EVOCACIONES
Gino Palma, desde Quebec, ginopa@sympatico.ca

El perro de Salvador se llamaba Número. Era un quiltro blanco sin más pretensiones. A lo más ayudaría a arriar las ovejas, para que no dijeran que era un quiltro ocioso. Tenía, como buen quiltro de cordillera, manchas negras heredadas de un lejano ancestro de verdadera raza. Una de esas manchas, en su frente, tenía la evidente forma de una A. De allí su nombre. De más está decir que Salvador no sabía leer (lo cual no le impedía llevar cuentas exactas de lo que se le adeudaba).

Estuve tentado de decir que ya había contado sobre la noche que pasé en casa del dueño del fundo, Eduardo Barrios -hoy sede de este Dedal de Oro- y que también pasé una noche en casa del más humilde de los habitantes del fundo Lagunillas, Salvador, pero eso sería falsear la realidad. Fuera de las ventas de terrenos a la Sociedad de Deportes Lagunillas, no pienso que el fundo en cuestión haya dado algo más que un poco de queso de cabra o de carbón de espino y, mal que mal, Salvador tenía su recua de mulas y sus cabras. No era tampoco el más humilde de la región.

 


Salvador llegando a Lagunillas con Número. (dibujo de Gino sobre una foto de Humberto Espinosa P.)

Cuando la construcción del camino, supongo que por falta de fondos, se detuvo a unos tres kilómetros de su meta, los andinos convencieron a Salvador para que se instalara en lo que pasó a llamarse Plaza de Mulas, habiendo sido más lógico que se llamara Plaza de autos. Los restos de la majada de Salvador aún existen. Tuve una muy especial emoción al volver a ese lugar, donde tengo tantos recuerdos guardados.

Inevitablemente también, una noche nos sorprendió una tormenta al llegar a Plaza de mulas. En la alternativa de volver atrás o de esperar el día en la majada de Salvador, preferimos lo segundo. Hizo frío esa noche. El viento, aullando en cada rendija, lo hacía sentir más fuerte aún.

Nos tendimos como pudimos en el suelo y Número, recostándose a nuestro lado, vino a demostrarnos que, después de todo, servía para algo, brindándonos generoso algo de su calor. Salvador alumbró el fuego al centro de la pieza, que muy pronto se llenó de humo. Entendí los ojos siempre piturrientos de Salvador y su familia. La picazón se hacía cada vez más fuerte. Peor si se cerraban los ojos. Más de una vez pensamos si sería preferible el frío exterior, pero la conversación de Salvador nos mantuvo allí hasta que, vencidos por la fatiga y el sueño, nos dormimos. Nos despertamos de madrugada y, llenos de energía, partimos a pie hacia el refugio.

Salvador poseía toda la socarronería propia del pueblo chileno y tenía una historia de hombre de la montaña como para llenar esa noche y muchas más, pero su especialidad era sin duda la Lola. Su versión es la que he seguido usando. El eterno pucho de "Especiales", los que fumaba el pueblo chileno, de tabaco negro, envuelto en papel amarillo apretado en las puntas, colgando de la comisura de sus labios. Cuando Salvador bajaba a San José, era por lo general para comprar humo. Así llamaba a sus cigarrillos.

El hijo de Salvador, a quien a mi papá le dio por llamar "el Salvador Chico", oficiaba de marucho y llenaba toda mi admiración por su habilidad en manejar la honda de cordel para arriar las ovejas y por la decisión que ponía en sus empresas. Se había hecho esquís con un par de duelas de barril, con las que logró manejarse bastante bien. Alguien le regaló un par de viejos esquís enormes, con los cuales logró desenvolverse como viejo deportista. Ahora vine a saber que, en realidad, se llama José, y que vive en San Alfonso.

Salvador era honrado a toda prueba. Más de un andino recuperó años más tarde objetos olvidados en el apero de las mulas. Cuando uno de ellos trató de regatear, delante mío, los precios ya bajísimos que cobraba por sus servicios, se formó mi decisión de integrarme a la causa de los explotados, que es la que me trajo a este alejado rincón del mundo.

DdO