Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 48 - Año VII, Otoño 2009
LINTERNA-TURA
Rolando Naveas Leiton
DEDICADO A PITA BARRIOS
En los aledaños del poblado campesino “El Corralillo” existe un restorancito llamado “Mi Casa”. ¿Para dónde vas? A mi casa. Esa es la idea. Un restaurancito típico del campo, rodeado de árboles y potreros con pastura, un lugar modesto, sencillo, de buena cocina chilena. Póngale cazuela de vacuno, de chancho con chuchoca, de ave, con las papitas cocidas, el zapallo, orégano y otros, calientito; póngale porotos con rienda, granados, con mazamorra, lentejas, garbanzos, bistoco a lo pobre con la buena ensalada chilena acompañando; ahí el tomatito (que debiera ser con cáscara), la cebollita, el cilantro y el perejil, mechada, pescado frito, pailas, más ensaladas, el tremendo pebre, ¿qué tal el chanchito en piedra?, y, según la época también, las humitas, los pastelitos de choclo y qué se yo, refrescando con cervecitas o con el tinto y del otro, para qué decir la chicha para el dieciocho con las empanaditas y el asado, ¡puf!, ¡afírmate papá! Local muy bien atendido y limpio (a no ser por las infaltables moscas en día de calor). Parroquianos y paseantes -no turistas, gringos o pitucos, nada de eso, otro escenario- llegan por ahí a libar largas horas esperando la nochecita jugando dominó, pues para el cacho no alcanza
 

ni encaja por demasiado vinero, quiero decir ruidoso. Mas esa tarde de verano, día miércoles, estaba casi vacío, salvo por mi estacionada y por la presencia de dos viejutecos entecos y lánguidos, quienes, fláccidos, se esmeraban en su mesita con unas cañitas de tinto del rincón de la casa y conversaban bajito y queditos algo que debe haber sido muy entretenido, puesto que de rato en rato emitían carcajadas bronquiales entre pucho y pucho, cigarrillos baratos y… bueno ¡salud! En una esquina un mozo se aburría pensando talvez en una siesta. Llegué muy hambriento y, por cierto, sediento. El wurlitzer se encontraba desconectado y sus discos 45 oscuritos, calladitos. Cagó la música -pensé-, fregó la Nueva Ola, los boleros, los chachachás, Bill Haley y los tangos. Silencio. Ordeno: un bistec a lo pobre, media de tinto para acompañar y, por favor, me trae un buen platillo de pebre y pan amasado para engrasar, ¡ja!, ensalada a la chilena y mientras tanto una cerveza heladita sin lanza, ¡ja! Espero hasta que llega el estruendor del tenedor y del cuchillo, engullo entretenido mirando a los viejitos rurales con ropitas gastadas, enchaquetados y con sombrero. Ya deben haber sido pasadas las tres de la tarde y estaba muy caluroso, pero los frondosos cipreses y otros árboles daban sombra al recinto. En el tiempo transcurrido terminé mi almuerzo bastante satisfecho, bebí el último sorbote de vino y acto seguido terminé con la necesaria enguatada de cervezas y el montón de humo de los lucky en los pulmones…, una chelita, luego otra, más rato otra y así. Las paredes del negocio se hallaban llenas de cuadros campestres costumbristas, fotos, banderines y otros chiches; estaban los avisos desteñidos del Aliviol y del Mejoral, Odontine y la infaltable Coca-Cola, botella antigua, pero la misma mierda que ahora en todo caso; una gran fotografía enmarcada de Everton campeón en los cincuenta, con René Meléndez, un crack; otra del Colo- Colo con Misael Escuti y del legendario Chamaco Valdés en su pose característica; un calendario con la foto aquella de la Marilyn Monroe cuando joven posando desnuda, más sensual que erótica con sus fenomenales senos y potito espectacular; linda chica. Agradable lugar. Más todavía cuando uno está solo y sin nada que hacer.

La tarde sofocante y lenta en este negocio, mi casa, se vio interrumpida por el arribo de tres personas, dos hombres y una mujer, los tres de mediana edad, ambos varones de terno oscuro y con corbata, sombreros agardelados y unos bultos que no logré distinguir bien (de puro pánfilo). La dama vestía un traje azul y se encontraba un poquito excedida en el peso. Ínterin, los viejutecos lánguidos pidieron otra jarra del morado costriento labial y de borra múltiple con que se festejaban. Pese a lo gordita de la señora, ello no impedía apreciarla como una mujer buenamoza. A su lado se sentó el hombre delgado de sonrisa fácil; a mí me pareció que podría ser su marido, no sé por qué; y el tercero del grupo era un caballero medio gordito con bigote cano y tenía cierto parecido con la mujer, por lo que perfectamente podían ser hermanos. Yo, el observador ocioso y aburrido, observador que sólo transitaba por estos lados en citrola… y decidí detenerme a refrescarme un poco y comer algo sentado en la típica mesa para dos en la esquina de allá junto a la ventana contemplando la incipiente clientela. Simpático. Los viejitos, ahora callados, adormilados. El enjuto pide por los tres, paro la oreja, cazuela de vacuno, ensaladas, una botella del vino blanco, del mostrador, de marca pues. Solicito otro cenicero y más cerveza helada y me arrellano, mirando, escuchando el ambiente, cerveceando, fumando, flojeando. Camina el tiempo en mi casa, en su prolongación del pretérito, y los tres comensales ya han terminado de alimentarse. Aún les queda vino blanco. Los viejutecos parecen dormidos, etílicos, como saquitos de tierra en sus sillas. De pronto, el gordito de bigote cano y el risueño enjuto toman sus bultos. Me doy cuenta de que son fundas de guitarra, sendas guitarras impecablemente tenidas, con excelente acústica al primer punteo de prueba, afinaditas. La mujer saca un pandero de un bolso y de su funda, un cuatro. Yo, ¿aló? Y sin mediar pausa se mandaron una cueca de esas que dan ganas de salir zapateando al tiro… “en el rodeo de Los Andes comadre Lola, le pegaron su puñete al guatón Loyola” y tarantantán, vuelta, huifa, ¡eja!, trin trin, trin trin, las guitarras. ¡Chupeta! Los viejutecos entecos y lánguidos dieron un salto, se despabilaron de inmediato y palmearon la cuequita y corearon a los cantores, hasta yo. La gente de mi casa se alegró desperezándose de ese stand up tan severo, latoso y cansador de miércoles veraniego… “Puñete que se perdía lo recibía el guatón Loyolaaa, peleando con entereza debajo las mesas comadre Lolaaa”. Los Perlas, recordé. De ahí vino un repertorio: la caramba de pata en quincho y harta polvareda, cuecas lindamente interpretadas con la alegría del chileno, guitarras y pandero; algunas tonadas de trilla y estofado y más cantos folclóricos. Luego, después de algunos segundos, todo cambió: boleros inolvidables, temas de Agustín Lara, canciones de Lucho Gatica y los Panchos. Los viejutecos y yo estábamos fascinados, contentos, maravillados y aplaudíamos al trío tras cada tema; los que atendían igual, y todo esto estaba ocurriendo en mi casa. Después de entonces aparecieron los tangos, tangos bien tangueados. El flacucho se lució con “El collar de Amores” de Francisco Canaro, el gordito con la “Cumparsita”, cuyo autor, si mal no recuerdo, fue el argentinísimo G. H. Matos Rodríguez; la dama con “el mundo fue y será una porquería sí señor, en el quinientos diez en el dos mil también…”. Los tres tenían buena voz, tenían oficio. ¿Quiénes eran? ¡Qué sé yo! “Fumar es un placer genial, sensual, fumando espero a la mujer que quiero…”; “Malena baila el tango como ninguna…”, Giraaa, Giraaa…, “Adiós muchachos compañeros de mi vida…” En medio de esto los viejutecos entecos se levantaron y se dirigieron al centro de la pista; medios etílicos, se encacharon, se entrelazaron y se pegaron una bailada de tango magistral. ¡Qué quiere que le diga! ¡Magis- tral! Ahí tiene usted. Cuando finalizaron se abrazaron efusivamente, se dieron un beso en las mejillas y retornaron muy campantes a su libatorio para continuar con sus cañitas. Aplausos, ningún desconcierto, yo y mis cervecitas melancólicas planeábamos partir, emprender la marcha, y les pedí a los cantores un último tango, con mucho gusto caballero, el que usted quiera ¿cuál le gusta?, “Sur”, les respondí y me dispuse a la ensoñación. Fin, pues.

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