Por
Cecilia Sandana González.
Cajón
del Maipo, 1940, calles polvorientas, casas de adobe y
quincho, árboles con fruta fresca, jardines atiborrados
de flores multicolores, aromas, patios amplios con fauna
doméstica: perros, gatos, patos, gansos, gallos
y gallinas dando vida a los hogares, jugueteando con los
niños que pasan el día haciendo travesuras,
armando casitas con palitos, piedritas o cualquier cosa.
Su imaginación da para todo.
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Así
es el hogar de Hipólito, padre de cinco pequeñitos
y uno que viene en camino, que se espera sea mujer pa‘ que ayude
a la mamá y los cuide pa‘ cuando estén viejitos.
A su esposa, a quien ama de todo corazón, la conoce desde
siempre. Sus padres trabajaban juntos como pirquineros en las
entrañas de la montaña. Siempre hubo atracción
entre ellos. Comenzaron con el juego de papá y mamá
y terminaron siéndolo, ella tenía 14 y él
17. Exploraron sus cuerpos creando su primer hijo, el Luchito,
excusa para el matrimonio.
Su casa
quedaba en el sector de Guayacán. Con esfuerzo y la ayuda
de sus padres la pareja vivía sin mayores tropiezos.
Hipólito trabaja haciendo carbón, labor sacrificada
pero rentable, y ella, la Rosita, solícita en su hogar
cuida de los niños, limpia la casa y da de comer a los
animales. Así fue como un día entró al
gallinero a buscar los huevos frescos para el desayuno y encontró
en uno de los nidos un huevito raro. Era medio plomizo, con
la cáscara re-dura y muy pequeño, pero no le llamó
mayormente la atención. Lo tomó y lo tiró
entre unas ramas, donde los perros no lo encontraran, porque
si no se acostumbran y después se comen todos los huevos.
Pasaron
los días y su hijo mayor comenzó a enfermar. Tosía
de una manera que daba pena. Seguro se había tomado un
resfriado, así es que lo arropaban bien, le ponían
compresas en el pecho y mucha agua de hierbas pa’ la tos. Pero
los días pasaban y el niño se debilitaba más.
Su carita estaba demacrada, no quería comer ni hablar.
Preocupada, la Rosita mandó a buscar a su madre, que
vivía en San José. La anciana, al ver a su nieto,
se dio cuenta que su enfermedad no era cosa buena y que no se
iba a pasar con los cuidados de la madre. Antes que todo había
que saber de dónde venía lo malo. Lo primero que
se le vino a la mente fue que alguien oscuro le había
tirado un mal a la familia y el niño se lo había
agarrado. Interrogando a la Rosita para ver si había
visto algo extraño en la casa, fue deduciendo que se
podía tratar del maldito hijo del demonio, llamado Basilisco.
De este modo, preguntó por las gallinas, si tenía
alguna que ya estaba muy vieja y cansada de poner o si tenía
un gallo colorado y más o menos de cuántos años,
y la hija respondió que había un gallo que ya
estaba viejo, si ni pa‘ pisar a sus señoras sirve, pero
es tan guachito que me da pena matarlo. Y entonces se acordó
del huevo que había hallado hace unos días y tirado
entre unas ramas. La anciana se persignó y corriendo
fueron a buscarlo, pero nada de nada, sólo había
unos manchones de sangre seca en el lugar. Muy asustada, la
mujer tomó del brazo a su hija y le contó que
ella desde pequeña había oído la historia
del Basilisco, un engendro horrible que nace de los gallos viejos
o las gallinas que ya están cansadas de poner. Se trata
de un pequeño huevito plomo y muy duro que parece inofensivo,
pero que en su interior guarda a un ser maligno. Se engüera
solo y al cabo de unos días sale a la luz un ser de aspecto
terrorífico: cabeza de ratón, cresta de gallo,
cuerpo de culebra y alas. Se comenta que quienes lo ven mueren
dentro del mismo día, sólo alcanzan a contarlo
para después fenecer. Se esconde en la casa para salir
de noche a alimentarse de uno de los moradores -cualquiera puede
ser el escogido-, tiene un canto que adormece, no descansa hasta
no haber matado a todos y la casa queda maldita, de manera que
la única solución es la quema del hogar.
La maldición
comienza cuando el Basilisco escoge a la primera persona de
quien se alimentará. Le lame los zapatos para tomar su
olor, luego se sube a la cama y, sin que nadie despierte, se
posa sobre la persona y aspira su respiración. A través
de ella absorbe, noche a noche, toda su energía, hasta
que el indicado muere, y entonces elige a su siguiente víctima.
Esta vez el indicado había sido el niño mayor.
La Rosita lloraba y se limpiaba las lágrimas con el delantal
pensando que su humilde morada tendría que ser quemada,
porque no permitiría que su familia muriera. Esperaría
a Hipólito y partirían sin rumbo, no importando
nada, sólo estar todos juntos.
Pero la
sabia anciana la detuvo y le dijo que había una forma
de detener al Basilisco, y sería hecha en la misma noche.
A eso de las siete, cuando llegó su marido, Rosita le
comentó lo sucedido. Él dijo confiar en la receta
de la anciana. Buscaron espejos y los ubicaron en el suelo,
en el umbral de cada puerta, y, nerviosos, se fueron a acostar.
Pusieron al niño entre ellos y, pese al miedo, el sueño
los venció... Se cuenta que el malévolo ser cantó
para adormecerlos, pero al intentar entrar a la pieza vio su
reflejo en el espejo y del puro susto de ver su tan fea imagen
se murió, dando un grito del demonio que despertó
a todos. Hipólito se levantó y miró al
ser, tiritó de miedo, y con la ayuda de una pala levantó
el cuerpo, hizo una fogata en el patio y lo quemó rezando
el santo rosario.
A partir
de entonces el niño mostró mejora. Para recuperar
su energía tuvo que tomar harta leche y comer huevos
frescos, pero siempre fijándose que fuesen de los buenos.
El gallo colorado fue sacrificado e incinerado, y nunca más
dejaron que las gallinas se pusieran viejas. Si sentía
que un huevo no era normal, la Rosita lo quemaba en seguida
rezándole a todos los santos para que se llevara la maldad
bien lejos. DdO
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