mismo y de la lógica del poder, del tener y el valer contingentes. Estas son lógicas unidimensionales, unidireccionales y se orientan a recortar la experiencia humana a lo mensurable y dominable, al hacer del hombre un pequeño dios, dueño de su destino, libre de toda norma o vínculo que no sea su voluntad y albedrío.
Y he aquí que viene, hace 2000 años, un niño que se dice Hijo de Dios y “los otros” le creen y lo adoran como Dios. Los otros son los astros, los animales, los pastores, los reyes de países lejanos. Todos ven y reformulan su programa de acuerdo a esta visión. Así es como los astros alumbran y convierten la noche en día, convierten a un punto insignificante de un planeta insignificante en centro del universo; los animales “entienden” el problema del frío, derivado de la pobreza, y concurren a dar calor con su aliento o alegran el acontecimiento con su canto o lo anuncian en este momento y por los siglos de los siglos. Así, para la fe del pueblo chileno, el gallo sigue anunciando en su canto que “Cristo nació”.
También lo ven claro los pastores y acuden a entregarle su adhesión y sus regalos, “sus cariños”. Finalmente, hay tres personajes que más allá de los confines del mundo judío, vienen buscando al Niño para rendirle tributo y adoración. Ellos son los reyes magos. Han visto la estrella, le han creído y seguido, hasta que ella se detiene sobre el portal de Belén.
Pero los sabios, las “fuerzas vivas” del pueblo escogido, no se enteran del nacimiento de Dios. Cuando se enteran no lo creen y actúan para sacarlo de escena porque perturba sus planes.
En el siglo XIII de nuestra era, o sea, 1300 años después del acontecimiento de la venida de Cristo a este mundo, un personaje visionario, poeta y profeta, siente el llamado a cambiar su vida y su época en radicalidad y lo ve desde los hitos más importantes en la vida de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre: su nacimiento y su muerte. San Francisco de Asís, que es este personaje, “ve” al niño Dios naciendo en el pesebre y siente que así debe verlo todo cristiano para verlo en verdad. De ahí data la costumbre de conmemorar el nacimiento de Dios-Niño en un pesebre, en la cultura de cada pueblo, compartiendo la intemperie con sus ocupantes habituales, los animales, sirviéndole de colchones “unas pajitas que había”, como dice uno de nuestros cantores a lo divino. El pesebre convoca, en las diversas culturas, la presencia de lo mejor de la naturaleza y de la creatividad humana.
San Francisco intuye que la paternidad universal del Creador genera la fraternidad universal de todos las creaturas y esta red umbilical de solidaridad hace su ingreso en la vida de los hombres la noche del Nacimiento. En esta lógica está la décima siguiente: “La noche del Nacimiento”:
del Mesías prometido el buey al recién nacido se atracó y le echó el aliento; la tierra y el firmamento adoran al Verdadero un ángel dijo primero y en alta voz lo anunció; y dijo Cristo nació el gallo en su gallinero.
La encarnación como encuentro prodigioso del espíritu y la materia, como entrañamiento de ambos, hace presa gloriosa en los seres del cosmos. Una red sapiencial, una inteligencia sentiente alumbra a todo lo existente: todo el universo sabe lo que se tiene que saber, el acontecimiento crucial: la encarnación del Hijo de Dios, el verbo, por el cual se ha hecho todo lo que existe, que se hace carne para ser uno de nosotros.
Esto lo cree y lo ve “patente” nuestro pueblo y reacciona con júbilo desbordante. Las celebraciones de Pascua de Navidad en el Chile Colonial y en la República del XIX tenían la fuerza, la chispa y el entusiasmo de lo incontenible. Por ello, en la misa del gallo estaban presentes no sólo los fieles sino su entorno doméstico (gallinas, corderos, cerdos) que en ciertos momentos sacaban la voz para celebrar al Niño.
En las procesiones, que se hacían durante la novena del Niño-Dios, los niños y los jóvenes hacían zumbar instrumentos musicales convencionales y otros inventados para el efecto, como los tallos de zapallo. El caso es que, como lo dicen múltiples textos de diversas tradiciones, la Pascua de Navidad es Nochebuena, noche de regocijo, de celebrar, de no dormir. Todo lo existente, como quería San Francisco, debe estar contento y sacar su mejor voz, colorido y aroma, en alabanza al amor prodigioso de un Dios que se hace Niño para habitar entre nosotros, para clarificarnos nuestro origen y abrirnos a nuestro único destino digno: ser habitantes del reino celestial que nos espera por obra y gracia del padre Dios.
Al promediar este escrito citábamos la poesía popular que, en décimas, ha reescrito las Sagradas Escrituras, dándonos un perfil emocionante de la delicadeza y desborde del amor de Dios por las precarias creaturas de este rincón último del planeta. La experiencia de las novenas desbordadas de alegría y jolgorio y la música y texto del “canto a lo divino” nos han quedado como recuerdo que florece y no se marchita. Una muestra de esta devoción es esta décima, de nuestro libro “A lo humano y a lo divino”:
Bajaron las profecías de los campos de Judea y al Hijo en quien se recrea la eterna sabiduría el Padre ya nos envía. Viene a redimirnos El, el que mana leche y miel, el que todo con bien hizo; desde lo alto, al paraíso caído se le ha un clavel.
Al celebrar los 2000 años del Nacimiento de Cristo, la presencia del Pesebre en esta Feria de Artesanía Tradicional queremos verla como una apuesta por la vida, por una cultura de la vida, en donde el Niño recién nacido es signo de una voluntad de amor que viene a quedarse para que la vida sea el supremo valor que inspire nuestro destino como pueblo. El Niño viene a iluminar nuestro tiempo, todos los tiempos, y a enseñarnos que el camino, la verdad y la vida se encuentran de la mano de la humildad, de la alegría de vivir que se goza en la revelación de su infinitud y trascendencia.
Este es el regalo más valioso que ha recibido cada uno de nosotros y la humanidad toda en su azarosa historia. DdO