comenzaba a sentirme bastante mareado cuando los
vi volver. Luisa se veía hermosa mientras caminaba chorreando
de agua. Una verdadera sirena, pensé, pero mi tierno
pensamiento zozobró al ver que Álvaro le pasaba
un brazo a Luisa por la espalda y la atraía hacia él
riendo y hablándole. Se aproximaron a mí muy sueltos
de cuerpo, muy mojaditos ellos, llenos de contento, con risillas
inocentonas y esos típicos tiritones que vienen cuando
se sale del mar.
-El agua está soberbia, querido -me comentó Luisa
al llegar a mi lado.
-¿Te ayudo a secarte? -le preguntó solícito
el tarado de Álvaro.
-No, gracias -respondió Luisa, amable y creída.
Lo haré yo.
-Tomaré otra cerveza -dije yo.
Destapé otra lata.
-Está cachonda -opiné, dándole un doble
sentido a las palabras, y le pregunté a mi mujer: -¿Deseas
ahora una latita, amorcito?
-¡Ay no, Carlos, gracias!. Prefiero una bebida.
-¿Una bebida heladita, una coca? -terció Álvaro-
¡Voy por ellas, bonita!
Se alejó trotando como actor de teleserie, con su toalla
blanca puesta en el cuello, en tanto Luisa se tendía
en su sábana de baño con una actitud de cierta
indiferencia hacia mi persona. Decidí continuar con las
cervezas cachondas solo.
-Te dije que te vas a embriagar -volvió a insistir mi
compañera.
-Ese es asunto mío -le respondí algo agrio. Permanecimos
en silencio. Luisa tenía razón, las cervezas obnubilaban
mi cerebro.
Cuando el desgraciado, engreído y conchesumadre del aspirante
a amante de mi mujer llegó con dos coca-colas, embolinado
ya definitivamente ordené a Luisa con tono dominante:
-Ya es hora que nos vayamos.
-¡Pero si aún no he tomado nada de sol, Carlos!
-reclamó ella.
-Estoy aburrido -repliqué.
-Quiero tostarme...
-Claro. Y también deseas seguramente que este chupapelotas
del Álvaro te eche bronceador en la espalda ¿no?.
-¡Caaarlos! No seas injusto, Álvaro es un buen
amigo.
-¡Me cago en este huevón de mierda!
Álvaro se me quedó mirando como si no pudiese
dar crédito a lo que estaba escuchando. Su rostro se
transfiguró por la sorpresa y la indignación que
le provocaron mis palabras.
-¡No te voy a aceptar que me hables así! -me amenazó
acercándose.
-¿Ah no, concha de tu madre? -le respondí intentando
pararme.
Pero la borrachera me impidió hacerlo con prestancia.
En ese momento, Álvaro, ya fuera de sus casillas, me
asestó un golpe en la jeta que me dejó nuevamente
tendido en la arena. Oí que algo gritaba Luisa, pero
no le hice caso, y a duras penas logré levantarme y abalanzarme
en contra del ofendido galán, dando puñetazos
y patadas a diestro y siniestro. Pero no logré ajustarle
ninguno, el otro era más joven y fuerte que yo y volvió
a golpearme en el rostro: horror de horrores.Los gritos de Luisa
y los curiosos que comenzaron a acercarse me hicieron tranquilizar,
y esto ayudó a aplacar la ira de Álvaro, quien
mascullando ofensas recogió sus cosas y se marchó
de nuestro lado caminando hacia otro lugar. En realidad lo ignoré.
¿Qué más daba?. Luisa me mandaría
con toda seguridad a la mismísima mierda, luego del escándalo
que armé. Más literalmente: pinté el Harry,
pinté el mono... Pero no fue así, pues sólo
se limitó a decirme:
-Tonto, ya no podré ponerme nunca más un bikini;
recoge el quitasol y ayúdame con el bolso; marchémonos
de aquí.
Intenté una débil excusa:
-Querida, yo no quise...
-Olvídalo -me interrumpió Luisa- y apurémonos,
recuerda que tenemos que pasar por la pescadería.
Esos fueron los pescados fritos más exquisitos que he
comido en mi vida. ¡Y preparados en casa!
(San
José de Maipo, Septiembre, 1996.)
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