Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 49 - Año VII, Invierno 2009
LINTERNA-TURA

NACÍ EN SAN BERNARDO Y VIVÍ LARGO TIEMPO EN EL BARRIO PILA, EN SANTIAGO. ESTUDIÉ HUMANIDADES EN EL LICEO MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI. TRABAJÉ 14 AÑOS EN RADIO. ME VINE A ALEMANIA COMO TURISTA. ME QUEDÉ AQUÍ FASCINADO, EN UN PAÍS CON AVANZADOS CONCEPTOS SOCIALES; ENSEÑÉ CASTELLANO EN UN INSTITUTO DE IDIOMAS EN HAMBURGO Y TRABAJÉ COMO ENTRENADOR DE VENDEDORES PARA UNA COMPAÑÍA NORTEAMERICANA. AHORA SOY LIBRERO. HE PUBLICADO TRES LIBROS. ÚLTIMAMENTE APARECIÓ, EN C HILE, “DIVAGACIONES”, POESÍAS LLENAS DE NOSTALGIA. PRONTO ESTARÁ LISTO MI LIBRO “DEL CANASTO DE PAPELES”, DEL CUAL APARECIÓ ESTE CUENTO. SOY UN VIEJO SENTIMENTAL Y CASI LLORÉ AL RELEER ESTAS LÍNEAS. EN A GOSTO CUMPLIRÉ 80 AÑOS. LO PRIMERO QUE HARÉ CUANDO VISITE C HILE ES PASAR UNOS DÍAS EN ESE ALABADO C AJÓN DEL MAIPO, QUE CONOCÍ CUANDO TENÍA 16 AÑOS. ¿HA CAMBIADO UN POCO, SUPONGO? YA LO VERÉ Y ESCRIBIRÉ MIS MODESTAS OPINIONES..

ARMANDO FREYHOFER

Esto pasó hace muchos, muchos años. Los recuerdos se me vienen porque ahora también estoy abatido, como esas gentes en aquellos días en que yo no había conocido la verdadera tristeza. La había encontrado de cuando en cuando en otras caras, en otros ojos, en mal jugadas sonrisas que querían esconder esas penas que estaban maltratando sus vidas. Era algo que no podían decir con palabras. Yo era un niño y, desde mi estado ingenuo, era poco lo que podía comprender. La tristeza me era casi extraña, mi inocencia estaba preparada para captar sólo alegrías. Había visto morir, pero eran los demás los que morían: se iban de este mundo en un acto justo, aceptable, tolerable, obedientes a unas fechas de calendario oculto.

Una vez yo estaba sentado en una grada de la puerta de casa esperando tal vez que viniesen otros niños a jugar conmigo y pasó una anciana vecina, casi corriendo, llorando y lamentando: «Se me muere mi hijo, se me está muriendo mi hijo», y siguió desesperada a lo largo de la calle hasta perderse de vista. Mi madre, que estaba adentro, medio oyó esas quejas y me preguntó: “¿Quién pasó corriendo tan desesperada?». «La señora Alberti», le dije. Mi madre se quitó su delantal, se miró furtivamente al espejo y salió corriendo en dirección contraria a la que había venido la señora Alberti, para ir a socorrer al moribundo. El hijo de la señora Alberti murió ese día, tal vez en ese momento, mientras su madre y la mía corrían en direcciones opuestas. Las familias del vecindario lloraron océanos de lágrimas que empaparon los suelos y sus pañuelos. Se juntaron, se visitaron, se reunieron a contarse sus penas. De allí oí que había muchos muertos en la vida y muchos dolores en todas partes, muchas desgracias que no sólo tenían que ver con la salud de este barrio, sino también con miserias, hambres, despidos y cesantías, abandonos, desaparecimientos, heridas, accidentes y cientos de problemas… A mí las desgracias me parecían como una sopa caliente que los quemaba a todos y que si se enfriaba también helaba los huesos de todos. Ese doler hasta los huesos, esa desesperación sin consuelo, ese abandono del alma pidiendo ayuda a alguno de los dioses, como sufrimiento individual, no me lo había regalado todavía la experiencia generosa de los años vividos, que eran pocos.

Pasaron las semanas y la tristeza se fue disipando, las lágrimas cupieron otra vez en los pañuelos y algunas sonrisas empezaron a dibujarse en las caras de aquellos desdichados de mi calle. Más tarde también vinieron alegrías: bodas de parejas bonitas que se quisieron y amaron, nacimientos de hermosos bebés que llenaron de alegrías y llantos diferentes a esos alaridos del corazón que exhalaban los adultos; se celebraron fiestas patrióticas con asados al palo, chicha y vinos y frutas y bailes en medio de la calle; aparecieron más enamorados, que otra vez se amaron con locura; vinieron más bebés con sus risas y llantos; hubo juegos y campeonatos de deportes en un estadio improvisado; hubo procesiones de santos y creyentes. En una palabra, había unión carnal y espiritual que se extendía mucho más afuera de la iglesia. Pero todo eso era, para mí, todavía el sentir colectivo. La masa reía, sufría, se amaba en esa sopa histérica, que a mi parecer a todos contenía.

Había una niña de trenzas castañas, largas y siempre muy ordenadas que vivía unas casas más allá de la nuestra. Sus ojos oscuros, alegres, seguros, me miraban y me detenían igual qué yo estuviese haciendo. Su voz linda, clara y sonora, como de un suave instrumento, me llamaba: «Vamos a jugar, Efraín», pero aunque no me llamase su presencia me sacaba de lo mío y mis ojos la miraban entera. Y yo sentía algo nuevo, indescriptible, que nunca había percibido y que con palabras no habría podido describir. Cuando me atreví a hablar de «eso», lo que yo sentía, con otros compañeros de la escuela, estos me dijeron, simplemente: «No seas tonto, no te dejes enamorar». Me retiré asustado de esas voces de tan tamaña madurez. Me sentí perturbado. Pensé: “Cómo puede ser este sentirse alegre, atraído por un cuerpecito moreno con trenzas, ojos encantadores y una voz dulce como...” Y allí se detenían mis descripciones y mis especulaciones. No había nada erótico en mis pensamientos de entonces. No conocía la palabra y, aunque la había oído, no se me ocurría asociarla con la admiración que yo sentía por esa niña tan linda.

Nos sentábamos en la puerta de casa, en la misma grada, desde donde un día había visto pasar corriendo a la señora Alberti desesperada, llorando la muerte de su hijo, y nos decíamos cosas. No conversábamos. Lo nuestro era un diálogo de nuestros infantiles estados del alma.»¿Te gusta que me siente aquí, contigo?», me decía con su vocecita cantarina y preguntona. «Sí, me gusta», respondía yo lacónicamente mientras en mis pensamientos trataba de elegir, buscar, encontrar algo importante que decirle. «Tú ya no juegas con tu muñeca rubia de ojos azules». Su respuesta fue sonriente y burlona: «Yo ya estoy grande, ¿no ves? ¡Yo ya no debo jugar con muñecas!» «Mi hermana es mayor que nosotros y ella siempre lleva sus muñecas a la cama y las acuesta», dije yo algo sorprendido. Pero después de estos diálogos «terminables», nos separábamos o nos poníamos a jugar a algo que distraía oportunamente nuestras mentes.

Una vez me preguntó mi madre, así al pasar.»¿Qué tienes tú con esa niña, Margarita?» La pregunta no me sorprendió. Yo me la había hecho ya, pero de una manera mucho menos clara e indefinible. «No sé, mamá. Jugamos, hablamos y… nos encontramos así, nos sentamos...» “¿Nada más?», insistió mi madre, pero captó que se había puesto a suponer cosas siglos antes de que ocurriesen.

Una vez Margarita estaba sentada en un escaño de nuestro patio y yo me senté junto a ella, también columpiando mis todavía cortas piernas. Por hacerme importante le dije: “Mi mamá me preguntó ¿qué tienes con esa chica?» Y ella me respondió: «¿Que no lo sabes? Somos pololos.» Me sorprendí. «¿Cómo, nosotros? Pero si eso lo hacen las parejas de grandes». «Nosotros vamos a ser grandes algún día, pero ya somos pololos». Alegué: «Pero yo he visto que los pololos se besan, se abrazan y, me cuentan otros chicos, que también...» Me interrumpió y me dijo acercando su nariz a la mía: “¿No quieres darme un beso?» Le di un beso. Más bien quise dárselo en la mejilla, pero ella movió su cara unos centímetros y mis labios encontraron su boca. Oímos la voz de mi madre, que dijo risueña: «Niños, pero si se están besando como enamorados, yo ya me lo había imaginado». Y siguió con sus tareas. Por allí sentí algo nuevo. No todo es colectivo. La sopa de mi teoría de los sentimientos se adelgazó. Se me vino a la cabeza el concepto de «uno siente» y tal vez «uno llora».

Entre fiestas, bautizos, campeonatos de deportes, asados al palo y bailes al aire libre, llegó también el progreso a nuestra calle. De un día para otro, grupos de obreros removieron la tierra, sacaron las piedras y llenaron los vacíos con enormes cantidades de cemento, que le dieron al barrio un aspecto nuevo. ¡Pavimentaron la calle! Era el inevitable progreso que también había llegado hasta nuestro barrio. Desde allí en adelante comenzaron a circular por nuestra avenida de dos bandas lisas y bien pavimentadas, con árboles a derecha e izquierda, con césped en medio, otra clase de vehículos: automóviles, camiones, tractores que trajeron un infernal ruido junto con otras desgracias. Nosotros los niños descubrimos muy pronto que por esas lisas aceras se podía rodar con monopatines. Y muy pronto apareció por allí uno de los vecinitos luciendo sus pericias en ese nuevo vehículo, después otro y otro, según y cómo los bolsillos de los padres podían distraer de sus estrechos presupuestos unos pesos para que su prole, sana y sonriente, se divirtiese en ese rápido nuevo deporte. Margarita recibió muy pronto su patín y yo -naturalmente, mi familia no podía ser menos- recibí el mío pocos días después. Ya no nos sentábamos a pololear y a besarnos furtivamente en la boca como jóvenes pololos de doce años. El nuevo deporte nos había sacado de los románticos escaños y separado de los furtivos parloteos de niños y puesto en medio de esa moderna cancha de las velocidades.

Era un placer patinar hacia arriba hasta el comienzo de la elegante avenida y dar la vuelta y dejarse deslizar sobre el no muy pronunciado declive de la calle. Margarita y yo dábamos cientos de vueltas incansables, hasta que alguien de nuestras familias nos llamaba a comer o a almorzar o lo que fuese. Era el preciso momento en que también nuestras fuerzas no daban más. Yo dejaba ir a Margarita unos metros adelante para así ver sus trenzas castañas, ordenadas, que mecía el viento; para oír su clara voz que decía: «¿Me sigues, Efraín?»; y ver de cerca su figura que se iba transformando en un cuerpo de niña madura. Si hubiese tenido más tiempo, le habría respondido que la seguiría hasta el fin del mundo.

Un domingo tardé sólo unos minutos a la cita. Habíamos quedado de salir a patinar inmediatamente después del almuerzo. Ocurrió todo de repente y muchas cosas a un tiempo. Yo ya estaba en la puerta de calle. Otras gentes del vecindario habían salido a sentir el aroma de las acacias que ya habían crecido y esparcían generosas sus perfumes. El sol estaba allí donde debía estar, puntual a las tres de la tarde. Mi abuelo se había sentado en un escaño puesto afuera especialmente para él. A la distancia, vi volar un objeto como un pájaro que se estrella contra un vehículo en movimiento. Mi abuelo, desesperado, me gritó. «¡Corre, Efraín, es tu Margarita, que la atropellaron!» Solté el patín de mis manos y corrí al lugar, donde ya se había aglomerado una multitud. Oh, Dios, en verdad había ocurrido lo que yo no quería creer. Allí yacía Margarita, muriéndose y despidiéndose - sin palabras, sólo con tenues suspiros- de sus hermanas que la rodeaban, de su madre, su padre y, sin duda, de mí, de su pololo de doce años. Largos ir y venir de gentes, asistencia pública sin esperanzas, y yo ocultándome del mundo con mi pena propia, indescriptible, sin saber qué hacer: si llorar sin consuelo como un niño o esconder mis sentimientos como un hombre. Elegí lo último. En el día del entierro estuve parado muy cerca de ella sin atreverme a abrir la boca, porque sabía que aparecería un llanto desesperado. Sólo ante mi abuelo lloré cuando él me dijo: “Muchacho, estás pasando los momentos más duros de tu vida, llora conmigo». Y él lloró también.

Con esto, mi teoría del dolor se fue al diablo. Aprendí a saber que es uno el que sufre. La multitud te acompaña y te comprende, pero el dolor lo llevas tú. Y vi otra vez pasar a la anciana corriendo desesperada y lamentando: «Que mi hijo se está muriendo…» DdO

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