:: TRAYECTOS DE VIDA.
    Gracias, semáforos, por existir.

Por:Ana María Arrau Fontecilla.

Corría el año 1981. Trabajaba por esa época en una municipalidad bastante grande, tenía alrededor de 200 funcionarios. Estaba con contrato de planta, bien calificada e integrada a las actividades tanto regulares como extra programáticas. Un día me llamaron a la oficina de personal y me dijeron “firme ahí”. Así de simple. Sin que mediara alguna investigación sumaria u otra razón. “Si no firma, la echamos igual, total existe el artículo 22”, me dijeron. El famoso artículo (ya no existe), facultaba al gobierno para despedir a cualquier persona, sin mediar razón alguna. Fue así como tuve que firmar obligadamente. Era plena época de dictadura y no se respetaba el derecho a que hubiese una investigación, si es que existiera algún delito cometido por mí. No era ese el caso, y no tuve más remedio que aceptar la realidad del momento. Otros sesenta funcionarios estaban en la misma situación, al igual que el alcalde de esa fecha. Después supe que el alcalde que se haría cargo del municipio había solicitado 60 cupos para traer personas conocidas de él.

Me acuerdo que fue muy doloroso quedar sin trabajo de la noche a la mañana, sin aviso previo y, más que nada, tan injustamente, sin un motivo justificado. Pensé en mi futuro. El país estaba negro. La justicia no funcionaba y no obtendría nada reclamando en la Vicaría de la Solidaridad. Lo primero que hice fue dejar en manos de Dios mi situación. Pasados unos días y recuperándome algo del shock, comencé a recorrer lugares para ofrecer mis servicios. Fue así como me fui enterando que hasta el Plan del Empleo Mínimo tenía personas en lista de espera, en las diferentes municipalidades.

Pasaron los meses y no encontré trabajo. Recorría Santiago entero, de municipio en municipio, y nada. La empresa privada, en ese tiempo, casi no contrataba mi especialidad, aduciendo que éramos “comunistas”. Era lo que había. Usé, obviamente, la misma ropa, los mismos zapatos, sin pretender siquiera en renovar el vestuario. El tiempo fue pasando lentamente y mi estado de ánimo fue decayendo sin darme cuenta. Tal vez tuve depresión, desánimo, angustia etc. Me preocupaba no trabajar, no generar recursos.

Un buen día me fui caminando desde el centro de Santiago hasta la municipalidad de Providencia (así me ahorraba la movilización). Quería saber si me tenían respuesta, porque hacía más de un mes me había inscrito en el Plan del Empleo Mínimo. La respuesta fue negativa, que volviera en 15 días. ¡Qué dolor! ¡Qué pena sentí! ¡Qué triste es ser rechazada! Al rememorar aquello, me llega a doler el corazón nuevamente. Ser rechazada en el Plan del Empleo Mínimo era lo último esperable. Ese día fue para mí como no valer nada. Era como no existir, como no ser, no vivir, no estar. Era como ser “ninguna”. Me sentí la nada misma. Era ser menos que cero. Yo tenía título universitario y no me servía de nada. “No valgo nada”, me dije, “a lo mejor no existo y yo creo que existo, a lo mejor ésta no es la municipalidad de Providencia”. Pero miré la entrada y sí era. ¡Ay, qué dolor invadía todo mi sentir! “A mí me encanta trabajar y no lo puedo hacer”, pensaba. ¡Qué extraña es esta vida, ¿verdad?

En ese memorable día me había puesto unas botas largas y un abrigo largo. Cuando salí a calle Pedro de Valdivia, en la puerta principal, se me salió un taco y tenía que regresar al centro. “¡Qué vergüenza!”, me dije. Traté de arreglar el taco y, pausadamente, tomé el camino de regreso. Iba con las manos en los bolsillos y mirando nada, o más bien mirando hacia el suelo. Finalmente llegué a Providencia y me encaminé de regreso hacia la Alameda, donde vivía. Por el camino pensé: “Si alguien me roba en este momento, está bien, porque como no valgo nada, el ladrón está actuando bien”. Me dije: “Si alguien me echara de esta calle, lo aceptaría, porque la otra persona valdría más que yo, fuera quien fuera”. Pensé: “Si alguien me dijera te quito el nombre, tu persona y tu aire, yo lo aceptaría, porque de todas maneras yo no tendría qué alegar, cualquiera vale más que yo”.

Reflexionando y reflexionando, caminando y caminando, de repente llegué a una esquina y percibí algo extraño. Vi que los veloces autos, que iban y venían, de repente, se detuvieron. “¿Qué pasó?”, me dije. Levanto lentamente la cabeza y observo de reojo que el semáforo indica verde. Reaccioné latamente, qué raro, “alguien se ha preocupado de mí, hizo detener esos raudos vehículos y me está indicando que pase”. Dejé que pasara la luz verde y me quedé analizando la situación. “Vaya”, dije, “no todo es tan malo”. Esperé nuevamente la luz verde y crucé. ¡Qué triunfo! Por fin ganaba yo. ¡Qué bien!

Luego, al continuar caminando, pensé que si no hubiesen existido las veredas, yo no podría andar por este lugar. Después miré a mi derecha y observé unas hermosas vitrinas adornadas. “Gracias, señores comerciantes”, dije, “si ustedes no exhibieran esos hermosos vestidos, joyas, comida, ¡qué sería de mí! En cambio, he podido observar y soñar con los perfumes, zapatos, libros, muebles.... ¡Gracias nuevamente, comerciantes!” Finalmente, con la frente en alto, me dije: “Gracias, Señores Semáforos, si no fuera por ustedes yo no podría haber vuelto a mi casita, en donde me esperan mis padres y mis hermanos menores con una rica once. ¡Gracias, Señores Semáforos, por existir!”