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                  Por: Rose Deakin, vecina inglesa de San Alfonso. 
                   
                    |  Necesitaba 
                        cordero para el cumpleaños de una amiga. En el 
                        Cajón del Maipo en vez de ir a una carnicería 
                        se busca a una persona que esté vendiendo lo que 
                        uno necesita. Después de mucho buscar, pues no 
                        era la temporada alta de corderos y cabritos, un poco 
                        más arriba de San Gabriel, me encontré con 
                        la familia Campo de los Pilche. Me prometieron el cordero 
                        para el sábado siguiente, así que ese día 
                        tuve que ir a recogerlo.No fue una expedición solitaria, sino que fuimos 
                        todos: yo, cuatro adultos de la familia Campo y tres niños. 
                        Llegamos a un lugar precioso con árboles, potreros 
                        verdes de pasto permanente, águilas volando alrededor, 
                        montañas altas cubiertas de nieve y, otras más 
                        bajas, con curiosas rocas que, supongo, eran los piches. 
                        Había un galpón grande, desde donde salieron 
                        varios caballos. También había perros, cachorritos 
                        y gallinas muy coloradas comiendo tierra. Alguien salió 
                        a caballo trayendo los cabritos y los corderos y los encerró 
                        en un corral. Yo me alejé un poco y miré 
                        hacia las montañas. No quise ver la matanza de 
                        mi pobre cordero. Ese paraíso parecía un 
                        lugar para vivir tranquilamente, no para morir.
 |  |   |   Me 
                  senté mirando la cordillera, tan bonita con nieve y rocas, 
                  hasta que un ruido me tocó, parecía el sonido 
                  de un chorro grande de agua cayendo. Miré hacia la mesa 
                  donde habían puesto el cordero, boca arriba con la cabeza 
                  colgando por un lado de ella. El chorro que había oído 
                  era de sangre cayendo en una fuente, y provino del cuello del 
                  cordero. El animal no se movía nada, por eso esperé 
                  a que ya estuviera muerto. De repente otro ruido llenó el aire. Eran los cachorritos 
                  ladrando de felicidad mientras tomaban lo más rápido 
                  posible la sangre tan rica que había caído en 
                  la fuente. Habían quedado con sus cabezas rojas, lo que 
                  los hacía ver muy cómicos.
 Ahora estaba atenta y seguí mirando y también 
                  sacando fotos. El próximo paso fue poner al cordero, 
                  ya muerto, boca arriba, completamente sobre la mesa. Manolo 
                  hizo un corte chico en la pierna izquierda y puso sus labios 
                  en ella. Sopló un poco y después le pegó 
                  al cuerpo con un palo, supongo que para dispersar el aire. Repitió 
                  el proceso varias veces.
 Después le empezaron a sacar el cuero. Cortaron la parte 
                  de arriba hasta un punto y luego tomaron el cordero entero, 
                  con el cuero colgando, y lo colgaron de un árbol, por 
                  las dos piernas de atrás. Con un movimiento rápido, 
                  igual que sacar un parche de la piel, alguien arrancó 
                  todo el pellejo del animal. En Inglaterra un cuero de estos 
                  cuesta mucho, por eso pregunté si podía comprarlo. 
                  Acordamos un monto modesto, y ahora tengo cuero de cordero para 
                  mi nieta de dos meses que muy pronto llegará a vivir 
                  acá con sus padres.
 Finalmente, carnearon al pobre cordero, dejándolo listo 
                  para la parrilla. Las partes interiores se las tiraron a las 
                  gallinas, que se las pelearon bravamente entre ellas. Después 
                  llevamos todo a la camioneta y manejé hacia abajo, a 
                  San Alfonso, sintiéndome un poco asesina. Pero finalmente, 
                  uno entierra su pena en favor de una buena comida o de un regalo 
                  de cumpleaños.
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