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homínidos a cuyo orden de mamíferos y primates se incluye al ser 
humano, eran lo más parecido a personas que yo había visto desde 
el naufragio en el río Amazonas, donde habían muerto los tres amigos 
que me acompañaban. Se fueron en la barca de la muerte, no sé si 
para ellos significó el fin de su viaje o fue un comienzo. Navegan ahora 
sus sombras en la lejanía de Itaca. En 
la meditación del amanecer me estremecí al sentir las ramas quebrándose 
y pisadas cada vez más cerca. Después y observando a mi alrededor 
descubrí que eran los mamíferos que me rodeaban y sus inquietas 
descendencias, que mamaban de sus madres, las que los limpiaban prolijamente. Observé 
días enteros la hominización de los gestos de los primates, buscando 
tal vez los vestigios de aquellos australopithecus que se transformaron en el 
homo habilis y luego en los neanderthalensis y cromagnones para llegar -luego 
de millones de años- al hombre actual. Quedé magnetizado por esos 
rostros y esos ojos que palpitan, resplandecen y relampaguean. Ellos abrieron 
para mí las puertas del misterio.Se 
me acercó en su curiosidad un simio conocido como «sapajú», 
cuyo expresivo rostro está enmarcado por un pelaje más claro en 
la cabeza, los hombros y el pectoral, y que es ágil como un pequeño 
duende del bosque, dotado de una larga cola prensil que le permite colgarse y 
saltar entre los árboles. El era quien me observaba a mí, pues yo 
representaba la especie rara o invasora en su territorio, pero el tiempo alejó 
sus temores y le vi tan próximo a mi persona que lo llamé «monito 
Kaí». Me acompañó sacándome del letargo sedante 
del clima tórrido. En las noches él dormía sobre las ramas 
del árbol que me cobijaba y fue mi guía anunciador ante el peligro 
de los nocturnos felinos que acechaban, así como las aves lo son para los 
tortuosos mineros ante el mortal gas grisú. Una mañana desapareció 
el monito Kaí, y presumí que su vida breve había sido extinguida 
por algún depredador. Al atardecer escuché gritos como los que él 
solía dar ante cualquier tipo de emoción y cuyos diferentes modos 
eran un código para mí indescifrable. Los gritos agudos y a ratos 
graves eran cada vez más cercanos. Me subí a un roquerío 
cuando le vi aparecer y tras de él la cáfila de otros sapajú 
de diferentes edades saltando entre los árboles, mi impresión es 
que Kaí quiso presentarme a su tribu. Habitamos un mismo sector, un mismo 
aire, un mismo planeta. Yo me perdía en mis penosas caminatas, sus gritos 
me indicaban el regreso. Les acerqué los frutos de su predilección 
y los vi cubiertos de pelo excepto en la cara, sus costumbres arborícolas 
y terrestres, sociables y con dotes para el aprendizaje como el bonobo. Cuando 
la lluvia se transformaba en tormenta inclemente, ellos desaparecían para 
guarecerse en sus refugios secretos y retornar al pasar la galerna. |  |  
   | Theodoro 
Elssaca y Juan Gelman, Premio Juan Rulfo de México, durante un encuentro 
internacional de poetas, donde dieron juntos un recital en la casa de Pablo Neruda 
en Isla Negra. |   «Tierra 
y Humanidad son cicatrices de tragedia en un solo rostro» T.E.
  
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Reconocerse en un animal, intermediario entre el mundo de los seres humanos y 
el de los espíritus, es una señal de identidad. Seguí sus 
vegetales costumbres y recordé los escritos del sabio Giambattista della 
Porta en su «Magia Naturalis», y unas raras descripciones de Gilbert 
sobre los magos y los brujos que empleaban para sus adivinaciones plantas de corolas 
amarillas que representaban el sol. Así como el corazón de flores 
perforadas que llamaban hierba de San Juan y que tenía fama de poner en 
fuga a los demonios y el noble botón de oro, que en mi tierra natal llamaban 
Dedal de Oro... el que bordea los caminos. Distraído 
en esos lejanos pensamientos fui aterrizado en esta realidad cuando uno de los 
sapajú levantó un palo para derribar los frutos. Y pensé 
que si yo fuera Hemingway en su afán compulsivo de matar animales, todos 
estos homínidos casi humanos ya estarían muertos. Matar fue una 
temática obsesiva de este escritor que culminó su vida de cazador 
matándose a sí mismo de un escopetazo.
Sin 
embargo, como yo no era capaz de matar a uno de esos pequeños simios que 
casi parecían niños jugando, miré a lo alto y pensé 
en las aves. Premunido de un bamboo y una rústica punta de flecha a manera 
de cerbatana, intenté cazar un pájaro, siguiendo sigiloso entre 
las ramas su canto, y recordé aquellos versos de Corcuera: «Más 
alto que el pájaro / vuela el canto. Una flecha, como un dardo / sólo 
pueden alcanzar al pájaro».
Nunca 
pude atrapar un pájaro y es que tal vez no quería extinguirlo a 
él aunque la flecha no alcanzara su canto. Yo había dado una ponencia 
en Madrid días antes de iniciar esta Expedición, en la que proponía 
el espíritu de la ecología humana: cómo yo exteriormente 
salvo la selva y cómo interiormente salvo mi cuerpo, la psiquis que lo 
habita y el alimento del alma.
De 
alguna manera inconsciente tal vez, yo había decidido desaparecer. Existir 
sin ser visto, como los Indios Jaguares en su devoción por El Espejo Humeante. 
Yo soy yo, mi doble y el Espejo, es como cuando Plotino dice: «hay tres 
formas del tiempo, y esas tres formas del tiempo son el presente», son o 
hacen el presente, como única realidad posible, en su inexorable fugacidad. 
Ahora yo ingresaba al olvido, entrando hacia las enredaderas y el silencio, como 
si hubiese atravesado una puerta inexistente en la vastedad de los médanos.
Mi 
soledad estaba conectada secretamente con las soledades de esos otros seres que 
habitaban la selva, pero ellos en su inocencia no estaban solos ni perdidos y 
llegué a preguntarme: ¿y yo de qué estoy perdido?
Pero 
irremediablemente sí lo estaba, porque a diferencia de mi Expedición 
al Norte del Africa, en la que siempre había una montaña, un horizonte, 
o un oasis, aquí en el corazón del Amazonas yo estaba sufriendo 
la falta absoluta de referentes, de horizontes o de cualquier hito que pudiese 
marcar alguna dirección. Por el contrario, me encontraba hundido en el 
humus, bajo milenarios árboles tan enormes que no había posibilidad 
de horizonte alguno.
El 
río, el gran río del planeta sí estaba más allá, 
adonde no había querido regresar por la carga dramática de lo que 
ahí había experimentado. El río en su interminable sinuosidad 
era un equívoco referente. Enfermo de la sombra que me había hecho 
desaparecer y embargado por la nostalgia de la luz, tomé mis exiguas pertenencias 
rescatadas y me puse en marcha hacia las míticas aguas.
Entonces 
la sombra me dijo: ¡Detente! Y vi sobre mi cabeza el temible aguijón 
de la muerte cerniéndose en el aire. ¿Qué decir cuándo 
se llega al fin y uno se ve cayendo en el marasmo? Pero el fulgor de la llamarada 
interior que me animaba fue más fuerte y desde esa lóbrega humedad 
cercana a los pantanos salí en busca de la esperanza.