Por
Gino Palma, desde quebec.
En
recuerdo de Don Eduardo Barrios, Premio Nacional de Literatura,
en el aniversario Nº 122 de su nacimiento, el 25 de Octubre
de 1884.
Acababa
de ganar el Premio Nacional de Literatura. Me devoré
sus libros. Era un fino escritor. No lo conocí
porque él era sanjosefino de verano y yo sólo
iba por esos lados en invierno. Como la gran mayoría
de nuestros buenos escritores, había ejercido todos
lo oficios imaginables. Tuve, por el sino de nuestro clima
invernal, el privilegio de pernoctar en su casa, hoy sede
de Dedal de Oro.
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Era pleno
invierno del 48. Recuerdo que empezaban las vacaciones escolares.
Un grupo de andinos de Valparaíso planificaba un viaje
a Lagunillas, para lo cual le pidieron ayuda a mi padre.
Se contrató
al gringo Klein, siempre dispuesto a ganarse unos pesos con
su inmenso station wagon, que puede figurar honorablemente como
antecesor de las liebres chilenas, pues acarreaba en él
contingentes enormes de “esquivadores”, según el término
acuñado por la gente del Cajón para designar la
extraña actividad que desarrollaban esos “gringos locos”.
La decepción
al llegar a San José fue grande. Había empezado
a nevar copiosamente y el arriero a cargo de la operación
no había logrado juntar la cantidad suficiente de muleros
para asegurar el transporte de tanta gente. No parecía
haber otra alternativa que regresar a Santiago, buscar alojamiento
para el contingente porteño y pagar hasta las ganas al
gringo Klein para repetir la operación. Pero el huaso
colorín Raúl Barrios, hijo de Don Eduardo, que
nunca andaba lejos cuando acaecían estos acontecimientos,
resolvió el problema poniendo a nuestra disposición
la casa de su padre.
Me he estrujado
el cacumen para recordar detalles. Me he estado dando cuenta
últimamente que los recuerdos se atornillan. He tenido
muchas oportunidades de percatarme que las cosas no son en absoluto
de la manera que se recuerdan. La sensación es que se
franqueaba un gran portón para entrar directamente al
salón, al cual desembocaban las otras piezas. Sin chistar
extendí mi saco de dormir al lado de un sofá,
que era ocupado por una hermosa dama. Las excitadas conversas
duraron hasta tarde la noche. La fiesta siguió con los
requiebros de uno de los porteños a una muy buena moza
muchacha. Si el tipo logró o no sus propósitos,
no tuve la más mínima idea, porque me quedé
profundamente dormido.
Al día
siguiente, despertando con bastante frío, descubrimos
que la nieve cubría con más de treinta centímetros
todo San José, pero también nos enteramos que
las mulas estarían en condiciones de llevarnos ese mediodía.
Nosotros habíamos ido a esquiar y a esquiar nos dedicaríamos.
Amarramos cordeles al parachoques trasero del Citroen de mi
padre y con nuestros esquís puestos nos dejamos arrastrar
hasta la calle de la iglesia para darle vuelta a la plaza. Había
gente en las ventanas de la muni que nos aplaudía. Volvimos
por Comercio hasta la casa de don Eduardo para repetir el periplo.
Pero poco nos duró la fiesta. En la esquina sur oriente
de la plaza se habían juntado turistas que venían
llegando desde Santiago a contemplar el espectáculo de
la ciudad nevada, y con pelotas de nieve nos utilizaron como
blanco. Así no era ningún chiste, allí
mismo se interrumpió nuestra carrera de esquiadores a
tracción citrónica.
Pero ya
se juntaba la tropa de mulas que habría de conducirnos
a Lagunillas. El camino hasta el refugio fue penoso. Los animales,
con la nieve al pecho parecían no ser capaces. Había
que cambiar continuamente al líder de la caravana para
que abriera la huella. Más de alguna vez hubo que descender
del caballo para tirarlo de la brida y hacerlo continuar. Pero
la historia termina bien. Cansados, mojados y somnolientos llegamos
al refugio del Andino. El Che Andrassy, que nos había
visto avanzar con sus binoculares, nos esperaba con sopas calientes
y sus famosas maltas con huevo, que lograron revivirnos. No
recuerdo haber dormido mejor en mi vida que esa noche, a no
ser la anterior, en casa de Don Eduardo Barrios. DdO
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