Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 48 - Año VII, Otoño 2009
FRAGMENTO DE UNA NOVELA DE ANTONIO GIL
El primero de febrero, a las tres de la tarde, yo, Guillermo Chacón Carrasco, en compañía de Luis Gerardo Ríos Barrueto y de su sobrino Jaime Ríos Abarca, quien sufrió del mal de la puna, alcanzamos la cumbre del cerro El Plomo, a 5.430 metros de altura y en el lugar llamado Pirca de Indios encontramos el cuerpo congelado de este niño. La momia estaba sentada, casi a ras de tierra. A los pies tenía un costalito con hierbas, junto a la momia y cerca de él se encontraron los demás objetos: un huemul de un metal que no conozco; una llama de oro-plata y una indiecita de plata. El hombre relata con los ojos entornados y acodado en el mesón del despacho de abarrotes sobre el cual descansa, como un bulto más, la figura de Tanitani. El reportero de la Tercera de la Hora se echó hacia atrás el sombrero de pita, tomó un sorbo de pilsener y anotó en una libreta negra todo lo que Chacón le narraba, tal como aparecería en la edición del día siguiente, 30 de marzo de 1954. El otoño patinaba el aire andino de un dorado suave, coronado por las notas ácidas de los fermentos de uvas y nogales maduros. Un tren dio una larga pitada y luego dos silbidos cortos, allá abajo, en la estación de San Alfonso. En la oscuridad del almacén los dos hombres levantaron al unísono las cabezas y
 
miraron sus relojes. El reporter se acabó de un trago la cerveza, mientras Olmedo, el fotógrafo, disparaba desde diversos ángulos su Leica hacia la figura casi invisible entre otras cosas todavía más invisibles. Los fogonazos del flash nimbaron con sus minúsculos días de magnesio la encogida silueta puesta entre una caja de té Ratampuro y unas latas polvorientas de manteca hidrogenada. Chacón guardó silencio respecto a un sapo de oro y a una chuspa repleta de mariposas del mismo metal, de más o menos un miligramo de peso cada una, las que al ser arrojadas al aire en puñados, revoloteaban y planeaban igual casi como las verdaderas mariposas.

En el despacho de abarrotes de Olegario Vallejo, Graciela Martínez y Rosario Jaque miraron al niño dormido con una mezcla de ternura y asombro. El tren militar que bajaba del pueblo de El Volcán pasó atronando por el cruce de San Alfonso, frente a la residencial El Cóndor, haciendo sonar su bocina. Un Ford 40 se detuvo al paso del convoy. El aroma de los duraznos y los viejos lagares flotaba por el aire caliente de finales del verano. Las dos mujeres se inclinaron para ver de cerca la minúscula figura sentada entre el frasco de las cebollas en escabeche y la balanza marca Hispania. Entre una lata de manteca, tres cajas de té y una bolsa de yerba mate, el niño dormía. Y dormiría largamente, como lo había hecho en la montaña, su sueño que todo lo contiene. Incluyéndonos. Su dormir inmenso, donde todo lo que existe es sólo esa mente que nos sueña. Uno a uno, en ese universo suyo donde la vida es un día. Un solo largo día de verano en que sopla el raco y entran en sazón las ciruelas y el orujo de las primeras moliendas exhala su perfume hosco. DdO  

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