Relato hablado, rescatado por Cecilia Sandana González.
Corría
el año 50, y en San Juan de Pirque, en las
cercanías de un cerro, en un ranchito que ya se
caía, vivía ño Juan Cordero en compañía
de su mujer y sus cabros. Él, hombre de campo,
aniñao, bueno pa los combos y rosquero, de
tez morena y muy alto, na que ver con su viejita,
que parecía una monita de greda, chiquitita y bien
negrita, y que vestía con unas tiras largas y aros
de plata. Parece que venía del Sur la ñora...
No sé cuántos cabros tenían, yo siempre
veía la pila de chiquillos encaramándose
a los árboles, con los moquitos colgando, y ellos,
al verme llegar a su casa, se fondeaban. Parecían
unos animalitos. Pero la mayoría de los niñitos
criados en el campo son así, se forman bien huasitos,
porque no ven más gente que ellos mismos y aún
más en esos años...
El
viejo Cordero era re bueno pal vino, y pa
las mujeres también, así es que a veces
se perdía semanas completas de la casa, parrandeando
de lo lindo, y después, cuando volvía haciéndose
el choro, aparecía sin ni un real y con una caña
que le duraba una semana más. En esos días
de andar de farra, ño Juan cruzaba el viejo
puente de cimbra que ya no existe y que conectaba Pirque
con el Cajón del Maipo, por ahí por el Canelo.
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Siempre
le gustaba ir a la misma picá, donde se hacía
el galán con una chiquilla que trabajaba en el local,
que poco lo tomaba en cuenta, pero él en su borrachera
le decía cosas lindas...
Una
vez ni él mismo se acordaba cuantos días hacía
que no llegaba a la casa, y como ya se le estaba acabando la
plata el día jueves, a eso de las nueve de la noche,
en invierno, con harto frío, ya que estaba despejada
la noche, con una luna que todavía no lograba completarse,
decidió ño Juan irse a dormir a su rancho. Con
las últimas monedas que sacó de su bolsillo se
compró una botella de vino tinto pal camino, se
acomodó la pistola al cinto, se puso la manta negra y
con el sombrero en la mano se despidió de los presentes,
tirándole besos a la niña que atendía el
boliche...
Se
fue por la calle polvorienta. Trataba de caminar derecho pero
no lo conseguía. Cada cierto tramo hacía un aro
para tomarse un sorbo, hasta que se le acabó el vinito,
justo antes de llegar al estero de El Canelo, donde tenía
que cruzar unas pozas no muy grandes. Si saltaba bien no se
mojaría... Según el mismo cuenta, iba hablando
solo, difariando con el alcohol en la cabeza. Estaba en esto
cuando estiró una pierna y con la luz de la luna vio
un bulto muy chiquitito que se movía, pensó en
un perro y pescó una piedra pa que el desgraciao
no lo
fuera a morder, y entre garabatos se la lanzó. Este como
que ni se inmutó. El viejo logró cruzar a una
islita en medio del estero, y ya iba a sacar la pistola cuando
el bulto se le acercó. Era una huevá roja, por
lo que no podía ser animal bueno. Se le acercó
más y vio que se trataba de un pequeño hombre
vestido con unas ropas rojas. Era un rojo fuerte que nunca antes
había visto. ¡Era un duende! Se asustó el
viejo pegando un grito, y en eso rápidamente, no sabe
cómo, el mono se le arrimó, le agarró las
cuatro puntas de la manta y lo agachó. No podía
pararse, ni sacar la pistola, ni moverse. Gritaba improperios
al duende pero también le pedía a la virgencita
que le ayudara y a Dios que lo salvara. Hacía promesas
pero el duende no lo soltaba, y mientras más se movía
más lo agachaba. Así estuvo toda la noche. Nunca
en la vida había rezado tanto. Las horas pasaban lento,
estaba cansado, con las piernas dormidas, pero si se meneaba,
el duende del diablo le tiraba más el poncho. Esa bestia
del demonio nunca dijo nada, solo se le escuchaba a ratos unos
quejidos que no eran de esta tierra...
Al
despuntar el alba, el huaso seguía orando, porque ya
creía que se lo llevaría el cachúo. Le
daba miedo moverse, pero ya no aguantaba más y al hacerlo
se fue de lado. ¡Estaba suelto! Metió las manos
al barro y aún acalambrado no se podía parar,
pero en cuatro patas salió arrancando, gritando, y así
unos metros más allá todo mojado sacó la
pistola. Le daba miedo mirar, pero si lo veía le iba
a pegar unos tiros. Pero ya no había nada, el duende
se había ido para siempre.
Siguió
andando a trancos largos y no se demoró mucho en llegar
a su casita. La ñora lo vio pálido, pero no lo
iba a tomar en cuenta, en castigo por su ausencia. Y este hombre,
como nunca le había pasado, se lanzó a sus brazos
llorando y tiritando de miedo, y entre sollozos le contó
lo sucedido. La mujer no le creía, pensaba que era una
mentira para que ella no lo embromara por andar curao y llegar
sin plata. Pero al acostarse a dormir vio que él se despertaba
gritando y llorando, cosa rara en él porque era un gallo
tan aniñao que no le tenía miedo a nada, así
es que ese mismo día en la tardecita lo llevó
donde una meica que había por ahí en San Juan
de Pirque. La hierbatera lo santiguó pal espanto
rezándole tres padres nuestros y tres ave maría,
diciendo las siguientes palabras: Que salga el mal y que
entre el bien así como Jesús entró a Jerusalén,
mientras con unas ramas de palqui tocándole la cabeza
concluía el ritual. De ahí ya pudo dormir tranquilo,
pero cuando se acordaba años más tarde de lo que
vivió, se le caían las lágrimas de miedo,
como cuando me lo relató a mí. Nunca supo por
qué le salió a él ni qué mierda
quería, pero desde ese día su mujer logró
que no saliera más a tomar tantos días ni tan
lejos.
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