:: CRÓNICAS DEL CAJÓN
    En busca del oro.

Por: Juan Carlos Edwards Vergara.

Me encontré con Manuel Mesa -Mesita- a las 09:15 en el Camino El Volcán, a la entrada de su casa que mira a El Ingenio. Es un chileno de ésos de la batalla de Yungay. Le dije que el próximo monumento al Roto Chileno debe tener su cara. Bajo, de bigote recortado, duro como las rocas de la cordillera y sin miedo a nada. Fue minero, boxeador, y unos problemas que arregló con su cuchillo le costaron algunos años de vacaciones forzadas. Amigo leal, fiel y generoso, como corresponde a un chileno de verdad. Claro que también tiene defectos, como su genio violento. Pero no hablemos de sus problemas, porque están opacados por sus muchos méritos. Era un día caluroso, despejado, con un sol que no daba tregua. En San Gabriel compramos unos panes con queso y arrollado, y una mineral. Algo para comer y beber en la montaña. Cero alcohol, ya que en los senderos que vamos a recorrer es muerte segura.

Saliendo del pueblo, por el lado izquierdo del río Yeso, el arriero Héctor Rojas -El Quico- nos espera con los caballos en la majada de los Tobar. Partimos a encontrar una mina
abandonada, aterrada (tapada por los rodados), que puede tener oro. Preferimos irnos por una huella que sube hasta la cima de la montaña, a unos 600 metros sobre el río Yeso, ya que la que va directamente a la mina está muy peligrosa. Un hijo de Tobar nos espera para guiarnos. El muchacho la sube todos los días en busca de la majada de cabras que pastorea entre riscos y precipicios. Ascendemos por la huella de cabras, con una pendiente que nos obliga a detenernos cada tres minutos para que los caballos descansen y no se revienten.

Cuando íbamos a unos ciento cincuenta metros sobre el río, había que pasar un rodado. El sendero se estrechaba un poco. Cruzaron El Quico y “Mesita”. Seguí detrás, confiado, y cuando el caballo estaba llegando al otro lado perdió el equilibrio y empezó a arañar con las patas delanteras tratando de afirmarse. Fue peor, porque desmoronó su punto de apoyo y perdió el control de sus patas traseras, que comenzaron a deslizarse por la pendiente que nos esperaba cariñosa con sus cien metros de piedras movedizas. Alcancé a sacar los pies de los estribos y me incliné hacia el rodado, cayendo sobre mi hombro mientras el caballo rodaba unos catorce metros y, con dificultad, lograba detener su caída. Entretanto, arañando como un gato, logré subirme al sendero sin más lesiones que un moretón en el hombro y un pedazo de uña perdido.

Una vez que El Quico y Mesita vieron que yo estaba vivo y sano, se preocuparon del caballo. El pobre estaba acostado sobre las piedras, observando qué hacer, ya que cualquier movimiento en falso lo llevaría precipicio abajo. Afortunadamente, al borde del rodado hay matorrales, y mientras El Quico bajaba con una cuerda para ayudarlo, el caballo se paró entre ellos. Estaba tan sano como el jinete, fuera de unos pelones sin mayor importancia. Volví a montarlo y seguimos tras el oro. Creo que si hubiera sido otro el objetivo me habría devuelto, pero el oro es así, te ciega. Es como la mujer, te lo juegas todo por ella sin medir las consecuencias.

La montaña, a medida que se sube, cada vez tiene menos vegetación. Nuestros últimos cien metros, hasta la cumbre, eran sólo de arbustos, piedras sueltas, tierra y una vista hermosísima. Abajo, el pueblo de San Gabriel cabe en mi mano. La central hidroeléctrica de Los Queltehues parece un juguete de mis nietos. La hacienda El Ingenio, con sus potreros, montes, nogales y pueblo, se ve dibujada como un mapa. El río Yeso avanza con sus aguas cristalinas entre los cerros. Se junta con el Maipo, que avanza barroso por el otro valle.

Descendimos, con la muestra mineral asegurada. Yo bajé un buen trecho a pie y después volví a montar. La experiencia me había dejado muy sensible, por no decir temeroso, aunque ahora quiero repetirla para matar el chuncho. Cuando llegué a mi parcela, después de tomarnos una cerveza en el restaurante La Frontera de San Gabriel, me esperaba mi gato negro, Micifuz. ¿Me llevé alguna de sus siete vidas para salvarme?... tal vez, mas no fue necesario arrancárselas todas. Pero tengo que advertirle que tiene menos vidas y debe cuidarse más. Hay zorros y águilas que quieren darse un festín con él. Pero Micifuz es cuidadoso. Sale a incursionar detrás de mí y vuelve como celaje cuando entro a la casita. También me esperaban los tordos, posados sobre los gigantescos pinos. Los quiero como los druidas querían a los cuervos. Sin embargo, hay gente que los mata porque comen fruta. ¿Y qué quieren que coman? Los protejo y aquí se refugian. Vengan todos los tordos, que yo los cobijo.

¿Y el Oro? Analizaremos las muestras para ver su calidad. Es la apuesta. Veremos qué pasa. Pero hay cosas que valen más que el oro. Por lo menos para mí. Como dijo el poeta persa Kisai, al vendedor de rosas: Tú que vendes rosas, ¿por qué las vendes por dinero? ¿Qué puedes comprar con el dinero de las rosas que fuera más gracioso que las rosas? Agrego: ¿Qué puedo comprar con todo el oro del mundo más gracioso que los seres que amo?

Voy tras el oro, sin perder el juicio.

San José de Maipo, 20.2.2006.