Por
Theodoro Elssaca.
El
autor nos entrega nuevamente un relato inédito lleno
de poesía acerca de su experiencia espiritual en los
ritos de Amazonia. Sus tres amigos muertos en las aguas del
turbulento Amazonas -Efraín, Fausto y Gregorio- y otras
alucinantes visiones, parecen surgir en el texto desde lo hondo
de una mente en trance...
Desde
la altura vi mi cuerpo inmóvil arrojado en las
arenas junto al pantano. Había sido lanzado a
una existencia que se movía entre la realidad
y lo sobrenatural. Aparecieron las sombras de los felinos
susuarana en la niebla y un reptil de fuego mordía
mi fémur.
Antes
había visto a las aves y a los inquietos monos
araña comiendo pequeños frutos para los
que mi organismo no estaba preparado, pero era el único
alimento posible del que
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disponía
y tenía que adaptarme a él. Entre esos frutos distinguí
la mangaba, la indaia y el tocarí, que es un fruto muy
dulce, pero entre ellos comí otros que me llevaban a otras
realidades, a los estados alterados de la mucroneta, el chiricaspi
o el yajé, similares a la experiencia que produce la ayawaska,
consumida sólo para fines rituales por los Chamanes que
subían al cielo para hablar con el dueño de los
animales y pedirle permiso para cazarlos y comerlos, o para pedir
la visión de los mundos invisibles que están detrás
de lo que está detrás o dentro de los espejos humeantes
venerados por lo indios Orinocos. Solamente podría salvarme
el mururé, de cuya corteza se prepara un depurativo de
la sangre, pero mi cuerpo yacente parecía el fin de un
sueño herido. Estaba dentro de un cuadro de Goya o de Odilon
Redon, un cuadro incomprensible y vivo que no existe y que nadie
podría pintar jamás.
En esa bruma
recordé una escena en París, cuando se me apareció
el espejismo de Carlos Germán Belli bajo el firmamento,
hablándome del exacto núcleo oculto de uno mismo;
y el del poeta Arturo Corcuera, que venía de Barcelona,
para decirme sobre los vuelos chamánicos y sobre el olvidado
César Calvo que había experimentado el desvarío
de las secretas sustancias para entrar a otras realidades. Son
los poetas los que instauran lo que permanece -yo pensaba-,
sólo entendiendo al tiempo, la temporaneidad de lo vivido,
es posible entender al ser, y yo estaba ahora fuera de lo temporal,
como siendo sin ser visto en el laberinto de otras realidades.
La humedad mezclada con el calor era apenas soportable y mis
heridas abiertas me causaban más dolor, sentía
escozor de las picaduras ponzoñosas. Me daba cuenta que
estaba metido en mi cuerpo cuando mi cuerpo me dolía.
Vamos a morir juntos mi cuerpo y yo. Desde las heridas no vislumbro
una eternidad. Aquí es la tortuosa geografía que
me hace mirar hacia la muerte, en el vértigo del alucinógeno.
Desde la
ciénaga salieron los hombres-murciélago con sus
capas llenas de oscuros símbolos, pectorales de piedra
y máscaras. Desenterraron a sus muertos y besaron esas
calaveras, las pusieron dentro del círculo de piedra.
Había huesos esparcidos alrededor de la piedra del sol
negro, y de súbito yo estaba en ese círculo junto
a los muertos que mi propio nombre balbuceaban. Mientras, los
ofrendatarios giraban, unos por dentro en el sentido del remolino
de las aguas y otros por fuera en círculos concéntricos
en el sentido de los planetas. Más hombres-murciélago
salieron espectrales del fangal, inquietantes sus figuras del
inframundo, subterránea lugubrez de poderosos seres míticos
habitada. Un pie arrastrando tras otro pie, la mano izquierda
golpea cinco veces el tambor, la otra cuatro veces agita las
sonajas entre canto, gruñidos y letanías en un
ritmo creciente, atronándolo. Las voces son más
hondas, la palabra tiene un sortilegio para cada persona que
la escucha. Horadando en uno mismo se fraguan esos vocablos
de llamaradas.
La noche
levanta el olor al bejuco en el viento, sobre la croante penumbra
de los pantanos. Fue cuando vi que la mano humana antes fue
aleta, fue escamosa pata de reptil, fue la velluda zarpa, símbolo
de este largo peregrinaje.
En la austeridad
de lo verdadero el Chamán levantó el báculo
del murciélago, y centelló en su tórax
el colgante funeral de las aves. Yo era el náufrago del
Amazonas, escuchando a otros muertos farfullar una canción
que se repetía como un mantra, induciendo a las tribus
que miraban por milenios al mismo cielo, donde identificaban
sus propias estrellas en medio de las constelaciones.
Los tatuados
hombres excavaron cerca de la orilla y desenterraron otros huesos
de animales y de humanos, entreverados como un mismo origen
ante los antepasados.
El oficiante
ritual ofreció la copa sacrificial con la sangre del
hombre-venado, y la fue vertiendo pausadamente sobre las cuatro
piedras geográficas y blancas que se hicieron rojas bajo
el brillo suave de lejanas estrellas. Algo como una tenaza apretó
mi hueso húmero, el que refería César Vallejo,
era una mano entre los muertos que rumoreaban indicándome
que entre ellos estaban mis tres amigos tragados por las aguas
del remolino en el encuentro de los ríos. A Gregorio
le faltaba un brazo. Efraín, al mirarme, me mostró
horrorizado cómo desde su único ojo salían
los gusanos inexorables que a todos nos devorarán. La
otra órbita estaba vacía, como un planeta derruido.
Sólo Fausto se veía entero, aunque ya sin alma.
Eran o éramos solamente la oquedad, el vacío que
a ratos revivía bajo las máscaras que nos hacían
penetrar sin pausa en indómitas realidades.
El cortejo
de cuerpos decorados y tatuados profusamente, giraba en un ritmo
serpenteante, coronadas sus cabezas, cráneos-piernas-brazos
deformados ritualmente. Usaban narigueras lunares, adornos sublabiales
en forma de tembetás de jade, cabezas de víboras
eran su segunda piel. Así es como los indígenas
Noanamá con atavíos ceremoniales transformaban
su personalidad. Luego, en su paroxismo, pulían rojas
piedras como espejos, las quemaban y se reflejaban humeantes,
desfigurados en sus relieves. Hubo después una cierta
nitidez cuando se impuso el Cortejo del Aligator, se acercó
el Guardián de la Memoria para ofrendar sus tres piedras
de poder: topacio, cuarzo y amatista.
Después
descendí por debajo del légamo abisal, indagando
el extraño mundo palpitante de los fósiles aún
con vida, inalterados a través de las edades pretéritas,
auténticos eslabones perdidos en la historia de las edades,
cardúmenes de remotos abismos, cefalópodos que
emitían nubes de tinta luminiscente y que se desvanecían
en sus propias apariciones, nocturna realidad intemporal de
un mundo dentro de otras realidades y a su vez de otras y de
otras en el dédalo de migraciones de creaturas, seres
inidentificables que han permanecido siempre incrustados conmigo.
En el uso
de las máscaras me he perdido a mí mismo. Abro
mi ser como una cripta vacía donde aún en su lóbrega
oquedad un corazón rojo crepita y centellea... presagiando
la convulsión del espíritu que agoniza. Viaje
sin retorno. Es el fin del viaje, de mi viaje. No resisto el
dolor y convoco el alivio de la muerte, que venga ahora, en
este momento. Que venga la muerte en este momento supremo.
Travesía
inconclusa que flamea y pone la noche en fuga. DdO
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