:: TRAYECTOS DE VIDA.
    Una fiesta inolvidable.

Por:Ana María Arrau Fontecilla.

Conozco una familia muy especial, en que los cuatro integrantes tienen algo de artistas. El papá diseña muebles y hace artesanía, la madre pinta al óleo, hace esculturas, trabaja las cerámicas, y los dos hijos lolos son músicos y tienen una orquesta con amigos. Todos bailan y son muy entretenidos. Siempre hacen fiestas en su casa y sus amistades también son de ese medio.

La última vez que hicieron fiesta, recuerdo que llegué con una botella de pisco sour y, en la otra mano, una bebida grande. La casa está pintada de lila y en su interior cada mueble y cada adorno es de un muy buen gusto. Entramos saludando a los invitados. Todo estaba a
media luz, la música sonaba alegremente y la gente era muy simpática. Recuerdo que saludé a un joven vestido de negro entero y cabello teñido de varios colores. Le colgaban adornos de metal en la ropa, en la cara y en los zapatos. Después observé varias muchachas con la cabeza de diferentes colores, la ropa totalmente extravagante y bien colorida. Finalmente me acerqué a un grupo de jóvenes que reían y hablaban no se qué. Había uno que estaba sentado en un sofá y me dijo: ¿querís fumar? Haciéndome la graciosa le contesté ¿y en qué topamos?, y me senté a su lado. Al instante llegó el dueño de casa y me pasó un vaso con un trago de bienvenida.

Sentada al lado de este punk me fijé en que vestía una chaqueta y un pantalón color metal, y debajo de la chaqueta una polera negra. El cabello, teñido de varios colores, y colgantes y cosas de metal en la cara. Pensé, me siento súper bien, este ambiente me agrada. Luego observé que en la pared de enfrente existía un mueble que contenía no se qué, supuse que era el equipo de música que sonaba suavemente. Sobre el mueble colgaba un cuadro pintado al óleo que reflejaba un paisaje de árboles y un camino que llevaba a una casita de campo sobre unas colinas, todos los colores bellamente combinados. El camino era hermoso, de un verdor que nunca antes había visto.

Reflexionaba sobre el verde del camino y vi que dos vaquitas me llamaban: Anita María, ven. Fue así que, un tanto sorprendida de que supieran mi nombre, fui. Les observé la piel de colores. Eran entre rosado y lila, ingeniosamente entrelazados. Les brillaba como un sol de amanecer. Recuerdo que reían y me dijeron ¡vamos al castillo! Vaya, me dije, yo juraría que era una casita de campo la que está al final del camino, pero en fin. Ambas llevaban zapatos de taco alto y unos collares brillantes colgando que les combinaban muy bien. De repente, por el otro costado del camino, aparecieron dos perros blancos, lanudos, hermosos, grandes y también muy risueños. Sus pieles era como mirar un tubo fluorescente, pero sin que molestara la luz. Yo los tocaba y me parecían que eran abrigos de piel. Sonriendo, me dijeron vamos al castillo que nos están esperando. El camino era tan suave que me sentí como en las nubes. El pasto verde que lo cubría invitaba a continuar en esta aventura. Luego apareció, desde detrás de unos árboles, el señor león. Era grande, peludo, y caminaba en dos pies. Me pasó su brazo peludo y suave sobre los hombros y me dijo ¡nos están esperando! Sentí su aroma tan exquisito que me dejé llevar sin resistencia. Vestía un traje color café claro que por su fina confección le daba el aire de un gran señor. Hablaba en susurros, y sus palabras graciosas hacían reír a todo el grupo. ¡Qué contentos íbamos hacia el castillo, todos en patota!.

El castillo tenía un amplio antejardín con plantas tan hermosas como nunca había visto, y de diversos colores, tamaños y formas. Todas las plantas nos saludaban y sonreían. Luego del jardín había una ancha entrada con una escalera de mármol, alta, inmensa y llena de escalones que ni sentí al subirlos. Entramos al castillo. Estaba entero iluminado. Sus paredes, techo y piso eran de color oro resplandeciente. Todo brillaba. Los sonidos que se escuchaban eran suaves como un arrullo, y desde el techo caían rayos de todos colores que brillaban acariciando mi piel. De pronto apareció él, el Rey, vestido de oro con piedras preciosas que adornaban su elegante traje. Era alegre y su cara me pareció de alguien conocido. Nos saludó y me invitó a bailar. ¡Qué bien bailaba! Todos mis acompañantes también bailaban, y la música era contagiosa, armoniosa. Parecía de otro planeta por lo bien que se escuchaba.

Recuerdo que bailé y bailé con el Rey toda la noche. Dábamos vueltas y vueltas por la inmensa pista del bello castillo. Era tal la intensidad del baile, que el Rey me dijo ¿vamos a volar? Le contesté que sí, y en un abrir y cerrar de ojos se abrió el techo y salimos flotando por los cielos. También vinieron los invitados que estaban en la fiesta, y todos volamos sobre el hermoso castillo. Que sensación más exquisita es la de volar por los cielos. Es algo inexplicable, es la plenitud misma. Recuerdo que de tanto volar, el Rey me dijo te esperaré siempre, no me olvides, ven nuevamente a mi castillo.

También me recuerdo sentada en el sofá. Pero ya no estaba a mi lado el punk. Miré a mi alrededor y vi a dos o tres personas durmiendo en otros sillones. La música seguía sonando. Mi acompañante no se veía por ninguna parte, y de los dueños de casa, ni luces. La puerta de calle estaba entreabierta y un rayo de sol se asomaba. El sol del amanecer, pensé. Así fue como me subí a mi auto y regresé a mi casa a dormir.