Por
Ana María Arrau Fontecilla.
Cristina
sintió que ese día era muy especial. Tenía
libre en su trabajo y concurrió al banco a buscar
un dinero que le daban en calidad de préstamo.
¡Un poco para pagar algunas deudas y el resto para
mis vacaciones!, se dijo. Hacía calor, era día
de semana y la gente bullía por las calles. Por
la ventanilla miraba su entorno, al igual que otros pasajeros.
¡Cómo ha crecido Santiago, qué lindo
está el centro, con nuevos edificios, qué
hermoso!, se decía. Observaba las calles limpias
y pensaba, un bello día… un bello Santiago.
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Todo era
un buen augurio. Estaba alegre y se sentía una buena
ciudadana, porque seguía todas las leyes y ordenanzas
de la gran urbe. Hizo un ademán para ir hacia la puerta
trasera y bajarse en la parada siguiente. En el pasillo atiborrado
de pasajeros, avanzó entre todo tipo de personas, jóvenes,
adultos, niños. De repente, un muchacho de unos dieciocho
años, vestido con polera azul, jeans del mismo color
y zapatillas blancas, rostro cubierto con pasamontañas
negro y sosteniendo en su mano derecha un enorme y filudo cuchillo,
gritó con voz ronca, fuerte, dominante y agresiva: ¡Nadie
se mueva, este es un asalto, entréguenme su dinero y
joyas! Y mientras profería su amenaza, atropellaba a
todos y exigía que cada pasajero le entregara lo que
poseía.
Cristina,
que estaba detrás de él, le pudo observar la nuca
y nada más, ya que el miedo y el temblor la dominaron
por completo. Pensó en el dinero que llevaba en su cartera
y lo que dejaría de pagar y de hacer por culpa de ese
asaltante inesperado e inescrupuloso que se quería ganar
la vida fácilmente y que en mala hora se había
cruzado en su camino. El corazón le latía exageradamente,
sentía que se le salía por la boca. Sin pensarlo,
rogó a Dios, en silencio, que la protegiera. Unas lágrimas
cayeron por sus mejillas. A mí nomás me tiene
que suceder esto, pensó. La gente estaba muda, nadie
decía nada. Entreguemos las joyas mejor, dijeron unas
señoras que iban adelante, y hacían gestos de
dárselas al asaltante.
El bus seguía
su recorrido normal, ladeándose para un lado y otro.
Cristina no sabía exactamente lo que ocurría,
sólo sabía que estaba en medio de un asalto, con
todo el dinero del préstamo que recién comenzaría
a pagar en 60 días. ¡Qué desgracia!, pensaba.
¡Señor Jesús, ayúdame por favor!
Las lágrimas bañaban su rostro. Abrió su
cartera con malestar y miró el dinero que tenía
en su interior. ¡Entrégame tu dinero y joyas!,
le ordenó el asaltante. Estaba mirando su dinero y de
pronto, al dar una vuelta el bus, todos los pasajeros se ladearon,
y con ellos Cristina. El movimiento también afectó
al delincuente, quien, al voltearse, quedó a la misma
altura que ella. La única abertura del pasamontañas
dejó al descubierto su mirada, que se cruzó con
la de Cristina. Fue ahí cuando ocurrió el milagro.
¡Panchito!, le dijo, ¡eres tú, Panchito!
Por su trabajo
como asistente social, ella conocía a mucha gente. Hacía
diez años visitaba a una familia, cuyo hijo, Panchito,
en ese entonces de ocho años, tenía una mirada
tan intensa y tierna, que Cristina no había olvidado.
Panchito…
te conozco, dijo Cristina al muchacho. El haber sido reconocido
lo descontroló, tiró al piso el botín que
había logrado y arrancó del bus, dejando a todos
pensativos y muy agradecidos por la feliz coincidencia.
Tiempo después
Cristina fue a la casa de Panchito, y su madre le confesó
que su hijo seguía un mal camino, que ya no era el niño
bueno que ella había conocido. Fue así como Cristina
se libró de perder su dinero, y fue así también
como Cristina jamás pudo olvidar la intensa mirada de Panchito.
DdO
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