Por
Gino Palma, desde quebec.
Por
los años 37 ó 38, mi padre, el guatón Palma (al que aún
le faltaban algunos años para ser conocido como el viejo Palma),
fue designado director del Refugio Lagunillas. Ello lo obligaba a subir hasta
allí todos los fines de semana. En esos tiempos se trabajaba el sábado
hasta mediodía. Yo tenía que estar preparado para la llegada del
padre, por lo general en taxi, para partir en nuestro viaje semanal, porque
siempre arriaba conmigo, que era chico. Partíamos de la Estación
Ñuñoa en tren a Puente Alto, donde trasbordábamos al
Tren Militar hacia San José. Allá nos esperaba Salvador, el fiel
marucho, en la Plaza de Mulas, siempre con mi mula preferida que, a pesar de su
género, se llamaba el caballo Palomo. Se
me amarraba cuidadosamente a la silla, ya que inevitablemente me dormiría
a mitad de camino. Ya se hacía noche cuando partíamos, mi viejo
a pie y yo de obligado caballero llevado por el lazo que llevaba el padre tirando
a la mula. Había que atravesar el cementerio, pasar por la casa de Salvador
y vislumbrar la sombra del Mojón del Diablo, que siempre despertó
mi curiosidad. El viaje duraba tres horas, de lo que yo difícilmente me
daba cuenta. La cháchara continua, que ya en ese entonces era mi característica
personal, iba siendo reemplazada por un profundo silencio... “¿Y
por qué vas tan callado?”, preguntaba el padre, y decía que mi inevitable
respuesta era “para no despertar a la Lola, pus”. En
una de esas ocasiones mi padre sintió algunos golpecitos en la espalda.
Siempre supuso que la fiel mula le avisaría que | |
Este
es el banderín de la Lola, que flameó por doce años en el
refugio Lagunillas. Fue creado por Humberto Espinosa (padre). Me gustaría
contar que cuando se quemó el refugio, el banderín salió
incólume. Pues no, se fue en humo como todo lo demás. |
| algo
andaba mal. Efectivamente, se volvió y descubrió que... yo ya no
estaba. Bueno, estaba.
La cincha de la silla había aflojado y yo colgaba como badajo de campana,
o de yegua madrina entre las patas de la mula. Como pudo, usando el cortaplumas
que no lo abandonaba en sus excursiones, cortó el cordel que me amarraba
a la silla. El susto que se llevó fue grande. Ya veía a la mula
espantada, corriendo, estrellando mi cabeza en todas las piedras de la ladera. Fue
sólo mucho más tarde que nos dimos cuenta que no había sido
la mula la de los golpecitos en la espalda de mi padre. Ya en ese tiempo la Lola
velaba por mí. .
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