::  CREER, PENSAR.
    Meditación y oración.

Por Gastón Soublette Asmussen.

“Sin meditación (contemplación) no se puede hacer nada”. Esta perentoria afirmación aparece en el libro “El secreto de la Flor de Oro” del maestro Lü Dsu (siglo VIII. d.c.). Se trata de un libro escrito durante el período de la dinastía Tang en China, en el cual se hace una feliz síntesis del Taoísmo, el Confucianismo y el Zen. Es el único texto chino que conozco en el cual se dice expresamente que lo que Confucio llama “visión central” es lo mismo que el estado de contemplación (meditación profunda) a que se refieren los textos del yoga taoísta y budista Zen. Tal es lo que podríamos llamar un “ecumenismo” chino.

El que esto escribe es católico. Cree en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Cree en Jesucristo y en la Iglesia, pero eso no le impide juzgar la afirmación del maestro Lü Dsu como una verdad grande como una catedral. Ninguna persona sensata podría negar que el hombre, antes de tomar una decisión su mente, pasa por un momento o instancia de reflexión, esto es, un examen de sí misma. Aunque la persona no sepa nada de eso que llamamos “meditación”, casi por instinto, busca previamente dentro de sí los pensamientos que conviene movilizar (según su criterio) frente a una situación dada. Pero lo que tal vez esa persona no esté en condiciones de percibir, es que esos pensamientos, antes de alcanzar la forma que les permite aflorar en el plano consciente, son intuiciones sin forma verbal que emergen del corazón.

Esas intuiciones que preceden a los pensamientos, en su raíz

última, son certeras. Me refiero a eso que en lenguaje folklórico se denomina “corazonada”. Aunque en la mayor parte de los casos, su verdad suele ser alterada por impulsos inconscientes que la desvían hacia la idea básica que la persona se ha formado del mundo, de sí misma y de las demás personas, que por lo general es muy pobre. Por eso es que podemos afirmar que originalmente la verdad está oculta dentro de nuestro corazón, pero nuestro YO hace un mal uso de ella. Para corregir esta anomalía, todos los pueblos en sus tradiciones espirituales han elaborado procedimientos de trabajo interior que les permita alcanzar esa fuente de luz. Los únicos pueblos que han seguido un camino diferente, pero conducente a la misma meta, son los que pertenecen a religiones monoteístas reveladas, como la religión del antiguo Israel, El Cristianismo y el Islam. Para estos pueblos se trata de fijar su corazón en el Dios único, señor y creador de todo cuanto existe, mediante la práctica de la oración, individual y comunitaria; vivir en comunidad sus preceptos y alcanzar mediante la humildad y el sometimiento de su humanidad a la trascendencia, una calidad humana personificada en el modelo del “justo”. Si nos atenemos a la visión del hombre que esos mismos pueblos han profesado y enseñado, resulta que ese sometimiento de nuestra humanidad a la trascendencia divina, pasa por un situarse interiormente en la instancia suprema de la conciencia, ésa que llamamos espíritu, que los hindúes llaman Atman, y que los hebreos llaman Ruah. En la sociedad hebrea, el personaje que en la India es llamado con el nombre de Gurú, es el profeta, o el maestro de la Ley (Torah). En los tiempos más tardíos, es el maestro “cabalista”.

En lo que se refiere a la meditación del extremo oriente, de cualquier escuela, ella está basada en un supuesto que conviene explicitar. En la tradición monoteísta, es Dios quien nos busca a nosotros, sin que ni siquiera hayamos hecho méritos para un tal privilegio (vocación de Abraham, de Moisés, de Mahoma). De ese principio emana la tendencia a poner todo el énfasis en ÉL, y muy poco énfasis en las posibilidades intrínsecas del hombre mismo. En el extremo oriente, el supuesto es inverso. Somos nosotros quienes buscamos la trascendencia, comenzando por nosotros mismos, por eso existe el yoga y la meditación, mediante la cual el meditante se sitúa en su Atman (espíritu individual) para alcanzar la Paratman (espíritu universal). Pero sea como fuere, la práctica de la meditación en el hombre occidental moderno, cuando se hace correctamente y da sus frutos, verifica automáticamente la concepción del hombre que esa actitud lleva implícita. Por eso es que también hubo grandes místicos en la Iglesia, muchos de los cuales escribieron tratados sobre la meditación (San Francisco de Sales) que esencialmente no difieren de los tratados escritos por los Bahktas (devotos) de la India. Otro tanto puede decirse de los místicos islámicos conocidos bajo el nombre de “Sufís”. Aunque en estricta doctrina, el proceso de trabajo sobre sí mismo de las escuelas orientales pone más su énfasis en la “autorrealización” que en la “gracia”, de modo que la mística cristiana y sufí se emparentan más con la del extremo oriente que con el concepto de santidad implícito en la Biblia y en el Corán.

Volviendo a la posición real que el hombre occidental moderno tiene, no puede negarse que finalmente se ha producido una feliz síntesis del monoteísmo hebreo, islámico y cristiano, con las disciplinas del trabajo interior enseñadas por los maestros del extremo oriente. Es así como un sacerdote católico recientemente fallecido y muy conocido en nuestro ambiente, me decía que su fe en Jesucristo y en la Iglesia no sufre ninguna alteración por el hecho de que él lea los sutras budistas y practique la meditación Zen. Es cierto que, en cristiano, nada puede superar la oración, pero en los hechos, esto es, lo que nos toca vivir mecánicamente en el día a día de esta civilización racionalista y materialista, el “halt” de la meditación es una instancia que viene a ser como el contraconcepto espiritual de la secuencia de hechos de nuestra cotidianeidad.