Me
acuerdo que fue muy doloroso quedar sin trabajo de la noche
a la mañana, sin aviso previo y, más que nada,
tan injustamente, sin un motivo justificado. Pensé en
mi futuro. El país estaba negro. La justicia no funcionaba
y no obtendría nada reclamando en la Vicaría de
la Solidaridad. Lo primero que hice fue dejar en manos de Dios
mi situación. Pasados unos días y recuperándome
algo del shock, comencé a recorrer lugares para ofrecer
mis servicios. Fue así como me fui enterando que hasta
el Plan del Empleo Mínimo tenía personas en lista
de espera, en las diferentes municipalidades.
Pasaron
los meses y no encontré trabajo. Recorría Santiago
entero, de municipio en municipio, y nada. La empresa privada,
en ese tiempo, casi no contrataba mi especialidad, aduciendo
que éramos “comunistas”. Era lo que había. Usé,
obviamente, la misma ropa, los mismos zapatos, sin pretender
siquiera en renovar el vestuario. El tiempo fue pasando lentamente
y mi estado de ánimo fue decayendo sin darme cuenta.
Tal vez tuve depresión, desánimo, angustia etc.
Me preocupaba no trabajar, no generar recursos.
Un buen
día me fui caminando desde el centro de Santiago hasta
la municipalidad de Providencia (así me ahorraba la
movilización). Quería saber si me tenían
respuesta, porque hacía más de un mes me había
inscrito en el Plan del Empleo Mínimo. La respuesta
fue negativa, que volviera en 15 días. ¡Qué
dolor! ¡Qué pena sentí! ¡Qué
triste es ser rechazada! Al rememorar aquello, me llega a
doler el corazón nuevamente. Ser rechazada en el Plan
del Empleo Mínimo era lo último esperable. Ese
día fue para mí como no valer nada. Era como
no existir, como no ser, no vivir, no estar. Era como ser
“ninguna”. Me sentí la nada misma. Era ser menos que
cero. Yo tenía título universitario y no me
servía de nada. “No valgo nada”, me dije, “a lo mejor
no existo y yo creo que existo, a lo mejor ésta no
es la municipalidad de Providencia”. Pero miré la entrada
y sí era. ¡Ay, qué dolor invadía
todo mi sentir! “A mí me encanta trabajar y no lo puedo
hacer”, pensaba. ¡Qué extraña es esta
vida, ¿verdad?
En ese memorable día me había puesto unas botas
largas y un abrigo largo. Cuando salí a calle Pedro
de Valdivia, en la puerta principal, se me salió un
taco y tenía que regresar al centro. “¡Qué
vergüenza!”, me dije. Traté de arreglar el taco
y, pausadamente, tomé el camino de regreso. Iba con
las manos en los bolsillos y mirando nada, o más bien
mirando hacia el suelo. Finalmente llegué a Providencia
y me encaminé de regreso hacia la Alameda, donde vivía.
Por el camino pensé: “Si alguien me roba en este momento,
está bien, porque como no valgo nada, el ladrón
está actuando bien”. Me dije: “Si alguien me echara
de esta calle, lo aceptaría, porque la otra persona
valdría más que yo, fuera quien fuera”. Pensé:
“Si alguien me dijera te quito el nombre, tu persona y tu
aire, yo lo aceptaría, porque de todas maneras yo no
tendría qué alegar, cualquiera vale más
que yo”.
Reflexionando
y reflexionando, caminando y caminando, de repente llegué
a una esquina y percibí algo extraño. Vi que
los veloces autos, que iban y venían, de repente, se
detuvieron. “¿Qué pasó?”, me dije. Levanto
lentamente la cabeza y observo de reojo que el semáforo
indica verde. Reaccioné latamente, qué raro,
“alguien se ha preocupado de mí, hizo detener esos
raudos vehículos y me está indicando que pase”.
Dejé que pasara la luz verde y me quedé analizando
la situación. “Vaya”, dije, “no todo es tan malo”.
Esperé nuevamente la luz verde y crucé. ¡Qué
triunfo! Por fin ganaba yo. ¡Qué bien!
Luego,
al continuar caminando, pensé que si no hubiesen existido
las veredas, yo no podría andar por este lugar. Después
miré a mi derecha y observé unas hermosas vitrinas
adornadas. “Gracias, señores comerciantes”, dije, “si
ustedes no exhibieran esos hermosos vestidos, joyas, comida,
¡qué sería de mí! En cambio, he
podido observar y soñar con los perfumes, zapatos,
libros, muebles.... ¡Gracias nuevamente, comerciantes!”
Finalmente, con la frente en alto, me dije: “Gracias, Señores
Semáforos, si no fuera por ustedes yo no podría
haber vuelto a mi casita, en donde me esperan mis padres y
mis hermanos menores con una rica once. ¡Gracias, Señores
Semáforos, por existir!”