:: FERROCARRILES.
   Mi Tren.

Por Rubén Sanhueza Gómez.

Pasé el día de Pascua viajando en mi tren. Recorrí varias veces el interior y exterior de la casa piteando cuando advertía un obstáculo, como mi dama, que es experta en el uso de la escoba (para barrer). Mi tren es hermoso. Consta de una locomotora y dos carros, que son un comedor y un dormitorio. Es de colores muy vivos, alegres, y sus piezas se hicieron por manos artesanas de calidad. Me lo trajo Santa Claus, que sabe que una de las pasiones del ser humano es viajar, y en mí se encuentra acentuada. En mi tren voy adonde quiero y me detengo donde quiero. Me cuentan que el Ministro Dolmestch tiene en su casa de campo una estación de ferrocarriles con todos los elementos propios y auténticos para desempeñarse como Jefe de Estación. Pero nunca le ha
llegado un tren, ni ha dado la orden para que alguno emprenda el viaje, ni lo ha visto siquiera. El mío va conmigo. Yo soy su conductor y le fijo el rumbo, pero a veces, sin pedirlo, me lleva a épocas o lugares que no he pensado ir. Viaja al pasado y entonces tengo horas de horas recorriendo y repasando paisajes, escenas, sentimientos, personas y todo aquello que ha quedado en las estaciones. Luego me lleva al futuro y eso es muy fácil, como se comprenderá. Basta dar el pitazo inicial y partir lentamente para acelerar de a poquito evitando un descarrilamiento. Entonces me siento junto a una ventana y miro como pasa el presente, tan rápido que generalmente no me doy cuenta de lo que veo cuando ya se ha ido. Los pitazos de advertencia no se oyen y ya viene lo nuevo, lo que está por ocurrir, allí a la vuelta. Pero me distrae el paisaje y cuando llego ya es presente y, ¡oh fatalidad!, ya es pasado.

Mi tren nunca retrocede, carece de tornamesa como la que había en mi amada tierra natal, que es Punta de Rieles. Sus estaciones son los hitos en la vida del ser. Me acurruco frente al vidrio y afirmo mi cabeza con las manos para asegurarme que estoy viajando. Y veo cuando la vegetación reverdece y pastan animales y aves y crecen árboles y arbustos. Luego se seca el paisaje. Sigue el viaje y aparecen los frutos de los árboles, los viñedos de colores verdes y azules. Las aves han engordado y los pajaritos nuevos ya vuelan y se alimentan solos. Mas, mi tren no se detiene y me hace ver la intensa lluvia, cuando no la nieve que cae en persistentes copos que se amontonan unos sobre otros. Hay que luchar contra el fuerte viento del norte, pero mi tren ya conoce la fórmula para pasar hasta la nueva estación, y así, de vueltas y vueltas, con rostros nuevos y otros que ya no están, saludando con sus pañuelos blancos desde los puentes y las estaciones porque tomaron un convoy que los lleva por rieles que nunca habían conocido y que nosotros desconocemos.

Tengo muchos amigos carrilanos que, de seguro, no han viajado tanto como yo. A ellos les reclamo cuando cambian los horarios o suben las tarifas descontroladamente. Mi tren es todo orden. Nada se improvisa, salvo mis intentos de escapar a la monotonía y, a veces, rebelarme contra el orden establecido sabiendo que no debo, ni puedo, ni es bueno que lo haga. Mi último deseo tal vez no se cumpla: que sea mi tren el que me lleve hasta el puerto de mi infancia, en donde debo embarcarme para mi viaje por el mar de la eternidad.