:: LINTERNA- TURA
   Yo soy "La Morsa".

Por: Por Francisco Javier Bécquer.

A Jorge Olavarría Pérez y John Lennon.

El sol se asoma como un pequeño bebé tras las montañas. Hay un olor a cerdo congelado. Muchos se preguntarán cómo es el olor del cerdo congelado, otros ya lo sabrán, pero insisto, de verdad se respiraba un olor verdaderamente a cerdo congelado. Recalco el término verdadero, porque algunos lo asimilarían con un cerdo artificial y manipulado genéticamente. En fin, el olor podría haber venido de los grandes frigoríficos que se asoman como colosos blancos detrás de la ciudad.
A medida que prosigo en mi caminar, acompañado como siempre del enigmático pájaro verde, un extraño obsequio que me envió el señor Juan Emar, observo que el cielo se torna entre gris y verde azulado y que justo en esos momentos este bendito pájaro lee mis pensamientos y repite en voz alta cualquier pensamiento y poema nacido de mi mente. Luego comunica con frenética alegría a los cuatro vientos que amo a Maggie con un pasión que superará a la de los grandes poetas de antaño y ahora. No siento vergüenza, porque nadie presta atención en la ciudad a los gritos de este pájaro verde.

Yo soy una morsa en medio de estas reflexiones. Yo soy la morsa de los viajes y de las dimensiones. Soy una morsa que hace cu-cu-cu-cu-cu-chú y prosigue su caminar en medio de las trabajólicas e hipócritas máquinas humanas. Hacía tiempo que yo había llegado del Polo Norte y no me podía acostumbrar a este modo de vida de los humanos, es por eso que los encontraba estúpidos y trabajólicos. La vida en la ciudad es lenta y monótona, y el más fuerte siempre trata de pisotear al más débil, y este último acepta, en su mayoría con sumisión, el atropello. Soy una morsa porque detesto al opresor burgués y a los poderosos que hacen callar de diversas corruptas formas a los medios que sí dicen la verdad. En verdad soy un bicho muy raro, una morsa muy especial, que se atreve a hablar y no caer en la censura. Y aunque cayeran estas palabras mías en la censura, igual seguiría hablando y diciendo cu-cu-cu-cu-cu-chú. Se supone, a todo esto, que las moras no hablan, pero yo, además, puedo escribir.

El sol ya ha salido hace rato, sin embargo la gente continúa como si nada y siguen robóticos de un lugar para otro en esta extraña ciudad llamada Santiago. Me han dicho, respecto a esto, que hacia las montañas se encuentra un hermoso y tranquilo lugar llamado Cajón del Maipo, donde viven, incluso para exagerar más este asunto, otras morsas como yo. Desde conejos, ratones, ratas miserables, loros, gatos, perros, perras y las inigualables cotorras. En fin, quiero ir a ese lugar y encontrarme con toda esa fauna. También me han dicho que hay extraños humanos, mezcla de perros, brujos negros y lagartos, que asisten a raros ritos de cruz, libro y un singular pan que devoran con patética alegría. Imagino yo, en estos momentos, qué pasaría si las morsas fuésemos caníbales, porque, según dicen, ese extraño rito significa comerse el cuerpo del hijo de dios. Yo, que soy una morsa, no entiendo mucho de esas cosas, pero sé que el hijo de dios somos todos los seres vivos de este universo y que no necesitamos comer de un extraño pan en unos ritos sin sentido para salvarnos. ¿Salvarnos de qué? Definitivamente no entiendo a los humanos. También sé, a través de una prima morsa que era de esa religión extraña, que ellos consideran hijo de dios a un gran humano (que realmente era semi-humano) que había venido a este mundo para hacernos saber que todos somos hijos de dios. Sus seguidores, casi todos humanos-monos, no entendieron su mensaje, y con el paso del tiempo crearon una religión basada en la falsedad, la mentira, la sangre y la opresión. Supe también que todo eso sucedió después que el gran hombre-ángel dio su vida por ellos y por el resto de esa humanidad. Bueno, yo soy la morsa, y eso que sé de aquellas gentes me da rabia. No me gustaría ser humano, por muy supuestamente inteligentes y civilizados que se crean. Prefiero mil veces ser una morsa por toda la eternidad. Pero volviendo a lo anterior, igual iría a ese Cajón del Maipo a ver a esas otras morsas. Quizás estén llenas de prejuicios morales y religiosos, pero yo no soy quien para juzgarlas. En todo caso, buscaré la paz de las montañas nevadas para descansar y escribir.

Prosiguiendo, aún sigo en medio de la ciudad, mirando con impotencia cómo los seres humanos siguen su caminar y no atienden a mi querido pájaro verde, que me pregunta si iremos al Cajón del Maipo para procrear con alguna lora criolla. En ese momento en que el pájaro verde me habla, las nubes quieren adueñarse del cielo, pero repentinamente un ángel sopla desde un edificio cercano y las nubes huyen enrabiadas hacia la Argentina. Allí mojarán con furia. Sigo en el paseo Ahumada, sumido en estas extrañas confusiones y no sé hacia donde embarcarme. Después me voy caminando hacia la Plaza de Armas, donde unos escolares vestidos de negro me miran extrañados.

-¿Qué bicho es este? -exclaman horrorizados.
-Soy una morsa -les respondo con orgullo-. Una morsa, pequeños monitos manipulados genéticamente. Parece que mucho regettón les hace mal al cerebro.

Me voy de allí y camino hasta llegar al cerro Santa Lucía, donde, después de registrarme como Morsalennon del Polo Norte con los guardias, que me miran como si fuera un loco, me encuentro con mis primos foca, lobo marino y nutria, que me estaban esperando para comenzar a ensayar.
-Los instrumentos están por ahí, primo, los cuida león marino.
-Bien -dije-, podemos después ir al Cajón del Maipo

Cuando el cielo ya era entre negro y marrón, guardamos los instrumentos, y después del sagrado pitillo del buen pasto de San Alfonso , nos fuimos hasta la casa de Papagayo, un amigo de mis primos, y nos recostamos en el jardín, pensando y hablando desde coherencias hasta incoherencias. Un hombre-huevo nos vio desde la calle y nos gritó:
-¿Hasta cuándo ustedes siguen creyéndose que volverán a sus respectivas tierras? ¡Soy el hombre-huevo y no podrán pasar sobre mí!
-¡Y yo soy la Morsa, estúpido!, ¿entendiste eso?

Detrás del hombre-huevo apareció un personaje conocido por nosotros, Lennon, el mismísimo John Lennon, que nos condujo a un extraño bus y nos hizo sentar. Reíamos de alegría, y en eso estábamos cuando la vista se me nubló, las imágenes se mezclaron y me vi en mi cama. Desperté sobresaltado y mirándome el cuerpo lloré con amargura... ¡Soy un humano! ¡Quiero ser una morsa!. Fue como si el mundo se fuese a acabar. Todo había sido un absurdo sueño, pero recapacite y pensé: sigo siendo una morsa aunque me hayan quitado esa ilusión.

Salgo a la calle del pueblo. En la esquina esta Maggie, que me espera. Me acerco a ella y me sonríe:
-¡Gracias, Morsa, por tus poemas! ¡Me llegaron al alma!
-Oye, ¿de verdad soy una morsa?
-Somos morsas

Nos tomamos de la mano y nos fuimos por las congeladas calles del pueblo de Iglú, y le conté mis pesadillas a Maggie-Morsa.
-Es simple -me dijo-, soñaste que eras hombre. En fin, un sueño dentro de otro, en el que obviamente eres la morsa...
-¿Aunque haya visto al hombre-huevo?
-Yo te amo, Morsa, ¿qué importan tus enemigos? Dime, ¿qué importan?...

San José, 2.6.2005.