El resto del camino transcurrió sin mayores incidentes,
con paradas para enseñarle los puntos en que se había
desarrollado mi vida de infancia. La casa natal de mi madre
en El Manzano, el Purgatorio, el camino hacia las Torrecillas,
el estero de las Monjas y ese lugar que sólo los iniciados
conocen, desde donde se puede ver la cabeza nevada de nuestro
Padre, el Tupungato. Pasamos el resto de la tarde improvisando
con ramas amarradas con el rollo de pita que guardaba en su
morral “de virtud” -de donde aparecían los más
increíbles objetos, que nos sacaron de más de
un apuro- un refugio vegetal donde pasaríamos la noche,
la cual no tardó en llenarnos de luz de luna y estrellas.
Cuando
tomábamos el tradicional cafecito la conversación
cayó en torno a la Lola. Ella, que tiene mucha
mas autoridad que yo en materias esotéricas, me explicaba
que la Lola se hacía real en noches como esa, en medio
del sobrecogedor paisaje en que nos hallábamos, y que
si la Lola era efectivamente mi protectora y madrina, encontraría
manera de materializarse. No acababa de decirlo, cuando una
de esas arañas negras y grandotas cayó
desde nuestro improvisado techo vegetal directamente en mi
taza con café recién preparado. Al margen de
lo improbable que resulta que una hábil araña
andina pierda de ese modo el equilibrio, todo ello resultaba
de una especial coincidencia y de fenómenos absolutamente
naturales. Pero aún hoy, cuarenta años mas tarde,
siento que la piel se me eriza, como aquella noche.
Al día
siguiente tuve tiempo para mostrarle el lugar: lo que queda
de la piscinita que formamos con piedras en el arroyo, mi
piedra resbalín -donde dejamos, para disgusto de mi
madre, todos los pantalones de verano-, la gruta de la virgen,
el torrentoso Río Colorado…
Volvimos
temprano. Queríamos hacer nuestro viaje con luz diurna.
Ella abriendo el camino. Yo siguiéndola de demasiado
cerca. En algún lugar su motoneta se enredó
en gravilla suelta y cayó sin mayor problema. Yo, demasiado
cerca, no pude evitar el estrellarla también,
y caí en medio de risas. En un lugar alejadísimo
y solitario, chocábamos entre nosotros.
El incidente
nos permitió darnos cuenta de una triste situación: no
nos quedaba bencina suficiente para el regreso. Viajar hasta
San José resultaba tan disparatado como intentar llegar
a Puente Alto. La planta hidroeléctrica de los Maitenes
fue la solución. El ingeniero de turno, con extraordinaria
gentileza, nos convidó el combustible que nos faltaba.
Terminado el intercambio de combustible y de agradecimientos,
el ingeniero me preguntó: ¿Y usted sale así
con su señora? Sintiéndome en el máximo
de mi ingeniosidad, le contesté: Es para que se
haga hombre, pues. El sólo atinó a reprocharme,
violentamente: ¡Irresponsable!
Paramos
por un refresco en El Manzano. Viéndola bajar de su
moto, no pude resistir la risa: su infaltable poncho
tapaba el morral que le caía por delante. ¡Se
le veía una panza de ocho meses!