:: Preámbulo.
   Tsunami y Conciencia.

Por: Juan Pablo Yañez Barrios.

¿Cuántas personas mueren diariamente en el mundo por falta de comida? ¿Cuántas mueren por falta de atención médica? ¿Cuántos millones de personas pobres, expuestas a la miseria y a la muerte, existen en el planeta? ¿Cuántos niños mueren cada día en África simplemente porque no tienen agua limpia para beber? ¿Somos conscientes de la cantidad de muertos que sólo la agresión norteamericana en Irak ha producido?

Averigüe, y verá que los 150.000 muertos que produjo el último tsunami sobre el planeta es una cifra menor. Averigüe. ¿Averiguará, o quizás no tenga tiempo ni ganas de hacerlo? Porque suele suceder así: si se trata de un desastre natural, como un maremoto que deja miles de muertos, estamos ansiosos de ver las noticias y saber detalles, pero si se trata de la muerte cotidiana surgida del egoísmo humano -por ejemplo, el hambre que mata a miles de niños en el mundo- no nos molestamos especialmente en averiguar ni el cómo ni el cuándo y mucho menos el por qué.

Otros andan por ahí echándole la culpa a Dios porque las aguas furiosas del Índico mataron a miles de personas, y se hacen una pregunta francamente deshonesta: ¿Por qué permite Dios que desgracias como estas tengan lugar? ¿No sería acaso más cuerdo preguntarse por qué permite Dios que nosotros, la raza humana, provoquemos muerte, muerte y más muerte entre nosotros mismos, unos contra otros, en enfrentamientos bélicos y en el acaparamiento de riquezas universales que, por naturaleza, nos pertenecen a todos? ¿No sería más cuerdo preguntarse por qué Dios permite que cotidianamente alguna gente mate de hambre a otra gente, gente y más gente, adultos y niños, mientras, sentada frente al televisor, bebiendo refrescos chispeantes, mirando "comerciales" que invitan al delicioso consumo, se impresiona hasta la médula por las aguas asesinas del mar que muestran las noticias?

Dejémonos de estupideces, asumamos nuestra responsabilidad, no le echemos la culpa a Dios. No somos sus monigotes, sus títeres, sus gallinitas en el gallinero. Somos seres con conciencia que deben valérselas por sí mismos, seres con responsabilidades. Lo llamado divino no está ahí para que tomemos palco, sino para ponernos en el escenario, a ver si aprendemos que es nuestra propia conciencia la que va definiendo el fenómeno de la vida. El misterio de la Creación no puede comprenderse con el intelecto, ni tampoco el de la Destrucción, de modo que aquel que anda echándole la culpa a la mala suerte o la inconsecuencia divina, mejor que se preocupe de lograr darse cuenta de lo que significa ser humano, comprender que el destino personal es suyo y de nadie más, que depende únicamente de su propio actuar en el escenario de la vida.

Los desastres naturales no se deben ni a la casualidad ni a la mala suerte ni al mal divino. Una sacudida mortal de la naturaleza, como todo mal sin excepción, nace de desequilibrios de las energías que generan la vida. Esas energías están más allá de la comprensión intelectual, pero ellas reciben constantemente el poderoso influjo de otra energía, la de la conciencia humana. Si la civilización humana está chueca, entonces influye chuecamente a las fuerzas naturales, y éstas responden en consecuencia. El universo no consiste en tú y yo separados, en individuos desconectados unos de otros, sino en una red múltiple y heterogénea que nos incluye a cada uno y a cada cosa. Dicho en forma más clara, mientras más gente que no evoluciona haya sobre el planeta, más reacción estremecedora habrá por parte de la naturaleza. Esta afirmación, debido a que no es materia del intelecto, no es comprobable, pero no deja de ser una proposición plausible para entender los llamados fenómenos "del bien y del mal", para liberar a Dios de toda acusación y para, lo más importante, tomar conciencia de que las calamidades que nos toca vivir dependen, dicho en forma grosera, de nuestro propio egoísmo y estupidez como raza humana.