:: HA LLEGADO CARTA.
   La Gallina en la ventana.

En la vida hay momentos que jamás pueden olvidarse, imborrables momentos que no se guardan en la mente sino en el corazón (se parece a una canción) y permanecen allí por siempre esperando ser rescatados al presente, casi en un acto mágico para regocijo del alma cada vez que uno desee.

Toda mi vida viví en Puente Alto. Estudié en esta comuna y al egresar de sexto humanidades opté por dar curso a mi vocación, y, tras matricularme en la Escuela Normal N° 1 “Brígida Walker” en Santiago, egresé al cabo de unos años con el título de Profesora de Educación General Básica.

La historia comienza cuando tuve que buscar una escuela donde ejercer mi profesión. Me dirigí a la Dirección Provincial de Educación, donde me informaron que la única opción cercana a mi domicilio era una vacante en una escuelita de la localidad de
Melocotón. Desconocía totalmente su ubicación, sólo sabía que quedaba en algún sector del Cajón del Maipo, sin embargo acepté de inmediato, no importándome mucho las dificultades que podría encontrar. Con mi orden de trabajo y veintiún años de edad, me presenté en la Escuela N° 19 del Melocotón. Grande fue mi sorpresa al comprobar que la ansiada escuela era una casa vieja y pequeña, en regular estado, con letrinas de servicios higiénicos, con dos salas y poco más de veinte alumnos por sala. Todo era súper incómodo, pero era lo que había y tenía que adaptarme. Los cursos no eran numerosos y estaban conformados por niños del sector. Eran niños respetuosos, alegres y cariños, algunos de ellos muy sacrificados, pues debían viajar caminando grandes distancias para llegar a su escuela. Recuerdo a los hermanos Rojas.

Desde ese momento, feliz con mi primer trabajo, viajé a diario en la micro San José de Maipo que pasaba en horarios establecidos. La tomaba puntualmente a las 12.00 hrs. de cada día en la plaza de Puente Alto. Si me atrasaba, probablemente no llegaría a mi destino. Casi no sentía el viaje. La micro, al salir de mi comuna, enfilaba por un serpenteante camino de tierra que cruzaba cerro tras cerro, avistando de vez en cuando típicos caseríos cordilleranos y un trencito que corría paralelo al camino en dirección al Cajón. Era maravilloso, de un espléndido colorido, en otoño los árboles dorados como si tuviesen luz propia, en invierno la nieve que cubría todo con su manto, y en primavera los dedalitos de oro que adornaban el camino flanqueado por almendros y ciruelos colmados de flores.

Trabajar en esa Escuelita me permitió conocer a niños muy buenos, sanos y simpáticos, alegres y cariñosos, que me ayudaron a crecer como persona, dando buen inicio para una carrera profesional que perdura hasta hoy. Me acuerdo de una niña pequeña, morenita y de pelo corto, que como gracia una vez se cortó las pestañas y a quien le gustaba mucho cantar. Se subía sobre una mesa y entonaba un conocida canción... "yo tengo una vaca blanca que se llama Piedad...". También recuerdo que la señora encargada del cuidado de la escuela tenía varias gallinas que libremente picoteaban por el patio acompañando como mascotas los juegos de los niños. Casi a diario y a una misma hora entraba una de ellas a mi sala, se acomodaba en una saliente de la ventana, ponía un huevo, cacareaba un poco y se retiraba tranquilamente dejándonos su preciado regalo

Aunque mi paso por la Escuela del Melocotón fue breve, debo manifestar mi felicidad de haber conocido gente especialmente buena, alumnos, apoderados y colegas a quienes llevo guardados en mi corazón. Será por eso que cada vez que tengo oportunidad de salir a pasear con mi familia, enfilamos hacia el Cajón del Maipo, como atraídos por un imán. A mis cincuenta y siete años, me detengo frente a una casita de color amarillo, la antigua escuelita que aún existe abandonada a la orilla del camino, y aún me parece ver a la gallina en la ventana y escuchar a la Pilar Orellana entonar "yo tengo una vaca blanca que se llama Piedad".

María Castaneda Torres,
Profesora de Ed. General Básica.