:: LINTERNA-TURA.
    El Vuelo .

Por: Fogly.
Dedicado a mi padre.


Wenceslao me relataba un día de mil años atrás, que en desamor escribió allá arriba en Bolivia, humillado frente al lago del cielo, el siguiente poema:

"Titicaca, Titicaca,
lago negro, lago negro,
Titicaca, Titicaca"

No pretendo desentrañar el secreto del presente manuscrito. Tiene (lo sé desde antes de escribirlo) cierta magia, cierta sensación de ayuno, cierto aire de haber esperado mucho; y, en definitiva, es un poema. Uno más..., sobre aviación, tal
cual como me la enseñó mi padre y tal cual como me lo imaginaba yo a los doce años de edad (que en aquellos tiempos era ser aún muy niño).

Una tarde sin neblinas bajas, cielo despejado. Miguel hubiese querido volar su avioneta monomotor, pero se encontraba sometida a mantención. Pajarillos cantando a ratitos. Gritos apagados de los niños jugando en los patios. Un reloj, ti tac, tic tac..., las tres de la tarde. La ventana sonando a golpecitos de viento. Una semana antes Miguel había realizado un vuelo formidable, el día y las condiciones del tiempo lo acompañaron. Día hermoso y tiempo calmo. Alfredo le facilitó entonces su monoplano, para esa vez que él no contaba con el suyo. Se trataba de un Howard DGA-15 J, con capacidad para cinco pasajeros, pero esa tarde voló solo.

Muy temprano ya se encontraba en la pequeña y bucólica pista de aterrizaje del club. Quería despegar antes de mediodía y era preciso apremiar al mecánico para que le hiciese la revisión de rutina al aparato. Una vez dentro de la cabina hizo funcionar el motor y comenzó a desplazarse lentamente con el Howard ronroneando, hasta el comienzo de la pista. Al fondo de ésta vio, como todas las veces, aquellos siete árboles que en cada ocasión próxima al despegue lo obligaban a reflexionar sobre la estrategia de decolaje.

Había un grupo de árboles en línea frontal: los tres primeros de izquierda a derecha eran unas acacias enormes, altas y añosas. El primero tenía la menor altura, el segundo era el más alto y el tercero un poco menos que el segundo. A continuación venía el cuarto, un frondoso quillay. A su lado y haciendo los números cinco y seis, dos álamos hermosísimos. El que estaba junto al quillay no era más alto que éste, pero su compañero -el de la derecha- sí que era alto, muy alto. No se debía acercar mucho a él. El séptimo y último árbol se hallaba en segunda fila detrás del quinto y del sexto, y también era un álamo, tan bajo como la primera acacia de la izquierda. El álamo de mayor altura superaba los veinte metros. Aquel pequeño bosque se debía salvar asegurando un amplio margen de seguridad. Se trataba de un pequeño desafío para todos los pilotos que ocupaban esa pista y ninguno aceptaba que se talara el sector. Así estaba bien. Emoción.

Miguel disfrutaba del Howard, le gustaba, Alfredo le había hecho un gran favor. Definitivamente este vuelo iba a resultar fantástico, qué agradable. Ahora tenía que decidir respecto del ángulo de ascenso. Existían tres vías posibles entre las que Miguel podía elegir. Teniendo en cuenta las condiciones de la pista y la fuerza del viento su decisión estaba más que clara. Así es que consideró mil doscientos cincuenta metros de altitud como punto específico de nivelación del vuelo. El obstáculo del bosquecillo habría sido salvado con pulcritud, quedando por cierto, muy lejos..., lejos allá abajo.

Imprimió mayor velocidad, comenzando a buscar el ángulo de ataque más pronunciado que podía obtener sin que la nave perdiese sustentación. La cola se ha levantado. Miguel deja correr al Howard mientras sigue acelerando hasta llegar a su velocidad máxima. Y gradualmente va tirando el timón hacia atrás, poco a poco, sin apresuramientos, calmado, cool, sereno, frío. De pronto, la nariz del aparato ya estaba por sobre la línea del horizonte. El Howard había despegado. Se encontraba suspendido en el aire y en ascenso moderado. Miguel volvió a colocar la nariz enfilada hacia el horizonte, en vuelo a nivel. De este modo adquiriría todavía mayor velocidad. A los pocos segundos, tirando suavemente del bastón de mando, el altímetro indicó que había alcanzado la altura deseada. Niveló el avión, y para entonces, tal como lo había previsto, hacía mucho que los siete árboles habían quedado atrás, en la campiña. Entonces contempló el cielo y el valle. Todo lo iluminaba el sol.

La superficie de la tierra se me antoja como espesas aguas fangosas. Las nubes se me construyen como sensibles fortalezas encantadas; blancas, blanquísimas, redondas. Oveja blanca. Sol, platino amarillo. Flautas ambarinas. Vuelo de Verne. Nada, todo tranquilo. A partir de ese momento sólo quería relajarse, relajar el músculo, todos los músculos. Jugar, entretenerse. Practicaría el rizo, un looping perfecto. Sencilla tarea que consiste en hacer que el avión describa un círculo vertical en el aire conservando las alas paralelas a la tierra en todo momento. Se me enseñó la práctica del rizo como medio para aflojar los músculos, mantener mi mente alerta y pensar en forma tranquila; aún hallándome en posiciones extraordinarias acá en las alturas. Así trabajan mi cuerpo y mi mente.

Todo es tan pequeño allá abajo, se dijo mientras dejaba de motorar el monoplano para quedar en un vuelo rectangular asónico. El río, un hilito de plata; los álamos, unos brotecitos; las aldehuelas, unas cajitas entre hierbajos, pequeñitas maquetas; el movimiento, una simulación. Miguel no tenía de qué disuadirse. El era grande, una víscera. Se miró con la punta de un gran cerro, cima nevada, mole de la tierra. Finalmente, entornando su vuelo hacia el poniente, en su horizonte encendido, navegó por los cielos y un cóndor observó sus devaneos. Al cabo de una hora de vuelo y prácticas Miguel aterrizó el Howard, driveó hasta el hangar y lo devolvió al mecánico a cargo. Luego, manejó su auto con pulcritud de vuelta a su hogar.

Miguel era dueño de un biplano monomotor Cessna para dos pasajeros. En él sacaba a pasear a su ex novia, Katleen, quien siempre lo hacía a regañadientes, pues no le gustaban las alturas y menos volando en algo que le parecía tan feble como el avión de su novio. Todas las superficies de mando en pleno vuelo se hallan bajo el completo gobierno del piloto, quien encabrita y pica el avión, lo vira, lo escora con movimientos suaves que imprime a los mandos timón y pedales, cosa que se hace con la mayor facilidad, casi sin esfuerzo, puesto que el mecanismo es muy sensible y da respuestas inmediatas. Gustábale mostrarle maniobras de vuelo a Katleen explicándole cada movimiento que hacía. Pero ésta, a fuer de mucho control, terminaba el vuelo llena de nauseas y mareos, negándose a la probabilidad de aprender a pilotear; y más aún: "lo pensaría mucho antes de volver a subirme a este avión tuyo". Mas, aquello ya pertenecía al pasado.

Katleen, Katleen..., ¡Ay, Katleen!, ¿por qué me dejaste de amar? ¿Para qué entonces? Cuán distinto resultó todo al final de cuentas. Lo que conversábamos y nos prometíamos en el parque de la hacienda regalada de plantíos de palmas, alejados del sendero, arrullados por la fresca sombra de los árboles adultos y rodeados de rosas silvestres: amor para toda la vida, juntitos los dos, el nidito de amor, home sweet home, el jardín y el dormitorio de nuestros futuros hijitos. Eran las palabras del momento y yo me creía el cuento. Claro que la coronación de besos con que formalizábamos esta romántica y convencida declaración despertaba mi lívido cuando metía las manos entre tu corpiño haciendo volar las dos palomas rosadas y cálidas, de pezón erecto, y besaba como guagua de pecho esas formas tan vivificantes, y, en una última osadía, te subía la pollera y ya sabes..., tu aroma imperdible se quedaba pegado en todo mi cuerpo, en todo él.

Pasado es pasado. Ahora, día sábado a medio día, Miguel se encuentra en su Cessna aprontándose para despegar. Debe volar con un turista inglés que se empeña en ver las crestas de las montañas nevadas desde lo más alto posible. El pasajero, un auténtico english man, lleva unas ridículas gafas oscuras -que bien pudo pedir prestadas a su madre-, unos anteojos de largavista y una pipa apagada en su boca adornada con un fino bigote castaño nicotineado. Hablaba ese inglés con acento engolado, lleno de "ous" y "eus".
-¿Tendremos buen tiempo? -preguntó.
-El mejor, mister Rawlison- le aseguré.
-¿Y esas nubes? -Me indicó unas pinceladas blancas desparramadas por el cielo como si fuesen cabellos canos despeinados.
-Son apenas unos cirros, nubecitas delicadas como plumas. Pronto las superaremos, a donde vamos sólo habrá nubes a mucha altura, nimbos que no nos impedirán ver el paisaje que usted desea, mister Rawlison.
-¡Qué bien, it´s all right! -dijo Rawlison, y se acomodó en su asiento, bregando un poco con la hebilla del cinturón de seguridad que le apretaba su abultada panza. Guardó silencio mientras yo iniciaba el proceso de despegue. Ese silencio se lo agradecí. Por lo general trato de hablar lo justo y necesario con mis clientes, quienes distraen mi concentración con su verborrea llena de curiosidad. De todas maneras trato de entretener al aprensivo turista relatándole la maniobra.
-Estamos saliendo en dirección al sur, puesto que el viento viene desde allá. Siempre se despega contra el viento, por más ligero que éste sea. La nariz del avión se ve por arriba del horizonte porque la cola todavía descansa sobre el suelo. ¿Se da cuenta? Ahora voy a acelerar, así, de a poquito; y vamos rodando.

La cola del aparato se ha levantado con un leve movimiento del bastón hacia delante, Miguel sigue acelerando hasta llegar a la velocidad máxima, luego de repetir el ritual de los siete árboles. Volar, primero como un ave, de preferencia un cóndor que es el que más alto vuela. Asciende en círculos, lento, majestuoso, describiendo largas curvas cerca de las cumbres de la montaña, mientras otea a su hembra que cien metros más abajo le sigue, haciendo lo mismo, pero en círculos menos amplios, estableciendo radio de dominio. El cóndor, al llegar a viejo, cuando ya las fuerzas no lo acompañan, inicia un definitivo vuelo de ascenso sin retorno, hasta que se desploma en el aire y cae para venir a refundirse con la tierra. Del mismo modo, la condoresa desciende en círculos hacia la presa que ya tiene localizada, sin apresurarse, prudente y cautelosa: un caballo muerto, un ternero, un cordero; mientras el macho vigila desde lo alto. Este ha de esperar a que la condoresa tenga la mortaja o la carroña en su poder para ir a posarse pesadamente junto a ella y darse el festín. Una vez satisfechos, la pareja debe reposar la digestión antes de emprender nuevamente el vuelo. Y para hacerlo deben contar con el espacio y la superficie suficiente para darse impulso mediante una carrera torpe, con la cual cobran fuerza y velocidad para elevarse, aprovechando además el viento en contra, igual que un avión. En caso contrario, el ave no podría desprenderse de la tierra debido al peso de su cuerpo. Volar así, libertad, como ángel imposible, como hombre, en avión o en planeador, ¡qué pena!, no hay otra forma.

A diez mil pies apreciaron, a la distancia, como alfombra multicolor depositada en la superficie, la parcela de un inmigrante finés que se dedicaba a cultivar flores. Allí había hermosas azaleas, rosas rojas, claveles, flores amarillas, blancas, matorrales de fina lavanda puesta a pleno sol, hortensias y toda una gama de variedades. Desde el aeroplano los colores se veían difusos, pero Miguel conocía esos terrenos porque había visitado con Katleen los plantíos en la primavera pasada. Su ex novia deseaba comprar algunos almácigos para su jardín y sus maceteros. Y era en primavera, al despertar la feracidad de la naturaleza, cuando a Katleen le gustaba disfrutar de las flores, jardines de donde quiera que fueran, olerlos, contemplarlos y sentirlos con toda intensidad. Según ella, este ejercicio le era muy estimulante, sutilmente afrodisíaco.

Rawlison se encuentra emocionado. Justo frente a él se alzan las montañas lechosas, cuyos picos llevan la corona de la inmortalidad. Miguel le señala la línea platidorada del curso de un río caudaloso.
-¡Le voy a mostrar el río, mister!- le dice a su pasajero levantando la voz para que éste le escuche a pesar de la motorada. Acto seguido voló perpendicular en dirección al río y viró hacia el oeste, cruzándolo. Pudieron observar la sombra del Cessna desplazándose hasta la otra ribera, y repitió la acción, esta vez hacia el este para que el gringo pudiese apreciar en todo su esplendor la belleza que los rodeaba. Las eses que Miguel ejecutó deben realizarse de manera que no disminuya ni aumente notablemente la altura de vuelo, pues de lo contrario no podrían considerarse como maniobras de precisión; y esto es excelencia. Es lo que todo cliente desea: eficiencia de servicio y calidad de vuelo. ¡Claro, todos desean retornar a sus hogares sanos y salvos!.

Minutos más tarde emprendieron el regreso a la pista de aterrizaje. Rawlison estaba satisfecho. Miguel comenzó el descenso con el motor a mínima potencia. En el descenso para aterrizar el avión baja y conserva su velocidad de vuelo por su propio peso, pero no lo hace verticalmente, sino que buscando el ángulo de planeo, porque en caso contrario no contaría con la sustentación suficiente para descender lentamente y posarse sobre el suelo con suavidad.

Ahora se encuentran a una altura de doscientos metros aproximadamente y se dirigen hacia el aeródromo en contra del viento, para que este mismo sirva de freno y reduzca rápidamente la velocidad de avance del aparato. Al principio, el ángulo de descenso fue bastante pronunciado, pero conforme se acercaban al campo, Miguel redujo el ángulo moviendo el bastón hacia atrás hasta encontrarse ya cerca del suelo y volando a nivel. La nariz del avión arriba del horizonte, ángulo crítico y ya está posándose sobre la pista. Un aterrizaje sobre tres puntos. Lleva el avión nuevamente al otro extremo de la pista hasta donde se ubican los hangares. Entregó el Cessna al mecánico y se despidió del turista inglés. Debía volver a la ciudad por asuntos pendientes.

¿Katleen? ¡Nada!, sólo el vuelo. Volar, volar, volar..., como un ave. Gracias Howard, gracias Cessna...