:: EVOCACIONES.
   Mi tío Ramón.
Por Gino Palma, desde Quebec.
Cuando recuerdo a mi abuelo, siento más que nada su mano enorme agarrada a mi hombro. El tío Ramón era un gigante, sus casi dos metros de altura le hacían difícil pasar por muchas de las puertas de nuestra casi aldea. No era en realidad mi abuelo, era hermano de la abuela Julia, viuda del que fuera por largo tiempo aduanero de El Manzano y que murió cuando mi madre era muy niñita para guardar ningún recuerdo. El tío Ramón había llegado a San José, como la mayoría de nuestros antepasados, achacado por el flagelo de esa época, la tuberculosis. El único remedio que se conocía en aquellos años era el privilegiado clima del Cajón. A la
muerte de su cuñado le propuso a su hermana que, a cambio del dinero del desahucio, él se haría cargo de ella y de sus tres hijos, para lo cual se trasladaron a San José, donde él instaló un almacén general que más tarde asoció con Campodónico y Latorre. Hoy está transformado en un moderno supermercado.

En la época de mis recuerdos, el tío Ramón, ya jubilado, estaba casi totalmente ciego, resultado de cataratas, que hoy día se resolverían con una simple operación. Las “nubes en el ojo” le daban un aspecto muy especial de ojos claros en una tez muy morena. Su orgullo lo hacía actuar sin admitir su defecto. Se transformaron en míticas algunas de sus aventuras, como cuando lo pillaron imprecando a un abrigo en una percha de su casa porque no se dignaba contestarle. Creo que su amistad conmigo derivaba del hecho que, por mi color, era fácil distinguirme.

La presencia del nieto le daba la oportunidad de hacer sus salidas sin estar sometido a las decisiones de un cicerone adulto, a la plaza, a recorrer la calle Comercio. Se encasquetaba su poncho de Castilla, que constituía mi envidia y que le daba una presencia señorial, el bastón en su mano izquierda y, colocando la derecha en mi hombro, me decía: “ya, vamos, hay mucho que hacer”.

Me sentía orgullosísimo de mi parecido al viejo. Los comentarios eran que el nieto era una miniatura del abuelo. No me considero especialmente chico, pero al lado de don Ramón realmente debo haber parecido un enano, de su mismo color y con la misma nariz prominente. Por lo general, el paseo duraba sólo hasta el otro lado de la calle, al primer banco de la plaza, donde se encontraba con sus amigos, otros jubilados como él, los p atriarcas de su tiempo. La plaza estaba adornada con reproducciones en bronce de las mismas que ornan aún los jardines del antiguo edificio del Congreso en calle Catedral. Diosas o ninfas, el asunto no me ha preocupado mucho. Algún fundidor debe haber ganado unos buenos pesos vendiendo tales adornos urbanísticos a las municipalidades chilenas. Naturalmente, y como es debido, con los pechos al aire y de formas atractivas. Esta exhibición lasciva de desnudez habían despertado las iras del cura párroco de San José, que se había puesto en campaña para hacerlas retirar. La disputa llegó a su máximo cuando una mañana las tales estatuas aparecieron provistas de sostenes y camisetas.

Los amigos del tío Ramón, liberales y radicales de la época, en sus comentarios del asunto, de tipo más bien procaz con fuertes risotadas, terminaban por irritar aún más al señor cura. Yo todavía no estaba en edad para interesarme en esa conversación, y ellos, gustosos, me dejaban corretear por la plaza, a condición de no atravesar las calles, restricción un poco innecesaria dado el escaso tráfico por esas calles aún no pavimentadas. No sé en qué habrá terminado la controversia. Como sea, las famosas estatuas hoy no están en la plaza. De regreso de nuestro movido paseo e instalados en su sala de estar, venía el consabido ofrecimiento de un rico apiado, del que había siempre una abundante reserva. El viejo sabía que yo no aceptaría por la prohibición absoluta de mis padres a ingerir cualquier tipo de alcohol, especialmente con ese genio del mal.

Mi habitual conversa rondaba por el tema que me atraía, la existencia de La Lola. El abuelo, con su ceceo característico, me respondía: “Ezaz zon historiaz para loz rotoz. Ez para que no anden curadoz de noche en zuz caballoz. Pero no hay que faltarle el rezpeto a La Lola, ez mejor zer zu amigo”. Me decían que el ceceo era producto de una prótesis dental mal ajustada. Allí me explicó lo del puelche y la travesía, los vientos transversales de Chile que en San José corren de norte a sur, dada la estructura orográfica particular del Cajón.

La verdad es que había muchas diferencias con el Tío Ramón, que se traducían en conflictos permanentes entre él y mi madre y sus hermanas. Para él, eran una manga de malagradecidas, y para ellas, un viejo de mierda, avaro y aprovechador. Por eso, estábamos en Santiago. Mis viajes a San José eran acompañando a mi padre. Mi madre se negó hasta el fin a regresar. Y ese fin vino cuando el abuelo Ramón murió, después de contraer matrimonio con la María, su empleada doméstica por todos esos años y que según las malas lenguas era su amiguita con ventaja. La gran expectación era saber a quién había dejado su dinero. ¡Y se lo dejó a las monjas de San José, para que financiaran su colegio, porque según él la escuela pública no era más que un nido de comunistas! Yo recibí el poncho de Castilla y una pesada enciclopedia que hojeaba con fruición en mis visitas. Naturalmente, cuando mi padre fue a buscar mi herencia, esta ya había desaparecido.

Creo que por única vez en mi vida asistí a una misa en condición de participante. Tal vez olvidando sus antiguas querellas por la desnudez de las estatuas, el párroco cantó la misa completa, lo que no dejó de ser impresionante para un muchacho de 15 años que no conocía de esas cosas. A la salida de la misa fue embarcado en una carroza, supongo que la mejor que había en San José, y partió rumbo a Santiago. Pero la carroza se detuvo frente a la casa de los Barrios, donde la esperaba un camión de carga común y corriente. En el momento de hacer el traslado, se dieron cuenta de que no había espacio previsto para trasladar al sobrino. Me embarcaron en el camión, mientras mi padre ocupaba el espacio del acompañante en la cabina. Al poco andar, bastante cansado del traqueteo del camino, terminé sentándome irreverente en el ataúd del abuelo. El viaje se hizo hasta la plaza Sucre, en Ñuñoa, donde nos esperaba una hermosa carroza y todo un cortejo de autos. El sobrino, demasiado sucio para el elegante acontecimiento, fue enviado a casa.

Diré que el único incidente digno de mención de ese último viaje fue justo en El Canelo, frente al Purgatorio, en cuya cumbre, yo sigo convencido, habita La Lola. El camión se detuvo extrañamente, con un intrincado problema de carburador. Mi padre, descendiendo de la cabina, con su sonrisa socarrona me dijo: “Es La Lola que quiere despedirse”.