Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 46 - Año VII, Dic. 2008 -Enero 2009
 

Una experiencia profunda y sostenida de la tradición oral del pueblo chileno revela que, tras las palabras, hay una figura humana tan importante como desconocida. Me refiero al sabio anónimo de nuestras comunidades rurales. El hombre que tiene experiencia, conocimiento, virtud y palabra. Ese hombre es quien ha dejado para la posteridad un legado de sabiduría inestimable, el cual ha permanecido en la memoria de los estamentos más humildes de la nación. Aún en la primera mitad del siglo XX era posible conocer de paso a algún “caballero” de esa especie, pero desde 1950 en adelante se fueron haciendo cada vez más escasos. Los últimos que yo conocí fueron por lo general veteranos versados en el Canto a lo Poeta, uno de los cuales, don Manuel Gallardo, acaba de ganar el premio Fidel Sepúlveda que cada año otorga la DIBAM (Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos). Otros, que ya son finados, hasta los años ochenta fueron pequeños propietarios de largas extensiones de hermosos desiertos, solo aptos para la crianza de animales, como fue el caso del inolvidable don Tito Valle, cuya propiedad estaba situada hacia el costado oriente de la ruta cinco, en la proximidad de las localidades de Rungue y Montenegro. Ellos vienen a ser los últimos representantes del hombre sabio de nuestro pueblo, aquel que la Providencia envía a cada comunidad para que los vecinos de la aldea, del poblado, de las familias dispersas por el paisaje, sientan su gravitante presencia, porque en él está siempre despierta la conciencia del sentido.

Son muchas las formas de la tradición oral en que esa sabiduría popular se manifiesta. Entre ellas mi preferida es el refrán, frase, díptico o cuarteta, que formula en una breve proposición un pensamiento completo acerca de situaciones concretas de la vida de los individuos, las familias y las comunidades, en referencia al sentido de la vida.

Se trata siempre de hombres de fe, pero que saben separar los ámbitos del conocimiento en que se recibe la revelación de las Sagradas Escrituras, por una parte y, por otra, el ámbito en que el hombre aporta su propia reflexión acerca del destino, el bien y el mal, la virtud, la estructura
 

del acontecer, el orden natural, la ventura y la desventura. Ámbito que podemos denominar “sapiencial”, esto es, propio de la sabiduría, conocimiento superior que da acceso al sentido.

Esa sabiduría está expresada en todas las formas de la tradición oral, pero se manifiesta más concentradamente en los refranes y en los cuentos. Y justamente, el antiguo narrador de nuestros cuentos folklóricos era uno de esos sabios populares anónimos, a quien la comunidad reconocía el don de la sabiduría, por ser un “señor de la palabra”, para usar la expresión con que nuestros mapuches denominan a sus sabios o “nguenpin” (en singular). El cuento comenzaba con una fórmula introductoria, que por lo general era: “Para saber y contar, y contar para saber”. Con lo cual el mismo narrador informaba a la comunidad que si él podía contar el cuento es porque lo conocía, pero que en el acto de volverlo a contar, lo conocía cada vez mejor. Esta enseñanza tácita apunta a que cada cuento es una expresión de la sabiduría tradicional, la que en él se halla en forma metafórica, y que en cada acto público en que la narración se repetía, el narrador descubría nuevas luces ocultas en su lenguaje figurado. El refrán, para el refranero, tiene esa misma virtud potencial. En cada ocasión en que debe ser recitado, porque las circunstancias lo ameritan, el “señor de la palabra” descubría nuevos alcances de esas mismas palabras que, por formar parte de su repertorio, él daba por conocidas.

Intentando decantar el gran caudal de reflexión que contiene nuestro refranero, se entiende que nuestros sabios populares anónimos debieron llegar a las mismas conclusiones a que han llegado sus pares de todos los pueblos y naciones del orbe, pues todos los hombres son esencialmente iguales y su potencial psíquico es el mismo, aunque el estilo en que se formula la ley de la tribu puede parecer diferente. Esa diferencia no puede ocultar, sin embargo, que el sistema nervioso tiene una estructura única, instrumento neurológico de la psique, y esa estructura es la que da a la sabiduría popular de todos los pueblos su carácter bipolar y dialéctico. No hay que olvidar que el rey Wen, primer redactor del canon del Libro de las Mutaciones de China, recibió de la tradición oral de los sabios anónimos de todas las provincias del Imperio la información necesaria para ordenar los hexagramas y redactar los dictámenes. Y es porque tenemos dos hemisferios cerebrales y dos vertientes de actividad psíquica (“animus” y “ánima”, según Jung; los chinos hablan del Yin y del Yang), que en los refranes chilenos constantemente nuestros sabios populares repiten que “no hay una sin otra”, que “no hay primera sin segunda ni segunda sin tercera” y que “a la tercera es la vencida”. Y que todo está en perpetuo cambio, y que hay que asumir y recibir con ecuanimidad los momentos de auge y de mengua, lo que Lao Tse llama el “abrir y cerrar de los portales del cielo”. Como asimismo juzgar con esa misma ecuanimidad (y misericordia) las imperfecciones humanas, porque si “para el hombre completo son mis respetos”, junto a él (el sabio) están el “loco”, el “patán”, el “pendejo”, el “leso”, el “vil”, el “perro”, el “maleante”, etcétera; ninguno de los cuales, sin embargo, ha sido tan malo como para desarticular la trama ética y espiritual de esa cultura que hacía de nuestro pueblo un verdadero pueblo y no una “masa”, como hoy, que perdió su identidad, su virtud, su poética de vida, su creatividad y su fe, por la interferencia del poder que le impuso al país los modos de pensar y de hacer de modelos foráneos sin reparar en el impacto psicológico que esos cambios habrían de provocar en el cuerpo de la nación.

Hoy queda poco o nada de todo eso. La masa solo tiene necesidades básicas y está ávida de beneficios. Se siente manipulada y explotada por los poderosos. Sólo nos resta recoger las piezas del tesoro que nuestro pueblo ha dejado dispersas por los caminos y los campos, los ranchos y los sembrados, y reformularlo para entregárselo a nuestros jóvenes a través de la educación superior. DdO

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