ATISBOS
Por Juan Pablo Yáñez Barrios.

Estaba mirando la playa, en la que se posaba un grupo de gaviotas. De pronto, vi lo que muchos también han visto: como si fuera uno solo, los pájaros emprendieron el vuelo. Su simultaneidad fue tan perfecta al despegar, que pensé que habían sido asustados por algún factor externo. ¿Un animal, un ruido? Pero nada extraordinario parecía haber pasado. Ahora las aves describían un semicírculo allá arriba, y terminaron por posarse nuevamente sobre la arena.

Yo estaba observando la normalidad de las gaviotas, nada más. El estímulo que las había hecho levantar un
vuelo simultáneo era interno, venía de adentro. Podían actuar como si tuvieran un plan de vuelo ya trazado.

A menudo los espectáculos de vuelo coordinado de aviones que brindan los humanos terminan en desastre. El hombre no es pájaro. Volar coordinadamente para un pájaro es natural, mientras que para el hombre es técnica. Tampoco fallan los bancos de peces formados por innumerables individuos cuando giran sincrónicamente al cambiar su dirección de avance. Los primeros peces de los lados del cardumen se convierten en los rectores del movimiento y el resto cambia de dirección en forma simultánea, al igual que el despegue o el cambio de rumbo de una bandada de pájaros. Es increíble ver el fenómeno de "expansión de destello", cuando un cardumen es agredido: en una fracción de segundo los peces se disparan como relámpagos, desde el centro hacia el exterior, como ya informados de la dirección que deben adquirir para no chocar con sus vecinos.

El estímulo que rige al grupo de pájaros y al grupo de peces tiene un mismo origen. Su efecto es tal, que esa bandada y ese cardumen se comportan como si fueran individuos. El naturalista Edmund Selous -estudioso de la conducta de pájaros durante más de treinta años- expresó: «Me pregunto cómo puede explicarse un comportamiento así sin un proceso de transferencia de pensamiento tan rápido, que equivalga a un pensamiento colectivo simultáneo».

En la naturaleza abundan los fenómenos que confirman la existencia de este pensamiento colectivo simultáneo: animalitos que, amenazados por la sobrepoblación, inician en masa la carrera hacia un abismo que los lleva al suicidio masivo; hormigas y abejas formando sistemas eficaces de convivencia y supervivencia de millones de individuos; rebaños y manadas en vertiginoso movimiento sin que sus miembros choquen entre sí; humanos comportándose como uno solo frente a modas o movimientos sociales; conductas colectivas de multitudes ante el terror, el furor o el entusiasmo; etc. Para explicar estos casos suele hablarse de un sexto sentido, no aceptado, naturalmente, por el pensamiento científico. Hay quizás algo que debe ser entendido: que lo sobrenatural no existe y que, por tanto, todo fenómeno es natural, aunque esté fuera de la lógica formal con que pensamos en occidente.

Hay científicos amplios de criterio que quieren abrir otras ventanas hacia la comprensión de la vida. El biólogo Rupert Sheldrake tiene una explicación para este tipo de comportamientos colectivos coordinados y que se pueden observar en insectos, pájaros, peces, animales e, incluso, en el ser humano. Sheldrake habla de campos mórficos. Este concepto explica también el comportamiento de sociedades humanas. Los mitos, los modelos históricos y, en general, los valores y creencias de una sociedad, son determinados por resonancia mórfica, llegando a constituirse ellos mismos como campos mórficos. Por ejemplo, el camino iniciado por Jesús -o Buda, o Mahoma- inaugura sendas que llegarán a ser campos mórficos que, por resonancia mórfica, englobarán a millones de individuos. Las culturas pueden considerarse campos mórficos que influyen a sus individuos a través de resonancia mórfica. Un campo mórfico abarca a toda una especie o a un grupo de individuos, como si formaran un solo organismo. Por ejemplo, cada gaviota es parte del campo mórfico que conforma ese grupo de aves que, por resonancia mórfica, se comunica entre sí a través de un pensamiento colectivo. Queda así anunciada la existencia de una intercomunicación involuntaria -que puede tener un carácter espontáneo o un desarrollo evolutivo en el tiempo- entre los seres vivos de las diferentes especies.

Esta intercomunicación espontánea entre seres vivos puede también reconocerse en la materia inerte. Para ello recurrimos a otro científico -Ilya Prigogine-, que, mediante una física del caos, da los fundamentos para entender la vida desde un ángulo diferente al ángulo mecanicista y material de la ciencia clásica, que deriva sus postulados a partir de los criterios newtonianos de orden y regulación maquinal del universo. El químico Ilya Prigogine -Premio Nobel de Química en 1977- postula que de la inestabilidad -cuando un sistema se desequilibra- puede originarse cualquier cambio, de manera que perturbaciones débiles pueden ser causa de enormes cambios y viceversa. Los sistemas que se comportan maquinalmente serían aquellos cerrados en sí mismo, que constituyen una parte mínima de nuestro universo. La mayoría de los fenómenos naturales o sociales serían sistemas abiertos, en constante intercambio de información (energía) con el entorno. Un sistema abierto puede desequilibrarse y llegar a un estado caótico, desde el cual puede evolucionar insólitamente, generando un proceso hacia su autodestrucción o hacia un nuevo equilibrio, como si sus partes, de pronto, se entendieran y autoorganizaran. Prigogine dice: «Lo sorprendente es que cada molécula, de alguna manera y a distancias relativamente macroscópicas, sabe qué harán otras moléculas al mismo tiempo (...) Se trata de una propiedad que todos aceptan como existente en los sistemas vivos, pero que, en los sistemas no vivientes, resulta ser notablemente inesperada.»

También es útil recordar aquí la «teoría de las cuerdas», que postula que las galaxias están intercomunicadas mediante una red de cuerdas que las mantiene conectadas, permitiendo así la autoorganización del cosmos. Todo, desde una molécula hasta el universo, pareciera intercomunicarse para autoorganizarse, como si se tratara de un solo organismo.

A partir del planteamiento anterior -el universo como organismo único que se autoorganiza como tal y cuyos sistemas integrantes también se autoorganizan-, resulta plausible deducir que aquello llamado mente se extiende por todo sin adherirse a ninguna localidad, a ningún órgano. Estamos acostumbrados, con nuestro sentido occidental, a situar la mente en el cerebro, como quien sitúa el auto en el garage. Y algo más: nuestro sentido común nos dicta que la mente es producto de la química del cerebro, así como si la mezcla del líquido «x» con el polvo «w», más, tal vez, una porción de oxígeno, produjera tal o cual pensamiento. Las ideas fluirían del cerebro como el vapor de la sopa. Siendo así, si una persona fallece, su cerebro se pudre, y si su cerebro se pudre, su mente se destruye: la muerte como desaparecimiento absoluto, esa es la

consecuencia de situar la mente en un soporte físico, o mejor dicho, de situar en los miles de millones de cerebros humanos existentes las supuestas miles de millones de mentes respectivas.

Para la mente universal no existe ni la distancia ni el tiempo. Por ejemplo, es igual si dos individuos comunicados por telepatía están en piezas vecinas o en dos lados opuestos del planeta. El mensaje llega, a menudo con todos sus detalles, y sin que parezca importar la separación temporal: en ocasiones la información ha sido captada por el receptor hasta tres días antes de ser enviada. ¿Cómo es posible que un mensaje llegue antes de ser enviado? En realidad, esto sucede desde hace tanto tiempo como la edad de la conciencia humana, en los sueños mánticos, aquellos que predicen el futuro. Alguien puede soñar que pierde su portamonedas en el supermercado para, días después, comprobar que se trataba de un sueño premonitorio. En los primeros albores de la filosofía, los discípulos de Sócrates consideraban que el alma alcanza su más alto grado de conocimiento a través de los sueños, conocimiento que trasciende el tiempo para obtener visiones del futuro.

También existen, desde que el hombre es hombre, diferentes formas de oráculos. Quien haya alcanzado cierta experiencia con un oráculo sabe de su validez, así como sabe que aquel conocimiento no se puede transferir. El tiempo es frágil, aunque no podamos detenerlo. El concepto de eternidad no es más que el concepto de no-tiempo. Vivir en la eternidad no es vivir para siempre, sino vivir más allá de la coordenada llamada tiempo, así como vivir en el paraíso, o en el limbo, o en el nirvana, no es vivir en un lugar, sino vivir más allá de la coordenada espacio. Vivir, pues, sin tiempo y sin espacio, es un estado de pura conciencia, más allá de lo material y temporal.

Alcanzar ese estado de pura conciencia es el reencuentro con lo que originalmente somos. Recuerdo un relato -no sé si chino o indio - que cuenta que Dios, un día, se quedó dormido y empezó a soñar con el mundo, con la realidad de nosotros los humanos, con nuestras posesiones y cualidades, entre ellas espacio y tiempo. Nosotros fluimos del sueño de Dios, de tal modo que si alguien recordase quién y qué es, descubriría, primero, que él no es más que todos los otros -un sueño de Dios-, y segundo, que él no es otro que Dios mismo -el soñador único que vive a través de su sueño.

No suena del todo desacertado imaginar que lo único que existe es una energía que, para entendernos, podemos llamar inteligencia, y que de ella nace el universo. De esta energía única fluyen los árboles y sus frutos, los ríos, las gaviotas, los peces, los humanos, el tiempo y el espacio, los átomos, el cosmos, las relaciones entre los seres vivos y entre las moléculas inertes y la red infinita que enlaza cada cosa con el todo y el todo con cada cosa. Así, cada conciencia individual -siendo parte de la inteligencia primera- puede alcanzar la comprensión de la existencia, del todo. El ser humano, más que aprender, recuerda su origen. Es lo que llamamos evolución individual, que conduciría a la identificación con cada uno de los otros seres humanos. Quizás alcanzar ese grado es comprender verdaderamente la palabra Dios. DdO