abandonada,
aterrada (tapada por los rodados), que puede tener oro. Preferimos
irnos por una huella que sube hasta la cima de la montaña,
a unos 600 metros sobre el río Yeso, ya que la que va
directamente a la mina está muy peligrosa. Un hijo de
Tobar nos espera para guiarnos. El muchacho la sube todos los
días en busca de la majada de cabras que pastorea entre
riscos y precipicios. Ascendemos por la huella de cabras, con
una pendiente que nos obliga a detenernos cada tres minutos
para que los caballos descansen y no se revienten.
Cuando íbamos
a unos ciento cincuenta metros sobre el río, había
que pasar un rodado. El sendero se estrechaba un poco. Cruzaron
El Quico y “Mesita”. Seguí detrás, confiado, y
cuando el caballo estaba llegando al otro lado perdió
el equilibrio y empezó a arañar con las patas
delanteras tratando de afirmarse. Fue peor, porque desmoronó
su punto de apoyo y perdió el control de sus patas traseras,
que comenzaron a deslizarse por la pendiente que nos esperaba
cariñosa con sus cien metros de piedras movedizas. Alcancé
a sacar los pies de los estribos y me incliné hacia el
rodado, cayendo sobre mi hombro mientras el caballo rodaba unos
catorce metros y, con dificultad, lograba detener su caída.
Entretanto, arañando como un gato, logré subirme
al sendero sin más lesiones que un moretón en
el hombro y un pedazo de uña perdido.
Una vez
que El Quico y Mesita vieron que yo estaba vivo y sano, se preocuparon
del caballo. El pobre estaba acostado sobre las piedras, observando
qué hacer, ya que cualquier movimiento en falso lo llevaría
precipicio abajo. Afortunadamente, al borde del rodado hay matorrales,
y mientras El Quico bajaba con una cuerda para ayudarlo, el
caballo se paró entre ellos. Estaba tan sano como el
jinete, fuera de unos pelones sin mayor importancia. Volví
a montarlo y seguimos tras el oro. Creo que si hubiera sido
otro el objetivo me habría devuelto, pero el oro es así,
te ciega. Es como la mujer, te lo juegas todo por ella sin medir
las consecuencias.
La montaña,
a medida que se sube, cada vez tiene menos vegetación.
Nuestros últimos cien metros, hasta la cumbre, eran sólo
de arbustos, piedras sueltas, tierra y una vista hermosísima.
Abajo, el pueblo de San Gabriel cabe en mi mano. La central
hidroeléctrica de Los Queltehues parece un juguete de
mis nietos. La hacienda El Ingenio, con sus potreros, montes,
nogales y pueblo, se ve dibujada como un mapa. El río
Yeso avanza con sus aguas cristalinas entre los cerros. Se junta
con el Maipo, que avanza barroso por el otro valle.
Descendimos,
con la muestra mineral asegurada. Yo bajé un buen trecho
a pie y después volví a montar. La experiencia
me había dejado muy sensible, por no decir temeroso,
aunque ahora quiero repetirla para matar el chuncho. Cuando
llegué a mi parcela, después de tomarnos una cerveza
en el restaurante La Frontera de San Gabriel, me esperaba mi
gato negro, Micifuz. ¿Me llevé alguna de sus siete
vidas para salvarme?... tal vez, mas no fue necesario arrancárselas
todas. Pero tengo que advertirle que tiene menos vidas y debe
cuidarse más. Hay zorros y águilas que quieren
darse un festín con él. Pero Micifuz es cuidadoso.
Sale a incursionar detrás de mí y vuelve como
celaje cuando entro a la casita. También me esperaban
los tordos, posados sobre los gigantescos pinos. Los quiero
como los druidas querían a los cuervos. Sin embargo,
hay gente que los mata porque comen fruta. ¿Y qué
quieren que coman? Los protejo y aquí se refugian. Vengan
todos los tordos, que yo los cobijo.
¿Y
el Oro? Analizaremos las muestras para ver su calidad. Es la
apuesta. Veremos qué pasa. Pero hay cosas que valen más
que el oro. Por lo menos para mí. Como dijo el poeta
persa Kisai, al vendedor de rosas: Tú que vendes rosas,
¿por qué las vendes por dinero? ¿Qué
puedes comprar con el dinero de las rosas que fuera más
gracioso que las rosas? Agrego: ¿Qué puedo comprar
con todo el oro del mundo más gracioso que los seres
que amo?
Voy tras
el oro, sin perder el juicio.