La
mujer, que es la que prepara los alimentos familiares, se había conseguido
una gallina de casa pa’ que le diera huevitos frescos, pero como ponía
sólo un huevo, se los sorteaba a los niños más pequeños.
La cuidaba re mucho, le daba maíz y harinilla, siempre andaba con el buche
lleno y la tenía en un gallinero pa’ que los perros no la fueran a matar.
Pero
el astuto hombre pensó en hacer el negocio del año. Se dijo: le
vendo la gallina negra al diablo y mañana le compro una docena a la vieja.
Total, no se iba a dar ni cuenta, y cuando lo hiciera el buen marido le tendría
lleno el gallinero con aves de todos colores.
Era
21 de Junio. Como a las seis de la tarde el hombrón se tomó un tacho
de té con un pedazo de tortilla caliente. El nerviosismo le tenía
el estómago apretado, de modo que se limpió los bigotes, haciéndose
el leso salió, entró al gallinero, maneó a la gallina de
las patas y la puso dentro de un saco harinero. En la casa ni cuenta se dieron,
con el llanto de los niños y su gritadera. Tomó su rumbo el hombre,
la mente la llevaba en blanco, descendió por el camino hacia El Ingenio,
cruzó el puente sin mirar el río, sólo que su ruido le estremecía
el alma y cada vez sentía más miedo. Pero qué le iba a hacer,
era la única posibilidad de salir del apuro económico en que se
encontraba su familia. El frío le carcomía los huesos, su paso era
lento pero firme. Pasó un huaso por su lado, le saludó, y él
le respondió con un yehalé sin muchas ganas. Ya eran como las once
de la noche, harto había caminado, ya estaba llegando al estero de El Ingenio,
donde hay una intersección de caminos, uno que cruza la quebrada y otro
que desciende. Prendió el último cigarro que le quedaba. La gallina
ya ni se movía dentro del saco. Pensó en su apuesta, tomó
fuerzas, y se dijo que el diablo de puta madre no se las ganaría, que ni
se le ocurriera llevárselo porque le iba a mostrar un crucifijo hecho de
ramas, lo iba a morder y a pegar unos combos que le quedaría todo marcado.
Además se sabía las doce palabras redoblás que sirven pa’
alejar todo el mal.
Ya faltaban como cinco minutos pa’ las doce cuando comenzó
el ritual. Se paró con la chaqueta abierta y la gallina bajo el brazo justo
en el cruce de los caminos, y con voz sacada desde el fondo del ser lanzó
un fuerte grito: ¡quién me compra esta gallina negra en trescientos
pesos! Pero no hubo respuesta, sólo sonaron unas ramas, seguramente por
el movimiento de algunos bichos que despertó con el grito. Tiritaba de
susto, pero no hubo respuesta del diablo, así que se subió los pantalones
y gritó nuevamente: ¡quién me compra esta gallina negra en
trescientos pesos! Las piernas ya se le doblaban y el diablo no escuchaba. Pero
ya no había arrepentimiento que valiera, y siendo las doce en punto gritó
por última vez. La voz le tembló, sentía que lo iban a agarrar
por atrás, mientras la gallina maniatada aleteaba para salvarse. ¡Quién
me compra esta gallina negra en trescientos pesos!, gritó, y en eso escucha
un grito no muy lejos que dice: ¡ya, tráela pa’cá pa’ que
te dejís de huevear, yo te la compro! Con el susto no supo de nada, soltó
la gallina, se le calló el sombrero y salió saltando por entre el
monte. Todo rasguñado iba el hombre, hasta unos porrazos se dio, pero el
susto lo hacía arrancar como alma que se lleva el viento, y corrió
hasta su casa donde, al lado de su mujer, se sintió seguro. Nunca se lo
contó a la ñora, porque no lo perdonaría, por huevón.
Mientras
tanto, el supuesto diablo que había gritado estaba muerto de la risa, porque
se trataba de un cristiano que estaba acampa’o por allí cerca cuidando
su ganado. Cuando aclaró fue a mirar al cruce del camino por si al valiente
se le había quedado algo, y sí pues, allí estaba el sombrerito
entierrado y la gallina cansada en el suelo, amarrada. De manera que pa’ ese día
le esperaba una rica cazuela de campo.