:: LINTERNA- TURA
    El Canario.

A mi hija Paula - 17 Enero 1994

Por: Enrique Gray.

Eusebio, la cita es a las cinco. Notaría Fidelis. El interesado quiere examinarlo antes. Dijo que el precio le parecía razonable siempre que fuera un genuino Ford 57. Confesó que coleccionaba autos antiguos, lo que no me hizo mucha gracia. Pero en fin, lo que importa es venderlo, no tenemos alternativa.

Preguntó por el estado del motor y radiador. Le dije que no se habían dañado. La prueba es que irás en el mismo auto. Le
expliqué que sólo estaban afectados parte de la carrocería y un farol. No olvides: a las cinco en punto. Notaría Fidelis.

No sé que me dio por salir esa tarde de aguacero. Te dejo el cacharro, me dijiste, por si tienes que ir al súper o a la farmacia, pero se me ocurrió ir a pagar la luz, aunque faltaban unos días para el vencimiento. Cosas de costumbres: no dejar para mañana... porque, ¿qué más daba pagarla o no pagarla? Muchos momentos deliciosos los hemos pasado a oscuras, como aquel apagón general que llegó hasta Nueva York, ¿lo recuerdas? Si hasta creo que fue esa la causa de este nuevo paquetito que patalea en mi guata. Pero fui no más. Y claro, tuvo que suceder.

Cuando vi el camión encima sólo pensé en el bebé, y cerré los ojos con las manos sobre mi vientre. Desperté en la Posta. ¿La guagua?, fue lo primero que pregunté, y cuando ya la sentí dentro, pregunté por el Canario. Nadie sabía nada del vehículo, y tú me contaste después que lo habías recibido de los carabineros con las llaves puestas, un farol tuerto y abollón en la puerta derecha.

El Canario. Lo bautizamos así cuando, recién comprado, decidiste pintarlo de amarillo. Recuerdo tu explosión emancipadora una tarde de verano cuando llegaste de la oficina chorreando sudor hasta por los bigotes. “Me cansé de colgar de las pisaderas. Me cansé del hedor a sobacos. Me cansé de las colas en las esquinas: compraremos un cacharro aunque tenga que sacarme la cresta trabajando horas extra. Ahorraremos, no más piscosour, no más cigarrillos, cine una vez cada dos semanas, y echaremos hasta la última chaucha en un tarro para ponerle ruedas”. Así lo anunciaste, bufando como un toro, y yo te creí, sobre todo cuando desaparecieron los puchos de los ceniceros. ¿Tú dejando de fumar? Era un milagro.
Y como un milagro oí el bocinazo en la calle meses después y salí con los niños como un torbellino, y allí estaba el soberbio tarro, algo subdesarrollado y falto de cosmética, pero allí estaba, ronroneando como un gato regalón.

¿Que si pasó a ser el regalón? Desde que lo pintaste pasó a ser el rey de la casa. Los niños ayudaban a lavarlo, secarlo y pulirlo como si fuera un Rolls-Royce de la reina Isabel. Tú seguiste un curso por correspondencia de mecánica para atender los servicios más elementales. Lo único que no le hacías era cambiarle pañales, aunque a veces me parecía que despedía ciertos líquidos oscuros. Diarrea tal vez.

Te juro que me daban celos verte los domingos en las mañanas echado de espaldas examinándole su fuero interno, y a mí comiéndome las hormigas con minifalda y todo. Más de una vez mis nervios amenazaron arrasar con todos los folleques del mundo y sus mecánicos domingueros, pero en las tardes me reconciliaba con ambos cuando emprendíamos los paseos al Cajón del Maipo con cocaví, trajes de baño, termos y mosquitero. Más de una vez también detuviste el Canario a medio camino pronunciando las fatídicas palabras: “Tiene un ruido”, y el único ruido que yo sentía era el martilleo de las latas y el chivateo de la guerra india que los angelitos armaban dentro del auto. Era entonces cuando me fijaba en cuan estrecho era.

Recuerdo aquel domingo cuando subimos a Melocotón. De pronto el Canario dio un brinco y se trancó. Te bajaste y abriste el capó para escudriñar sus interiores, algo que siempre hacías con aire de sabio atómico pero que no pasaba más allá de presionar las bujías, comprobar viscosidad del aceite y palpar la tapa del radiador. Luego, mano en mentón como el Pensador de Rodin. Y el Canario, mudo.

-Pana -fue tu taquigráfico diagnóstico-. La tapa del capó seguía abierta. Bajé para estirar las piernas, eché una mirada distraída en el motor y levanté un cable suelto que no empalmaba en ninguna parte.
-¿Y esto? ¿Debe estar suelto?
Mmmm -fue tu única respuesta-. Lo enchufaste, diste el encendido y el Canario siguió cantando y corriendo, los niños aguantando la risa y yo moviendo los palillos y observándote de reojo. Tú, mudo. Al cabo de varios kilómetros no me aguanté:
-¿No merezco alguna forma de remuneración? -Me miraste con una vuelta fugaz de cuello y me obsequiaste un besillo aéreo.
-Fue chiripa.
La verdad no te gustaba que otra persona se interpusiera entre el Canario y tú. Querías mantener dominio monopólico sobre el pájaro, ignorando que el pájaro también tenía su carácter. Y para mí, el único reconocimiento a mi acertada pericia automotriz de esa tarde fue la reacción de los niños: cuando el Canario se para, gritan a trío: Mamá, ¡el cablecito!
Sé que el pobre ha ido a la notaría como si fuera al cementerio. Sé que le costará lágrimas cambiar nuestra noble lata por plata.
Sé que tendrá que volver al hedor de los micros veraniegos y a colgar de las pisaderas. Pero también sé que el bebé llegará en cualquier momento, se inflarán los gastos y no nos alcanzará la plata para resucitar al infortunado Canario. Hay que abrirle la jaula y echarlo a volar. Sonó el teléfono. Era mi padre.
-Aló, ¿Leonor? Les tengo una buena noticia. Ya no es necesario que lo vendan. Conseguí el préstamo bancario. -Casi di a luz al instante-.
-¡Ay papá! Te lo agradezco tanto, pero ya es tarde. Eusebio debe estar de regreso de la notaría en cualquier momento. Salió a cerrar el trato hace casi dos horas.
Colgué, desanimada. Comencé a sentir las primeras contracciones. Oí la llave en la cerradura. Asomó la cara de Eusebio, más pálida que de costumbre. Se dejó caer en la poltrona. Me miró con ojos de Monte Calvario.
-Lo siento mi amor. No pude hacerlo.
-¿No pudiste qué?
-Venderlo. Llegué tarde. Me detuvo un policía por conducir auto chocado. No sabía que era infracción.
-¡Vivan los pacos! -exclamé, incorporándome en el lecho-. Ayúdame a vestirme, súbeme al Canario y vuela, ¡vuela!
Eusebio no entraba en órbita. Pero el Canario, sí. Cuando subimos dio un brinco. Y la guagua le respondió.