Por
Víctor Saavedra Vergara.
Dedicado
a mi amigo Conrado Quiñónez, compañero
de aventura, hoy radicado en Francia y víctima de una
esclerosis múltiple.
Desde
que lo vimos por primera vez en aquellas vacaciones de
invierno de 1959, nevado y con sus hielos eternos, quedó
grabada en lo más profundo de nuestras mentes la
idea de que algún día sería nuestro.
Era impactante, macizo como un mamut, y su altura sobre
los 5.800 metros era suficiente argumento para que nosotros
pensáramos en él. No sabíamos mucho
de cerros, sí de excursiones largas y de la confianza
en que nuestras piernas nos llevarían a cualquier
lugar, sin pensar en calambres ni dolores musculares.
Éramos jóvenes con bríos, saliendo
de la adolescencia, entusiastas y buenos
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para la marcha
larga. En muchas oportunidades nos adentramos por diferentes cajones
de la cordillera de la Región Metropolitana.
Cada vez
que íbamos a Baños Morales o a Lo Valdés,
el Volcán San José nos atraía, nos embobaba.
Ninguno se atrevía a tomar la iniciativa ni a ponerle
fecha a la aventura, pero recogíamos información,
hasta que un verano hicimos un acercamiento a sus faldeos. Llegamos
al Refugio Plantat, a 3.100 metros, luego de atravesar el Valle
de La Engorda y de encaramarnos por la cascada. En la noche
nos dedicamos a leer la bitácora del refugio, narraciones
de las aventuras que se habían efectuado desde el año
1939. Éste fue el punto crucial para tomar una decisión,
y mi amigo y yo nos juramentamos que la próxima temporada
de verano, haríamos realidad nuestro empeño. Él
era decidido, seguro de sí mismo, y llevaba el bicho
de la competencia en sus venas. Yo era más tranquilo,
parsimonioso, y pensaba más largo tiempo las decisiones.
Todo montañero sabe que tres son un mínimo para
abordar cualquier empresa de este tipo. Nosotros más
aún, sabiendo que no éramos expertos y que carecíamos
de experiencia en alta montaña. Pero por los relatos
del cuaderno, la aventura se vislumbraba posible de emprender,
con riesgos menores.
Tomada la
decisión y fijadas las fechas (no recuerdo si en el verano
de 1962 ó 63) nos abocamos a pedir prestado casi todo:
mochilas, zapatos, vestimenta, piolet, crampones y hasta una
máquina AGFA de cajón, que era de mi padre. Los
días previos dormimos muy poco. Sólo pensábamos
en andar rápido. Íbamos hacia lo desconocido,
hacia la aventura.
Llegado
el día, salimos temprano, con precisión. La micro,
que salía a las siete de la mañana de cerca del
Mercado de San Bernardo, demoró casi una hora por el
camino polvoriento que unía las dos ciudades del sur
de la Región Metropolitana, hasta dejarnos en las puertas
de la Estación del Ferrocarril Militar de Puente Alto
a El Volcán. Aprovechando el lento ascenso de la locomotora,
ocasionalmente nos bajamos y caminamos junto a los vagones.
La vegetación disminuía a medida que nos acercábamos
al terminal de la vía férrea de trocha angosta,
tras recorrer unos 80 kilómetros en cinco horas. El Volcán
era un villorrio donde finalizaban faenas de una mina de cobre
y también de acopio del yeso que se traía en camiones.
Años atrás, el mineral se transportaba mediante
un sistema de andariveles de casi 20 kilómetros de largo,
y se vaciaba en una cancha amurallada. Después, los cables
y torres quedaron sembrados en el camino.
El paso
de camiones por un camino de tierra era la única posibilidad
de acercarnos a nuestra meta. A dedo, en un camión yesero,
comenzamos a zigzaguear en subida, hasta que en un recodo fue
apareciendo nuestro objetivo, majestuoso, inmenso, como esperándonos.
Se mostró limpio, sin nubes, diciéndonos: aquí
estoy, vengan. El Velo de la Novia, cascada maravillosa, nos
saludó con su manto de agua, y el paso por Las Amarillas,
con su desgarro diario de la montaña, nos permitió
pasar sin obstaculizar la ruta. Nos bajamos en Lo Valdés,
lugar de refugios de montaña, como el Alemán,
el del Colegio Verbo Divino, el de los Salesianos y los de las
compañías mineras. Era el lugar de acopio, durante
el verano, del yeso traído desde varios kilómetros
más arriba.
Otro camión
nos trasladó hasta el puente Colina, sector protegido,
donde un pastor amigo cobijaba sus cabras en verano. Desde aquí,
luego de acomodar nuestras mochilas, iniciamos el recorrido
entre rocas y tierra suelta, por un sendero angosto que se abre
al desembocar en el extremo oriental del Valle de La Engorda.
Estábamos a 2300 metros de altura aproximadamente. Comimos
algo y luego enfilamos hacia el este en busca de la entrada
a la cascada. Vadear varios esteros sin mojarnos mucho fue un
arte. Una huella bien delimitada zigzagueaba cascada arriba,
contorneándose y desembocando hacia el norte; luego,
al sur, hasta llegar sobre los 3000 metros. En este sendero
abundaban los monolitos, que servían de señuelo
para llegar al refugio Plantat. A las ocho del atardecer ya
estábamos a 3100 metros, dispuestos a descansar para
reponernos y aclimatarnos a la altura. Mi compañero estaba
muy ansioso, su único anhelo era batir el record de subida
y bajada (había leído que dos andinistas subirían
en moto el sábado, harían cumbre y volverían
el domingo a Santiago). Yo quería subir lento y disfrutar
de la ascensión.
El refugio
fue construido por el francés Enrique Plantat en la década
del 30, cuando recién comenzaba a organizarse el montañismo
en Chile. Era de piedra y tenía camarotes de madera,
un subterráneo y una cocina-comedor con despensa. Siempre
quedaban alimentos de excursiones anteriores: caldos, jurel,
sal, fósforos, etc. A la entrada había una terraza
con un zócalo de piedra, un perro de cemento que cuidaba
y una pequeña laguna de aguas cristalinas, que luego
corrían por la cascada ya nombrada. Una pala en el extremo
de un mástil indicaba, cuando la nieve la tapaba en invierno,
dónde se encontraba la puerta. Era un lugar maravilloso
para descansar y echar a volar la imaginación paseando
por cada estrella.
Al segundo
día, luego del desayuno y de dejar una nota y varios
elementos en el refugio, iniciamos la ascensión, a las
cuatro de la mañana. A medida que subíamos, íbamos
pasando por varios vivac con sus pircas de piedras y alimentos
en sus escondites. La jornada estaba espectacular y no se veía
ninguna nube. Como a mediodía llegamos a la Base de Los
Penitentes, más o menos a 4000 metros. Teníamos
dos alternativas: subir por la ruta normal, orillando las agujas
de hielo o irnos directamente a la cima, en línea recta.
Tomamos la segunda, para lo cual nos encordamos, nos pusimos
los crampones e hicimos uso del piolet, ya que debíamos
cruzar grietas que a mediodía son más peligrosas,
debido al mayor deshielo. Subimos y subimos hasta atravesar
Los Penitentes. Nos encontramos con un terreno de acarreos de
piedras lajas que hacía lento y pesado el progreso. Necesitábamos
tiempo para recuperarnos, y cualquier esfuerzo no era igual
al de más abajo. Como a las ocho le comuniqué
a mi amigo que estaba exhausto y que me quedaría en ese
lugar. Nadie me haría avanzar un metro más. Estábamos
cerca de los 5000 metros y yo evidenciaba signos de puna, con
dolor de cabeza, falta de voluntad y dificultades para respirar.
La ladera
no tenía terraza ni protección para un vivac,
así que tuvimos que preparar el terreno y protegernos
de la temperatura de la noche. Se nos congelaron los alimentos
y no teníamos anafe. El cansancio nos venció y
nos dormimos bajo una brisa suave y acogedora. El paisaje era
imponente. Mi amigo estaba preocupado, porque ya finalizaba
el segundo día y no habíamos batido el record
de la bitácora. Nos faltaban 800 metros para hacer cumbre
y recién como a las diez de la mañana nos pusimos
en marcha. Yo me sentía muy bien, como nuevo, con una
tremenda capacidad de adaptación a la altura. Pero esos
últimos tramos eran los más difíciles,
pues la ceniza, debido al viento, nos entraba a los ojos, a
pesar de los lentes. Había que detenerse y el avanzar
era lento.
Nuestro
objetivo se cumplió como a las 20 horas del tercer día,
que transcurrió sin nubes ni viento, muy adecuado para
novatos como nosotros. Nos alegramos por el cumplimiento de
un sueño, una aventura extrema realizada con más
voluntad y temeridad que recursos. El San José es el
volcán más alto hacia el sur; allá abajo
todo era pequeñez y la vista se perdía a lo lejos.
La puesta de sol fue la más grandiosa que he visto. Celebramos
con un abrazo de amigos, satisfechos por el logro. Rodeamos
la boca del volcán en la cima, a 5880 metros, tratando
de encontrar un testimonio, y luego iniciamos el descenso por
el lado de la ruta normal.
Encontramos
la primera pirca y ahí, hambrientos y deshidratados,
nos dormimos. Después comenzamos a descender, descender,
descender. Todo el día descendiendo. Casi no nos habíamos
preocupado de la máquina fotográfica, de ésas
con rollo para ocho fotos. Muy avanzada la tarde llegamos al
refugio y nuestra alegría se completó al ver sobre
la mesa un melón, dejado por excursionistas que habían
llegado el día anterior, junto a una carta en que nos
deseaban suerte. Tomamos mucha agua, arreglamos nuestros bártulos
y seguimos bajando. Pasamos la cascada y el Valle de La Engorda,
hasta llegar al puente Colina como a las once de la noche. Allí
acampamos, luego de despertar al pastor de un piño de
300 cabras. Nos ofreció leche y quesos, los que engullimos
en breves minutos. Los sacos de dormir amortajaron nuestro sueño
y cansancio. Nos dolía todo el cuerpo, pero nuestros
espíritus estaban radiantes.
Al día
siguiente, mientras bajábamos en un camión de
la compañía yesera, contemplamos desde abajo al
volcán derrotado por nuestras piernas, nuestros corazones
y nuestras cabezas. ¿Cuándo volveríamos
a subirlo más tranquilos? El tren nos esperaba en la
estación de El Volcán. En el trayecto casi no
hablamos. Todavía no creíamos lo que habíamos
logrado. Llegamos a Puente Alto, y de ahí a nuestras
casas en San Bernardo, a contarles a nuestros familiares y amigos
acerca de esta aventura y a... preparar la próxima excursión.
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