media
luz, la música sonaba alegremente y la gente era muy
simpática. Recuerdo que saludé a un joven vestido
de negro entero y cabello teñido de varios colores. Le
colgaban adornos de metal en la ropa, en la cara y en los zapatos.
Después observé varias muchachas con la cabeza
de diferentes colores, la ropa totalmente extravagante y bien
colorida. Finalmente me acerqué a un grupo de jóvenes
que reían y hablaban no se qué. Había uno
que estaba sentado en un sofá y me dijo: ¿querís
fumar? Haciéndome la graciosa le contesté ¿y
en qué topamos?, y me senté a su lado. Al instante
llegó el dueño de casa y me pasó un vaso
con un trago de bienvenida.
Sentada
al lado de este punk me fijé en que vestía una
chaqueta y un pantalón color metal, y debajo de la
chaqueta una polera negra. El cabello, teñido de varios
colores, y colgantes y cosas de metal en la cara. Pensé,
me siento súper bien, este ambiente me agrada. Luego
observé que en la pared de enfrente existía
un mueble que contenía no se qué, supuse que
era el equipo de música que sonaba suavemente. Sobre
el mueble colgaba un cuadro pintado al óleo que reflejaba
un paisaje de árboles y un camino que llevaba a una
casita de campo sobre unas colinas, todos los colores bellamente
combinados. El camino era hermoso, de un verdor que nunca
antes había visto.
Reflexionaba
sobre el verde del camino y vi que dos vaquitas me llamaban:
Anita María, ven. Fue así que, un tanto sorprendida
de que supieran mi nombre, fui. Les observé la piel
de colores. Eran entre rosado y lila, ingeniosamente entrelazados.
Les brillaba como un sol de amanecer. Recuerdo que reían
y me dijeron ¡vamos al castillo! Vaya, me dije, yo juraría
que era una casita de campo la que está al final del
camino, pero en fin. Ambas llevaban zapatos de taco alto y
unos collares brillantes colgando que les combinaban muy bien.
De repente, por el otro costado del camino, aparecieron dos
perros blancos, lanudos, hermosos, grandes y también
muy risueños. Sus pieles era como mirar un tubo fluorescente,
pero sin que molestara la luz. Yo los tocaba y me parecían
que eran abrigos de piel. Sonriendo, me dijeron vamos al castillo
que nos están esperando. El camino era tan suave que
me sentí como en las nubes. El pasto verde que lo cubría
invitaba a continuar en esta aventura. Luego apareció,
desde detrás de unos árboles, el señor
león. Era grande, peludo, y caminaba en dos pies. Me
pasó su brazo peludo y suave sobre los hombros y me
dijo ¡nos están esperando! Sentí su aroma
tan exquisito que me dejé llevar sin resistencia. Vestía
un traje color café claro que por su fina confección
le daba el aire de un gran señor. Hablaba en susurros,
y sus palabras graciosas hacían reír a todo
el grupo. ¡Qué contentos íbamos hacia
el castillo, todos en patota!.
El castillo
tenía un amplio antejardín con plantas tan hermosas
como nunca había visto, y de diversos colores, tamaños
y formas. Todas las plantas nos saludaban y sonreían.
Luego del jardín había una ancha entrada con
una escalera de mármol, alta, inmensa y llena de escalones
que ni sentí al subirlos. Entramos al castillo. Estaba
entero iluminado. Sus paredes, techo y piso eran de color
oro resplandeciente. Todo brillaba. Los sonidos que se escuchaban
eran suaves como un arrullo, y desde el techo caían
rayos de todos colores que brillaban acariciando mi piel.
De pronto apareció él, el Rey, vestido de oro
con piedras preciosas que adornaban su elegante traje. Era
alegre y su cara me pareció de alguien conocido. Nos
saludó y me invitó a bailar. ¡Qué
bien bailaba! Todos mis acompañantes también
bailaban, y la música era contagiosa, armoniosa. Parecía
de otro planeta por lo bien que se escuchaba.
Recuerdo
que bailé y bailé con el Rey toda la noche.
Dábamos vueltas y vueltas por la inmensa pista del
bello castillo. Era tal la intensidad del baile, que el Rey
me dijo ¿vamos a volar? Le contesté que sí,
y en un abrir y cerrar de ojos se abrió el techo y
salimos flotando por los cielos. También vinieron los
invitados que estaban en la fiesta, y todos volamos sobre
el hermoso castillo. Que sensación más exquisita
es la de volar por los cielos. Es algo inexplicable, es la
plenitud misma. Recuerdo que de tanto volar, el Rey me dijo
te esperaré siempre, no me olvides, ven nuevamente
a mi castillo.
También
me recuerdo sentada en el sofá. Pero ya no estaba a
mi lado el punk. Miré a mi alrededor y vi a dos o tres
personas durmiendo en otros sillones. La música seguía
sonando. Mi acompañante no se veía por ninguna
parte, y de los dueños de casa, ni luces. La puerta
de calle estaba entreabierta y un rayo de sol se asomaba.
El sol del amanecer, pensé. Así fue como me
subí a mi auto y regresé a mi casa a dormir.