:: TRADICIÓN ORAL.
    Perro negro.

Por Cecilia Sandana González.

Esta historia ocurre durante la primera mitad del siglo XX, en San Juan de Pirque. Bellos paisajes, infinidad de árboles, un sinnúmero de matices verde-cafés. Otoño, las pisadas sonaban como galletas crujientes bajo las ojotas campesinas. La acequia ponía la música junto al cántico de los grillos que alegraba por la tarde el fundo. Nadie hablaba, todo eran gestos cuando llegó el Manuel. Eran las como seis de la tarde, ya nadie lo esperaba, se había atrasado en salir de San José en el trencito. Llegó con sus pilchas en un saco papero y con el sombrero en la mano se presentó ante el capataz. Le dijo que era el hombre a quien Luchito, el viejo que hace carbón, le había recomendado para cuidar, regar los arbolitos y barrer las
hojas. El capataz lo miró de pies a cabeza, lo encontró harto joven, pero en fin, necesitaba a un cuidador soltero porque así lo quería la señora. Hacía una semana el cuidador de toda la vida había fallecido de puro viejito.

El capataz le indicó que lo siguiera por una inmensa alameda. Manuel miraba los coloridos y quedó sorprendido cuando a lo lejos vio la casa patronal. Nunca había visto casa similar, como un castillo. Preguntó cómo se llamaban los patrones, y el hombrón le respondió que sólo estaban la señora Matilde y sus tres hijos, porque el caballero hacía cinco años que había muerto. Y dijo que en esta casa no se hacían preguntas, sólo se obedecía. Pasaron por un costado de la casa y más allá se veía una construcción pequeña, hecha de piedra laja, con una puerta negra cerrada con un candado enmohecido. Tenía sólo una ventana, con barrotes, donde las arañas creaban sus dibujos de tela. Justo al lado de esta construcción había una pequeña casita de madera con un tubo de salamandra en el techo. El capataz le dijo:

-Esta es tu pieza. Y ya te dije que aquí na’ de hacer preguntas. A la señora y los señoritos se les saluda sacándose el sombrero. Si hacís bien la pega podís estar años acá. Vai a tener días libres, pero antes de las siete de la tarde tenís que estar de vuelta. Na‘ de llegar borracho, ni menos traer mujeres, y lo más importante, es que todas las noches cuando suene la campana de la señora, a eso de las ocho, tenís que venirte pa‘ tu rancho, cerrar la puerta y no salir hasta el otro día. ¿Me escuchaste bien?
-Sí patroncito, pero en la noche…, a mí me dijeron que aquí penaban.
-Cállate y acuéstate será mejor.

El capataz cerró la puerta y se marchó. Manuel se tendió sobre la cama. “Mientras me paguen está todo bien”, se dijo, pero no se le borraba de la mente lo que el carbonero le había contado, que por ese fundo andaba un alma en pena y que nadie se acercaba por ahí. De tanto cavilar, se quedó dormido. Hasta que escuchó aullar a un perro. Buscó unas cerillas y encendió un cabo de vela que estaba sobre la salamandra. Se persignó, acercándose a la ventana, mientras los aullidos se hacían más fuertes. Vio cómo en la casa patronal se apagaban todas las luces. Miró hacia la construcción de piedra alumbrada por la luna y vio que a través de los barrotes de la ventana salía un enorme perro negro. Tenía el hocico baboso y la lengua afuera. De su cuello arrastraba una cadena brillante que sonaba tan fuerte que Manuel tuvo que taparse las orejas. De susto se le caían las lágrimas, no entendía cómo el perro pudo salir por entre los barrotes. Sus ladridos eran de sufrimiento, de otro mundo. Se lo escuchó dar vueltas por la casa grande, y después se fue a recorrer los potreros y los corrales, mientras su ladrido se continuaba escuchando. El nuevo inquilino no sabía qué hacer, y así con ropa se metió entremedio de las frazadas, rezando. No podía dormir, porque el perro se acercaba y se alejaba. En un momento estuvo frente a su puerta y ladró tres veces. Manuel sólo imploraba, hasta dejar de tomar le juró a la Virgen del Carmen si esto terminaba. Lentamente comenzó a aclarar y el perro volvió a aullar. Con la sonajera de la cadena se metió en la casa de piedra. Manuel no había pegado un ojo, así es que apenas sintió a los demás inquilinos se asomó a la ventana, se puso el sombrero y de reojo miró la casa de piedra. Vio que en la ventana estaban las mismas telas de araña del día anterior. Partió a la cocina de los trabajadores, allí saludó mientras todos murmuraban y reían. Agarró su tacho y la tortilla y se sentó en un piso al lado de un abuelo desdentado que desayunaba solo. Se miraron a los ojos y el anciano le dijo:
-Mijito, ¿le dio mucho miedo anoche?
-Mire, yo lo único que sé es que ahora mismo tomo mis cuatro tiras y me voy. Anoche anduvo el diablo aquí, y hasta me fue a ladrar a la puerta…
-Mire mijo, yo llevo aquí cincuenta años, y el patrón no era malo, lo que pasó fue que siempre quiso tener más y la avaricia lo llevó a ser todas esas cosas…
-¿Pero de qué me está hablando? Si era un perro el que andaba anoche…
-Es que ese es el patrón. Quería más tierras, más plata, dejar asegurada a su familia, así que hizo pacto con el cachúo y el plazo se le cumplió. Y cuando Don Sata lo vino a buscar el futre no se quería ir. Trajo a un cura pa‘ que lo expulsara, pero la santiguá le sirvió a medias porque igual lo agarró y lo encerró en la casa de piedra. Lo convirtió en perro y lo deja salir a sus campos todas las noches, porque pareciera que así sufre más. Su esposa y sus hijos lo saben, por eso aquí nadie los visita, a todos les da miedo, si ni los ladrones se atreven.

Manuel se paró, fue a la pieza, agarró el saco papero y salió por la triste alameda de San Juan de Pirque.