:: EXPERIENCIAS LíMITE
    El basural.

Por: Gastón Soublette Asmussen.

Fragmentos de una investigación sobre la poética del acontecer.

Conozco una persona que ha luchado por no dejar de serlo, que ha abrazado la causa de las personas y quien por algún motivo que no pudo esclarecer en un primer momento, concibió el proyecto de visitar el “botadero” (basural) de Valparaíso. Con este fin contrató a cinco matones a quienes pagó previamente por su protección, pues se le hizo saber con anterioridad que si iba solo podía no salir vivo de su experiencia. Permaneció ahí durante dos horas, al cabo de las cuales comenzó a sentir síntomas de desvanecimiento. Con todo, en ese breve lapso vio lo que necesitaba ver para que su experiencia fuera todo lo edificante que se requiere como para dejar constancia escrita de ella. Vio la enfermedad de la tierra. Un mal curable, a pesar de todo. Un mal humano. Rastro de suciedad de una especie de ser vivo desarticulado del natural ordenamiento, pero que aún no pierde totalmente su humanidad. Conoció la cultura de los desechos encarnada por el sector más malogrado de la especie. El troglodita que deseándolo vivamente, no puede hallar el camino de retorno a su gruta ancestral y sólo aspira a guarecerse en la caverna

 

que el mismo ha cavado en la masa de su impureza acumulada por milenios de aire viciado y abusos de la mente y el cuerpo.

Pudo concebir tal vez el despiadado pensamiento de que los que allí viven, en sí mismos son sólo basura humana. Pero nada del estilo del “botadero” de Valparaíso pudo fundamentar en su mente una tal idea. Su memoria del hecho, a menudo reactivada, anima aún hoy en su visión interna el espectáculo insólitamente grato de ver numerosas banderas de la patria ondeando al viento, hábilmente colocadas en estacas clavadas en la masa semi blanda de lo que ahí se fue juntando y estratificando desde tiempos inmemoriales. Todas estaban sucias, pero no tanto como para que no pudieran distinguirse su diseño y sus colores. Algunas pequeñas, otras medianas. Entre ellas una que carecía de estrella... Interrogado el dueño sobre el porqué de esta anomalía, respondió que la estrella se le había volado al cielo.

Celosos de su espacio, estos artesanos del desecho suelen ser agresivos con los intrusos a quienes suponen la intención de disputarles su fuente de recursos. Uno de ellos, particularmente agresivo al parecer, habitaba en una caverna cavada en un bajo que tal vez él mismo había devastado para situar la entrada de su guarida en las estratas más profundas y, por eso, más antiguas del botadero. La entrada estaba tapada por una tela de saco, a través de la cual dejó oír su voz, sin asomarse para mirar a los que se aproximaban. Se limitó a insultar y a amenazar. Uno de los acompañantes, en voz alta, le hizo saber que no había razón para inquietarse, porque nadie le iba a quitar nada de lo suyo. Era un hombre pequeño, de unos cuarenta años, de pantalón raído y polera. Levantó la tela de la entrada y miró hacia fuera con desconfianza. El visitante, sin vacilar, se adelantó y lo saludó con cortesía, llamándolo “señor”. Hasta se atrevió a darle la mano. Su rostro ostentaba una cicatriz bastante larga en posición diagonal. Era una cara cortada, y de seguro tenía otras cicatrices en su cuerpo. El respondió al saludo cortésmente también, y sonrió, y sin mediar más palabras dijo: Yo soy el cordero... El visitante lo miró fijo tratando de entender el significado de tan peregrina declaración, y le preguntó por qué él se presentaba de ese modo. Él le respondió entonces: Si usted entra en mi casa lo sabrá. Los acompañantes desaconsejaron una tal osadía y se lo hicieron saber con un solo movimiento de cabeza. Pero el invitado ya lo había decidido dentro de él y corrió el riesgo de entrar a la caverna de desechos. Los otros lo esperaron afuera sin entender el sentido de su acción, aunque uno de ellos montó guardia a la entrada. Lo conocían como el señor profesor y les costaba aceptar que un caballero educado como él quisiera hacer algo semejante. Dentro había una mesa y una silla pequeñas. Un colchón de espuma y un saco de dormir. Pegados a las murallas había muchas imágenes encontradas en años de búsqueda por esos desparramos. El troglodita, tomando una vela encendida, se aproximó a una de esas imágenes y la alumbró. Era un póster en el que aparecía el maestro Jesús llevando un cordero blanco en torno a su cuello, cogido por las extremidades, igual a otro que en su infancia él había visto en un “santito” entre otros, que su padre le mandó hacer cuando hizo su primera comunión en 1937. Entonces el hombre, mirándolo fijo e indicando con el dedo al cordero, le dijo: Ese corderito soy yo...