Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 51 - Año VIII, Verano 2010
MÚSICA Y CINE
Carta desde Vaparaíso
JAIME CÓRDOVA ORTEGA
¿Para qué está la música? Como abrevadero para los que no tienen lenguaje. Para sombra de los niños. Para el estado que precede la infancia, cuando no teníamos aliento ni luz.

Estas palabras, tomadas del filme “Todas las mañanas del mundo”, de Jean Paul Rappeneau, apuntan a formar una conciencia de que la música, ese conjunto de sonidos articulados, quizás originados miméticamente por el hombre primitivo, al tratar de reproducir aquello que oía de la naturaleza, es un fenómeno que elude nuestra razón.

Tan variadas pueden ser las funciones de la música y su significado, según el autor o teórico sentado frente al papel, tratando de sistematizar esta ola arrolladora de sensaciones, sentimientos e imágenes que un acorde puede provocar psicofisiológicamente en el oyente. Lo cierto es que esta manifestación, así como el resto de las artes, hoy es tomada simplemente como mera herramienta evasiva. Asistimos a una decadencia cultural donde, por cultura, sólo se toma una acepción (popular, populista, política), y que es la mera entretención, el nivel más bajo de la resultante creativa de la psiquis humana, y la más próxima; la que cuesta menos comprender, aquella que sólo se siente.

Pero el arte es mucho más que eso, mucho más que “una cultura entretenida”, es una expresión que nos coloca en directo contacto con las energías cósmicas que han nutrido por siglos la psiquis, y que tiene como finalidad dignificar al hombre en tanto alma, no en tanto carne, es decir, en tanto estímulo y sobreexcitación sensorial.

El exceso de sensualidad, de embotamiento físico, está matando la contemplación, la comunión con el cosmos y la naturaleza que tanta falta le hace al hombre y que, por la dificultad que implica en estos tiempos detenerse a pensar e intentar sentir el flujo energético que nos identifica como especie, ha convertido cada experiencia cotidiana del ser humano en una carrera por la inmediatez, para satisfacer los sentidos y caer desfallecido tras el éxtasis que otorga la tecnología.

El cine nos ofrece hoy la última moda en sonido, ya no nos conformamos con el viejo sonido monofónico, procedente de las bandas de
THE MAN WITH THE MOVIE CAMERA


DZIGA VERTOV Y LA CÁMARA
densidad variable o área variable de las viejas películas, ni siquiera con el estéreo, inaugurado en 1953 con el CinemaScope, no. Hoy el sonido debe ser envolvente, estremecer la sala de cine (o el living de la casa) con decibeles inaceptables para un sujeto normal. De esta forma, apelando a la sensación, dejamos de lado los verdaderos objetivos por los cuales hemos aceptado ver tal o cual película, y ello se torna secundario. Mientras más efectos espectaculares tenga el filme, más se satisface la mediocre entretención, por ello, pedirle a un joven que vea una película muda, en blanco y negro y con música incidental, y que éste acepte, es toda una excepción a la norma y un logro neurolingüístico, porque ya la imagen muda nos presenta un desafío, y que es el de interpretar las intenciones de la imagen, no apoyadas en la palabra, sino en sus cualidades miméticas y semióticas.

El cine nació mudo, pero siempre los hombres de negocios quisieron hacerlo cada vez más cercano a la realidad. Por ello apareció primero el explicador, sujeto que se colocaba al lado de la pantalla y comentaba al público (a falta de intertítulos) el contenido de la imagen. No pasará mucho tiempo hasta que aparezcan los primeros músicos que acompañarán con violines y pianos (y luego con orquestas) estas granulosas imágenes en nitrato. Ya para 1915 las partituras escritas por compositores de renombre comenzarán a ser moneda común. Pero hoy nos surge la pregunta: ¿y para qué acompañaban con música las imágenes? ¿Acaso ellas no son lo suficientemente importantes como para constituir por sí solas el polo de interés del espectáculo cinematográfico?

Naturalmente existieron dos posturas, que se hicieron mucho más evidentes cuando surgió el sonido directo en 1927. Una de ellas, los puristas, condenaban el sonido y la música como acompañamiento, ya que se temía que el interés de la gente se inclinara hacia esta adición tecnológica más que por la imagen. Otra postura celebraba el hecho de que el cine estuviese un paso más cerca de la realidad, y vio en el sonido grandes potenciales para convertir el acompañamiento musical en un aliado expresivo, ya no de la imagen que acompañaba, sino del total del filme. Al respecto, Jean Mitry expresó que “la música no tiene por qué comentar la imagen, o parafrasear la expresión visual, o sostener su ritmo, salvo en casos excepcionales. Y tampoco puede valer o significar por sí misma. La música de cine no es ni explicación ni acompañamiento: es un elemento de significación, y nada más”.

No debe extrañarnos que los detractores iniciales, entre ellos Chaplin y Eisenstein, hayan terminado, el primero, componiendo la música para la reposición de sus filmes y bastardeando algunos de ellos con comentarios hablados, y el segundo, desarrollando formas de montaje y planes de rodaje de acuerdo al compás de la música tonal, compuesta previamente a la filmación de la obra. Tal vez el más consecuente haya sido el ruso Dziga Vertov quien, siendo músico futurista, filmó sus documentales mudos teniendo en la mente sólo compases musicales; de ahí arranca su genialidad, pues, al igual que otros vanguardistas, creía en un ritmo musical que las imágenes por sí solas debían tener, dejando clara la distinción de que el cine no es música.

Pero aún así no logramos responder nuestras interrogantes: ¿por qué usar música para acompañar imágenes? ¿Cuál es el poder que tiene la música que se hace tan necesaria en el cine?

Hemos de comprender que “el arte no es una imitación de la realidad, sino un suplemento metafísico de la misma”, según Nietzsche, y el rol de la música es el de translucir las cualidades dionisiacas ocultas en el alma del hombre. Mientras que la pintura, la escultura, la literatura, el teatro, la danza y el cine son manifestaciones apolíneas, claras, marcadas, limitadas por su contorno, asibles por los sentidos, el tacto y la razón, la música despliega una carga energética evanescente e invisible; su vibración afecta nuestro cuerpo, el despliegue ascendente o descendente de sus notas, sus cadencias eólicas intentan dar una expresión sensible a un misterio ultrasensorial. Y agrega el filósofo alemán: “Cuando se ha despojado completamente a la música de su verdadera dignidad, la de ser espejo dionisíaco del mundo, lo único que le queda, como esclava de la apariencia, es remedar la esencia de las formas de la apariencia, y producir un deleite externo con el juego de las líneas y las proporciones (…) pues la música no es reflejo de la apariencia, como lo son las otras artes, sino reflejo directo de la voluntad misma, y por tanto representa lo metafísico respecto a todo lo físico del mundo”.

La música es la madre del ser y como origen multiforme de un espíritu en busca de su identidad, es deseosa su aplicación, su puesta en marcha. Por ello la labor de Gastón Soublette y Günther Büchwald en los dos últimos festivales de cine de Valparaíso tiene la categoría de mágica, pues ellos, con su interpretación y el estado de trance al que lleva la improvisación frente a la gran pantalla, nos retrotrae al ritual primigenio de unión sináptica entre imagen y música, la reestructuración de los elementos apolíneos y dionisíacos que se da cuando en la sala oscura alguien ríe, se lamenta o guarda silencio; cuando la música ha logrado decir aquello que la palabra no puede.

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