(concesiones
chileno-inglesas), que son los encargados de usufructuar de
los servicios de trenes que trasladan por el único
camino aparentemente viable al Santuario de Machupicchu. Estratégica
y monopolicamente este transporte se paga en dólares,
postergando a pueblos andinos que ni siquiera salen en los
mapas, como Huiro, Santa María, Santa Teresa; y que
con un poco más de esfuerzo y aventurando, te llevan
de igual forma a ese lugar. Ahí están la señora
María en su hostería Auqui, con el agradable
perfume del idilio provinciano; Felícita, con su sopa
de gallina; Martina, sordomuda que intenta sin gran éxito
vender sus arreglos florales a rosados gringos que pasan por
el pueblo de Corihuarachina en el tren turístico que
se detiene sólo unos minutos; y don Luís, que
a las siete de la mañana y con una sed tremenda va
raudo a comprar cañaza (licor de caña, alcohol
puro), “es para el mate”, dice. Quechua para todos, pero ni
luz, ni agua, ni baños, ni modernidad. Ninguno de los
privilegios que conocemos. Ahí la vida transcurre apaciblemente
en medio de una ancestral realidad.
-¡Agüita,
Mamicha!- pedía Charmín, una niña de
dos años, después de comer choclos cocidos.
A las tres de la madrugada nosotros y ella llevábamos
quince horas atascados en medio de la noche a causa de los
derrumbes provocados por las lluvias estivales, que con frecuencia
se presentan en esos caminos de tierra y naturaleza sin domesticar.
Y en el Cuzco -o Qosqo Llacta, como se llamó antes
de que un brillante alcalde lo españolizara- el trabajo
infantil no se queda atrás:
-¡Le canto señor!
-¡Le limpio sus zapatos señor!
-¡Le dedico un poema a su esposa señor!
Para ellos
el trabajo comienza a las cinco de la mañana, y durante
los viajes rurales descansan y duermen en los pasillos de
los buses. Un tren diario para los dueños de casa (prohibido
ir con los turistas) y cinco o más frecuencias full
para el cosmopolita público que visita la ciudad.
Fue sentirme
más latinoamericano y a la vez avergonzarme de las
mezquindades humanas, puntualmente de grupos económicos
chilenos. La existencia de campos minados en la frontera Tacna-Arica
es la oposición a esta multiculturalidad, al sincretismo
religioso tan arraigado, a los bailes y tradiciones análogas
de gente morena, como usted y yo. Es tener un sentimiento
encontrado, ciertamente, con mi país, al que veo como
un hijo bastardo o el niño malo de Latinoamérica.
¿Causas? Sociológicas, ensimismamiento geográfico
y psicológico, carácter propio, no lo sé.
Un dato
curioso: Al norte de Mejillones existe un puerto llamado Cobija,
que fue boliviano; son cosas que no se enseñan en nuestros
colegios básicos.
Turistas
chilenos paseándose con arrogancia en un país
tan similar al nuestro, que de regreso a Chile mira una televisión
creada para gente rubia y de tez blanca, feliz y exitosa,
frente a la morena y mestiza verdad del 80% de sangre mapuche
que corre por nuestras venas (incluso en los barrios adinerados
de Santiago). Es la negación de un pasado indígena,
el doble estándar y todo lo que ustedes ya saben. ¿Herencia
española? ¿En qué momento de la historia
perdimos nuestra identidad, o acaso el mestizaje jamás
permitió tenerla?
Los pueblos
los hacen sus gentes. Perú acepta su riquísima
identidad cultural. Nosotros tenemos mall. Entonces a respirar
y contextualizarnos…