avenidas expeditas libres de bocinazos estresantes, y un tránsito
más fluido. Sin embargo, este placentero panorama visual
contrastó con la turba que en muchos paraderos luchaba
por conseguir un pasaje de regreso a casa. ¿Qué
será lo que no está funcionando?, me pregunté,
y concluí que para que las cosas comiencen a marchar
bien son dos los actores que deben modificar su actitud.
Por un
lado, los usuarios tenemos que ir asumiendo el cambio cultural
que este proceso involucra; transformación que no sólo
supone una innovación tecnológica, sino que
fundamentalmente plantea un nuevo modo de concebir el transporte:
ordenado, con reglas y planificación. Tenemos que entender
que, si aspiramos a un mínimo “desarrollo”, no podemos
seguir siendo parte de un sistema caótico, inseguro
y desorganizado que funcione a la pinta de más de tres
mil dueños de micros, a la de los choferes que se detienen
en cualquier sitio con tal de cortar un boleto, o al antojo
del pasajero cómodo que prefiere esperar la micro en
la esquina (si no afuera de su casa) en lugar de ir al paradero.
Un sistema
de locomoción racional y moderno incentiva, por ejemplo,
la utilización de bicicletas. Al respecto, en muchas
ciudades europeas y también latinoamericanas el uso
de este vehículo como medio de transporte alternativo
es creciente y ha traído enormes beneficios a la población:
salud colectiva y un ambiente más limpio. ¿Por
qué, si el chileno tiene un cuerpo sano y sus cuatro
extremidades funcionando, no puede empezar a movilizarse en
bicicleta y de paso mejorar su estado físico? Es claro
que esto no sólo depende de los potenciales ciclistas,
sino que también de los vehículos motorizados
que deben aprender a compartir las calles, haciendo más
amigables los desplazamientos, como corresponde a una ciudad
y población civilizadas.
Pero nada
es fácil. Lamentablemente faltó previsión
al momento de diseñar y trasladar la teoría
a la práctica. Pensar que el chileno cambiaría
de costumbres en un par de meses fue ingenuo y hoy sólo
queda aprender sobre la marcha.
Los empresarios
dueños de micros constituyen el otro pilar en que se
sostiene el plan, y evidentemente la mayoría de ellos
no está cumpliendo con su parte. Máquinas hay.
Y me parece inconcebible y hasta sospechoso que a los denominados
“zares” del transporte les resulte tan fácil eludir
los compromisos acordados con la autoridad. A casi dos meses
de inaugurado el proceso, las irregularidades, que debieron
solucionarse apenas fueron identificadas, persisten: ¿dónde
está la totalidad de los buses, principalmente alimentadores,
que son los más necesarios para acercar a la población
a sus hogares? ¿Por qué pasadas las diez de
la noche los recorridos funcionan sólo al 30%? Pese
a las continuas advertencias, políticas de tolerancia
cero y multas cursadas por el gobierno a los operadores, la
situación no parece mejorar. No hay dudas, para muchos
la sed de fracaso del Transantiago y su aparente colapso se
ha transformado en un verdadero manantial de dividendos políticos;
por eso no me extrañaría que el espíritu
destructivo con aroma a boicot de ciertos sectores se mantenga
y prolongue hasta el momento de algún proceso electoral.
Nadie
con un mínimo de nivel de instrucción ha desechado
al Transantiago como sistema superior al antiguo. El error
no lo constituye la idea que lo sustenta, sino la forma en
cómo se implementó. Pero, no olvidemos que los
frutos de una transformación tan trascendental no se
recogen mañana ni pasado. Confiemos en que a mediano
plazo el tan bullado analfabetismo funcional chileno se transforme
en una adaptación. Adaptémonos a la ciudad y
no hagamos que, nuevamente, ella termine adaptándose
a nosotros. De lo contrario… volveremos al pasado.
Vania
Ríos Molina.