Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 47 - Año VII, Febrero y Marzo 2009
CLUB MANZANO OTOÑAL
14 DE FEBRERO: DÍA DE LOS ENAMORADOS
HUMBERTO ESPINOSA POBLETE

Cuando entré al Kinder de la Escuela 80 en la Plaza Ñuñoa, recién empecé a convivir con más mujeres que las de mi núcleo familiar compuesto por mi madre, mi hermana y la María Colo, mi nana. En el Kinder tenía puras compañeras y... el Pancho Hoffmann (hasta hoy un gran amigo), “benditos los dos entre todas las mujeres...”. No era de extrañar tanta mujer entonces, ya que la Escuela 80 era sólo de niñas...

A pesar de tal población femenina, mis intereses seguían siendo otros, propios de hombres... por supuesto, los que compartía sólo con el Pancho. Y no es que haya sido a mis cortos seis años un
 
“machista fanático” ni mucho menos. Es que habría sido demasiado raro, por ejemplo, que esa vez que le tiré la piedra en la cabeza al maestro que cavaba un pozo en el patio de la escuela... hubiera andado con una niña en vez de con el Pancho...

No obstante, algo me empezaba a inquietar la presencia de las mujeres en este mundo, a lo que ayudó mucho, creo yo, la señorita Eliana, mi maestra del Kinder, quien siempre estuvo allí para explicarme cómo se dibujaba un pato a partir del número dos, dispuesta a corregirme los palotes que me estaban quedando chuecos o guiar mi pequeña mano a escribir las primeras letras. La recuerdo al agacharse sobre mi pequeño pupitre, y supongo que sin ninguna intención poco pedagógica, sus grandes pechos quedaban demasiado cerca de mi cara. Entre todas mis compañeras y las otras chiquillas del colegio juntas, no le habrían hecho el peso a esta impresionante dote que lucía la señorita Eliana, que era bien rellenita en carnes, como habría dicho mi abuelo.

El Edipo que llevaba aún dentro de mí me hacía tener muy claro que mi mamá era la más linda del mundo. No cabía pensar en otras mujeres y no me interesaba. Pasaron aún un par de años antes de que mi indiferencia frente al sexo opuesto se fuera pasando, lo que motivó a más de una amiga de mi madre a tener que explicarle a sus inquietas hijitas, a las que yo no les daba ni la hora, que tenían que tener paciencia, pues Humbertito no sabía aún que existían las mujercitas...

La verdad es que no se me habría ocurrido cambiar mis salidas en bicicleta o a patinar, ni menos un juego al trompo o a las bolitas con mis amigos, por quedarme con alguna de esas niñitas que me miraban y sonreían coquetas al llegar a mi casa y que, según todos, eran tan lindas.

Pero no hay mal que dure cien años... y ya en el Manuel de Salas descubrí que estos personajes de falda y pelo largo, de ojitos saltones y de ademanes más suaves y recatados, me producían más que una inquietud y cosquilleo corporal, sobre todo cuando nuestras miradas se cruzaban. Y pronto, entre todas ellas, empecé a encontrar más bonita y atractiva a una de mis compañeras de la Tercera Preparatoria B. Morena, calladita, aunque coqueta dentro de su timidez, con delgados labios insinuados sólo por una línea y una carita en la que a la más mínima sonrisa despertaban sus ojitos de gato. Ella, la Gladys, se me hacía cada día más atractiva. Ya había dejado de lado a las mujeres mayores, como la señorita Marta Arroyo, de quien me enamoré perdidamente en la Primera Preparatoria, y la misma señorita Minerva, nuestra profesora jefa de la Tercera B, que aunque buenamoza y cariñosa, además de sus anchas caderas y otros acentuados volúmenes, no lograba atraer mi atención. A esas alturas sólo tenía ojos para mi bella Gladys, a quien no me cansaba de mirar.

No era fácil pillarla sola, ya que ellas, las chiquillas del curso, siempre se movían en grupo, apatotadas, como protegiéndose, tomadas de la mano y mirándonos desde lejos cómo nosotros los hombres... hacíamos una y otra demostración de nuestras habilidades para atraer sus miradas y sus coquetas sonrisas.

Acosadas una vez nuestras compañeras por chiquillos de otro curso superior, quedaron acorraladas en medio del patio, muy asustadas mientras éstos se burlaban de ellas intimidándolas con sus gritos y gestos agresivos. Al percatarme de esta agresión, monté en cólera, como lo habría hecho el Llanero Solitario en esa época y, aleonando a mi grupo de compañeros, nos lanzamos contra los agresores a salvar a nuestras chiquillas del curso. Entre patadas, combos y empujones, logramos liberarlas, lo que motivó en ellas una feliz algarabía después de sus asustados chillidos. Y entremedio, casi como en las películas, la Gladys se acercó a mí y, tomándome una mano en gesto de agradecimiento, sin mediar palabra, me plantó un beso de aquellos en mi mejilla. Esa emotiva reacción, más el cálido y amoroso beso, terminaron por romper el dique de mis sentimientos y precipitarme sobre el más profundo de los enamoramientos.

No recuerdo otro beso ni tampoco alguna conversación a solas con ella, ni siquiera un “te quiero”. Nos amábamos en silencio, con miradas furtivas y sonrisas que lo decían todo.

Pasó un tiempo hasta que llego el día del Gran Baile. Ella de traje largo, crujiente de brillos y de almidones, collar de perlas, abanico en su mano derecha y una cinta de terciopelo en su muñeca. Yo de uniforme, oficial de marina, de gorra y condecoraciones, cordón cruzado sobre el pecho y un largo sable de empuñadura dorada. Nuestros ojos enganchados entre sí no nos dejaban mirar a otro lado, hasta que la orquesta inició un conocido vals de Strauss... Me acerqué a ella sin desprenderme de sus ojos y ceremoniosamente le pedí me concediera el baile. Nos abrazamos en la música y sentimos latir por primera vez nuestros jóvenes corazones mientras nuestros pies ni siquiera tocaban el piso y su fría y suave mano aprisionaba la mía. Era mucho más de lo que nunca hubiésemos imaginado que podría suceder. Pero el bello sueño no duraría mas allá de los últimos acordes de ese vals que, por supuesto, terminó más pronto de lo que habríamos querido. La sala se llenó de aplausos y alegría, y también nosotros ese día en el gran escenario del famoso teatro Hollywood de Ñuñoa.

Este gran evento, de valses, sueños y emoción, había sido parte del acto de despedida del fin del año escolar del Manuel de Salas, en el cual nuestro curso había representado esta aristocrática fiesta de damas de sociedad, caballeros y uniformados del 1800. Sabíamos con Gladys que después pasarían largos meses sin que nos volviéramos a encontrar. Vendrían luego las vacaciones y mucho tiempo después, lejanas en marzo, nuevamente la clases.

Pero ese reencuentro nunca llegó. La Gladys no apareció al reinicio de clases. ¿La cambiaron de colegio, su familia se fue del barrio, de la ciudad... ? No sé. Nunca lo supe. Estábamos tan enamorados que ni siquiera pensamos que podríamos dejar de vernos, ni menos que era necesario anotar algún teléfono, alguna dirección.

Ha pasado mucho tiempo, casi una vida, pero ahí está ella, la pequeña Gladys, aún en mi recuerdo, suspendida tal como entonces, con su melenita de “Príncipe Feliz” y sus ojitos de gato. Ahí está ella en esa foto de la Tercera Preparatoria B... todos al lado de la señorita Minerva y sus caderas, juntos en ese puñado de pequeños niños de mameluco y niñas de uniforme azul, sonrientes y confiados, empinándose a la vida.

Y... ahí está ella también, en mi mejilla, en ese primer beso de amor, que llegó entonces a mi mundo de nueve años... allá tan atrás en el tiempo.

Noviembre, 2008.

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