permeaba
a través de los carros. Pocas veces hicimos el viaje
en automotor, y cuando lo hicimos me parecía estar
subiendo a un trasbordador espacial. Para mí era como
un viaje al cielo. Cuando me enteré de que el tren
había sido eliminado y las vías levantadas,
fue como si me hubieran cortado un brazo.
Había
en la calle Comercio un almacén de abarrotes de propiedad
de una familia Quintana, si mal no recuerdo. Operaba un servicio
de micros a San José, que no sé si se extendía
hasta San Alfonso o más adentro. Me fascinaba una bomba
gasolinera que estaba en la angosta vereda. Uno tenía
que mover una palanca y bombear su propia bencina a un cilindro
de vidrio montado sobre la bomba. Este cilindro medía
la cantidad de litros comprados, que luego se vaciaban al
tanque del vehículo. ¡Qué vida mas complicada
la de entonces! Otra familia que se me viene a la mente son
los Luna, que me parece residían en Melocotón
y que se dedicaba a la ganadería. También recuerdo
el nombre del señor cura de la Iglesia de San José,
el Padre Berríos, y una institución en la calle
Comercio dedicada al cuidado de personas con tuberculosis,
llamada Laennec.
Cuando
pasábamos la noche en Guayacán no podía
quitar los ojos del cielo pavimentado de estrellas. Algo que
hasta el día de hoy no puedo entender eran unas luces
que frecuentemente se veían cerca de las cumbres, frente
al Sanatorio Militar. Se parecían a una línea
de personas con linternas que se movían en forma coordinada
en la oscuridad de la noche. Seguían una trayectoria
regular, y se me explicó que eran andariveles. Más
tarde, en mis frecuentes visitas a los cerros, nunca vi vestigios
de tales vehículos. ¿Los hubo? ¿Para
qué necesitaban luces? ¿Ovnis?
Después
de mi décimo cumpleaños recibí la llamada
de la montaña y me convertí en andinista. Algunos
nombres de lugares que tengo en la mente son El Valle del
Río Yeso, El Puente del Diablo, una caída de
agua llamada El Velo de la Novia. No tengo idea dónde
en el Cajón estaban, pero estoy casi seguro que era
cerca de Los Queltehues o El Toyo. Son tantos los años
ya, que los lugares se entrelazan en mi cabeza como mimbre
en un canasto.
Desde
la casa de mi amigo Pedro León Astorga, en El Canelo,
organizamos varias excursiones. En El Manzano tomábamos
un sendero que subía por la quebrada del mismo nombre.
En la esquina que este sendero formaba con el camino principal,
había un lugar donde uno podía arrendar mulas
y caballos. El sendero se remontaba en zigzag hasta lo que
entonces conocíamos como Los Azules. Pasaba por un
bosque de canelos tan tupido que nos daba la impresión
de un largo y refrescante túnel. Luego nos llevaba
a una tremenda piedra con su base parcialmente comida por
erosión, que nos servía de refugio, por lo que
le llamamos Casa de Piedra. De ahí el sendero se ponía
mas inclinado y el paisaje se transformaba dramáticamente
de tranquilo y apacible a uno realmente andino, sin árboles
y escarpado, hasta llegar al Refugio del Club Alemán
de Andinismo, en Los Azules, donde la vegetación sólo
era pasto y hierbas (y piedras)... Fuimos en varias ocasiones
a este refugio, en verano e invierno. En una de estas visitas
regresamos a Santiago por La Reina, después de subir
el cerro San Ramón. ¡Una caminata bien larga!
En la
reciente visita que hice al Cajón tuve la suerte de
poner mis manos en el ejemplar Nº 20 de su revista,
y revivieron tantos recuerdos de mi juventud. Hoy, de más
de 65 años, llevo dentro de mí un pedazo del
Cajón. Al menos, en mi casa aquí en Estados
Unidos, tengo en mi jardín, como un monumento al Cajón,
mi flor preferida, que es el Dedal de Oro, Amapola Californiana
o Eschscholzia Californica, flor que siendo tan sencilla y
humilde, llena de vida y color las laderas de los cerros del
Cajón, al igual que lo hace con mis sentimientos. Gracias
a la facilidad de la Internet, podré seguir disfrutando
de su publicación.
Sinceramente,
Eduardo
Vera
Fredericksburg,Virginia
U.S.A.