:: TRENES
    Avanzar como el tren.

Por: Sylvia Díaz Araya.

Debía llegar a la estación de buses ubicada en la avenida La Paz para luego tomar un bus con destino a Colina por la Panamericana Norte. La cuestión inmediata era elegir, más bien pensar, cuál iba a ser la ruta que me significara menos lata. Una travesía que se inició en las Vizcachas. Primero, tomé el metrobús hasta la Estación Bellavista La Florida para tomar el metro. Una vez en la línea 5, en la Estación Santa Ana, tuve que hacer combinación con la línea 2 para llegar a la Estación Cal y Canto. Aún me falta por avanzar el tramo más latoso e incomodo. No obstante, el viaje recién comienza.

En adelante, lo vivido en este relato se da cuando intuitivamente abordo el tiempo y el espacio, más bien diría, cuando éstos me fueron abordando. Aún no lo sé, pero tengo la sospecha de haberme subido a distintos vagones sudorosos de historias pertenecientes a un mundo real en un universo imaginario: mi memoria en mi mente. La existencia de una piedra será el objeto de mis pensamientos fragmentados y llenos de sentimientos no acostumbrados, de infinita soledad, de recuerdos silenciosos y abandonados. Siento frío, pues me encuentro en el vacío del desencanto, aún así, me aferro a un sentimiento más poderoso… soñar. No comprendo mucho, tal vez nada, sólo siento que debo
Un pedazo del Puente Cal y Canto en la Estación de Metro del mismo nombre.
avanzar como el tren, detenerme en las estaciones para luego continuar el viaje.

Si bien estaba algo preocupada de llegar a la hora fijada, contaba con un superávit de tiempo para distraerme, así que me detuve a observar cuán espacioso es este lugar que favorece la Estación Cal y Canto. De algún modo, la trayectoria del transeúnte se ve afectada por una que otra exposición artística en el entorno de este espacio. Camino hacia la salida por la vereda norte, me detengo y estoy frente a un pedazo del Puente Cal y Canto. Me impresiona tal registro de historia confinada en un pedazo de material, pero, no es cualquier material, sino uno hecho con manos obreras del pasado ¿Cuántos hombres habrán dejado las manos estampadas en la pala? ¿Cuántos otros habrán curtido sus columnas como un arco? Sin dudas, habrán sido muchos los hombres que entregaron en este proyecto no sólo su vitalidad, también sus ilusiones de poder lograr alcanzar los escasos pero anhelados beneficios del progreso. Hoy en día la situación no es tan diferente, las manos obreras continúan registrando el avance del crecimiento y así seguirán… Pienso que la historia adeuda un capítulo a estos hombres que viven la miseria del olvido social.

Cuando observo las fotografías contiguas al pedazo de piedra, ciertamente me pregunto dónde están los descendientes de estas personas de rostros borrosos en sepia, y si algunos de ellos han estado en este exacto lugar donde hoy me encuentro parada. De pronto, me invade un pensamiento irónico. ¿Y si, en la eventualidad, fuera yo una descendiente de algunos de esos hombres obreros del pasado? Por lo pronto, no tengo forma de saberlo. Aún así me divierte pensar que tal vez un antepasado mío haya plasmado su fuerza en esta piedra, porque podría establecer un puente entre dos tiempos… quizás para desempolvar mi propia historia.

Una vez fuera del metro decidí pasar a la Estación Mapocho, influenciada de cierta forma por algunos lienzos que colgaban en el frontis de la estación indicando dos exposiciones de fotografías. Aún me quedaba tiempo.

Al cabo de unos minutos…. estoy en la Estación Mapocho, como si fuera a tomar el tren con destino al norte, ése que me lleva a mi tierra de polvo y oro blanco, de hombres fuertes que sostienen la pala bajo la inclemencia del sol, donde el desierto hace trampa y causa miedo a todos quienes lo desafíen, y a quienes no, también. Me doy cuenta que estoy avanzando. La columna de humo del tren va contrastando el cielo y poco a poco voy reconociendo los cerros bajo esa manta de terciopelo que los cubre, donde la ilusión visual va provocando la más hermosa sinfonía de colores. Sutilmente van cambiando de los matices ocres, amarillos y rojos a los tonos lilas, hasta que la luz se extingue. Ya en la penumbra la luna se divisa en el horizonte enorme y bella. Extiendo mis manos y parece que consigo alcanzarla, y, sin darme cuenta, la luna está sobre mi cabeza. Me encuentro parada en medio de este valle del desierto y de pronto soy absorbida por toda esta geografía como si se tratase de un agujero negro. Desde la profundidad de mí ser sale un suspiro que me devuelve nuevamente al punto inicial. Y entonces, me doy cuenta que si no me doy prisa llegaré tarde. Veo a La Estación Mapocho como un espacio donde converge la diversidad y como un lugar de descanso para el viajero. Sí, para algunos los boletos servirán y a bordo estarán.