Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 49 - Año VII, Invierno 2009

MEMORIA
FAUSTINO RUBIO VILLAR
En la década del 60 contacté a don Gastón Galleguillos para conseguir un flete de carbonato de calcio, cal. Tratamos precio y condiciones y fui con un camión Studebaker 1951 color amarillo a cargar. Se pasaba por un puente recién colocado sobre el río Volcán, frente a la entrada al cajón El Morado y al estero Morado. Desde el mismo río empezaba una empinada cuesta que subía zigzagueando hasta una fuente natural de agua gasificada que llamaban Panimávida, lugar en que había otro puente para cruzar el estero Morado. Esta calera (así le llamaban a las minas de cal) la conocía desde muchos años antes, cuando acompañaba, varias veces a la semana y para mantenerme en buen estado físico, al arriero
 
FERNANDO MONTENEGRO, ARRIERO, 1942
FOTO DE ARCHIVO DE DON FAUSTINO.
Nano –don Fernando Montenegro- caminando detrás de una piara de más o menos doce mulas con serones y capachos de madera más una yegua madrina y la mula conducida por el arriero, que era el hijo mayor del encargado de una cabrería ubicada en la loma, detrás del refugio de Juanito Girard, con el cual terminé siendo bastante amigo, igual que con su familia.

Antes de cruzar el estero dejé el camión y fui a pie a conversar con el encargado de la mina para averiguar si había pasado antes algún camión cargado por ahí. La respuesta fue: “No, el puente de La Fea, por el que pasan camiones, tiene tres vigas, y éste tiene sólo dos… Usted decide…”. Y decidí: pasé con el camión, sin inconvenientes, a no ser el julepe… Me asignaron una cuadrilla de tres mineros que trabajaban en equipo y tenían su caleta o pique propio. Estos mineros cargaban seis o siete toneladas de trozos de cal de 1 x 0,50 x 0,30 metros, que pesarían como cincuenta kilos, y después seguían extrayendo cal a chuzo y pala.

Mi rutina empezaba a la medianoche. Echaba a andar el camión, prendía un puro grande y partía hacia la mina, a la cual llegaba como a las tres de la madrugada, con el puro convertido en cenizas. Antes de botarlo empezaba una de las rutinas más estúpidas y funestas de mi vida: prender un cigarrillo con la colilla del que se terminaba. (Cuando un médico me examinó con un estetoscopio para hacerme unos exámenes a la edad de sesenta años, me preguntó si fumaba. Le dije que no. “Pero usted fumó antes”, me dijo. Al responder afirmativamente, me indicó mi espalda y agregó: “Aquí quedó la prueba”).

Llegando a la mina golpeaba a la barraca donde dormían los mineros y les avisaba que había llegado Faustino Rubio. Los tres mineros se levantaban en un periquete y procedían a cargar el camión con más o menos siete toneladas a puro ñeque, después de lo cual se iban a seguir durmiendo y yo empezaba mi bajada enganchado en primera. Casi al llegar al río Volcán el camino tenía una curva a la derecha que el camión no alcanzaba a dar. Había que frenar al borde del barranco, poner marcha atrás y retroceder lo suficiente para alcanzar a apuntar, a duras penas, el camino. Tuve que modificar los topes del eje delantero para poder pasar esta curva de un tirón, sin tener que retroceder.

Esta carga se dejaba en la Carburera de Nos y, de vuelta, pasaba por Puente Alto para recargar petróleo y seguir hacia la mina, donde llagaba como a las tres de la tarde, justo la hora en que estaban almorzando algunos mineros, por lo que me ofrecían un plato de cazuela con una presa de vacuno de no menos de medio kilo, más un jarro de té como de un litro y una marraqueta. Nunca faltaba un cuarto de vacuno colgando cerca de la cocina. Terminando de almorzar partía con mi segundo viaje para entregar antes de las ocho de la tarde, hora de cierre de la Carburera. Y a dormir. Al día siguiente hacía sólo un viaje para al otro día repetir la rutina de dos viajes.

Tiempo después, este camión lo empezó a manejar Mario Fadel y yo tomé un Fargo inglés, petrolero, hasta que estando en Baños Morales, Mario llegó a pie, achunchado. Le pregunté dónde había dejado el camión y me dijo: “Debajo del puente La Calchona”. Se había caído por sobre la baranda al llegar a San Alfonso, lo que puso fin al entusiasmo por seguir corriendo riesgos. (Tiempo después se supo que, estando el camión guardado en San Alfonso y el chofer Mario Fadel durmiendo, un señor de apellido Blanco se metió a su pieza y le quitó las llaves. Él fue quien tiró el camión por sobre la baranda y desapareció graciosamente. Felices algunos infelices). Al día siguiente enderezamos el camión, que estaba patas arriba, y lo sacamos del lecho del estero para remolcarlo con el camión Fargo y darlo todo por terminado. DdO

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