:: EVOCACIONES.
   ¡ Irresponsable !
Por Gino Palma, desde Quebec.

Recién iniciado nuestro idilio, decidimos un día cualquiera hacer una excursión al Alfalfal, en el Cajón del Colorado. Temprano en la mañana, en nuestras sendas motonetas partimos hacia Macul para tomar el camino hacia El Manzano. No habíamos aún llegado a Ñuñoa, cuando ya notamos un primer accidente. El apuro por partir me había hecho amarrar mal la carpa en la que pensábamos pernoctar y se nos había caído en algún punto del camino. Un corto conciliábulo nos llevó al mismo tipo de conclusión a la cual hemos llegado en muchas oportunidades: seguir adelante con lo planeado, a pesar de los inconvenientes.

Yo me temía que, dada su condición de delicada “ballerina”, no tuviera la resistencia que, no me cabía la menor duda, le tocaría afrontar en una vida en común conmigo. Muy para callado, pensaba también presentarla a mi hada madrina: la Lola.

El resto del camino transcurrió sin mayores incidentes, con paradas para enseñarle los puntos en que se había desarrollado mi vida de infancia. La casa natal de mi madre en El Manzano, el Purgatorio, el camino hacia las Torrecillas, el estero de las Monjas y ese lugar que sólo los iniciados conocen, desde donde se puede ver la cabeza nevada de nuestro Padre, el Tupungato. Pasamos el resto de la tarde improvisando con ramas amarradas con el rollo de pita que guardaba en su morral “de virtud” -de donde aparecían los más increíbles objetos, que nos sacaron de más de un apuro- un refugio vegetal donde pasaríamos la noche, la cual no tardó en llenarnos de luz de luna y estrellas.

Cuando tomábamos el tradicional cafecito la conversación cayó en torno a la Lola.  Ella, que tiene mucha mas autoridad que yo en materias esotéricas, me explicaba que la Lola se hacía real en noches como esa, en medio del sobrecogedor paisaje en que nos hallábamos, y que si la Lola era efectivamente mi protectora y madrina, encontraría manera de materializarse. No acababa de decirlo, cuando una de  esas arañas negras y grandotas cayó desde nuestro improvisado techo vegetal directamente en mi taza con café recién preparado. Al margen de lo improbable que resulta que una hábil araña andina pierda de ese modo el equilibrio, todo ello resultaba de una especial coincidencia y de fenómenos absolutamente naturales. Pero aún hoy, cuarenta años mas tarde, siento que la piel se me eriza, como aquella noche.

Al día siguiente tuve tiempo para mostrarle el lugar: lo que queda de la piscinita que formamos con piedras en el arroyo, mi piedra resbalín -donde dejamos, para disgusto de mi madre, todos los pantalones de verano-, la gruta de la virgen, el torrentoso Río Colorado…

Volvimos temprano. Queríamos hacer nuestro viaje con luz diurna. Ella abriendo el camino. Yo siguiéndola de demasiado cerca. En algún lugar su motoneta se enredó en gravilla suelta y cayó sin mayor problema. Yo, demasiado cerca, no pude evitar el estrellarla también, y caí en medio de risas. En un lugar alejadísimo y solitario, chocábamos entre nosotros.

El incidente nos permitió darnos cuenta de una triste situación: no nos quedaba bencina suficiente para el regreso. Viajar hasta San José resultaba tan disparatado como intentar llegar a Puente Alto. La planta hidroeléctrica de los Maitenes fue la solución. El ingeniero de turno, con extraordinaria gentileza, nos convidó el combustible que nos faltaba. Terminado el intercambio de combustible y de agradecimientos, el ingeniero me preguntó: ¿Y usted sale así con su señora? Sintiéndome en el máximo de mi ingeniosidad, le contesté: Es para que se haga hombre, pues. El sólo atinó a reprocharme, violentamente: ¡Irresponsable!

Paramos por un refresco en El Manzano. Viéndola bajar de su moto, no pude resistir la risa: su infaltable poncho tapaba el morral que le caía por delante. ¡Se le veía una panza de ocho meses!