Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 52 - Año VIII, Otoño 2010
TERREMOTO
DESPUÉS DEL TERREMOTO
Guillermo Salazar Cortés
(Economista español residente en Chile desde 1992)

Me dispongo a escribir algunas de mis impresiones y vivencias un mes después del terremoto del 27 de febrero. Acaba de temblar, lo que me recuerda que lo ocurrido aquella madrugada aún persiste, con efectos que van a durar meses e incluso años en la memoria de los que lo vivimos… probablemente toda la vida. Ahora mismo escucho las bocinas de los autos atrapados en una fila interminable hacia el Puente Llacolén, rumbo a Concepción, el único operativo, aunque al parecer maltrecho, que permite el tránsito desde San Pedro, Coronel, Lota y toda la provincia de Arauco hacia Concepción, nexo ineludible para los que vivimos al sur del río Bio Bio; ello también hace patente que el olvido y «la vuelta a la normalidad» se va demorar. Lo mismo en Talcahuano, sembrado de barcos y «containers» en sus calles; en los edificios de Concepción que van a demoler, los que en la noche se observan como fantasmagóricas siluetas erguidas completamente oscuras; en la masa ingente de personas que pululan por las calles de «Conce» hacia el trabajo, a hacer algún trámite, a comprar o a vagar intentando escapar de la realidad de sus casas, o no-casas, porque muchos viven en carpas o de allegados con familiares o en algún sitio innombrable que los cobije. Y en las calles, junto con los escombros que se van apilando en las veredas, coexisten largas filas de gente que espera durante horas por el pago de su pensión, la entrega de alimentos, la compra de algún remedio, el pago de las cuentas (¡sí!, porque eso si que continúa con normalidad) e incluso, para comprar el Kino, quizás en la búsqueda ya no de dinero para cumplir los sueños siempre anhelados, sino de invertir las manecillas del reloj y recuperar todo lo bueno y malo que tenían antes, porque, efectivamente, para los penquistas, coronelinos, lotinos, tomecinos y todos los habitantes del Valle de Colchagua, del Maule, del Bio Bio y de la Provincia de Malleco, existe un antes y un después de aquellos interminables siete minutos de la madrugada del sábado 27 de febrero del 2010.

 
GUILLERMO, GLORIA Y CRISTÓBAL


DESPUÉS DEL TERREMOTO: CONCEPCIÓN,
27 DE FEBRERO DE 2010


Desperté y salté de la cama, creo que fue algo instantáneo. Mientras doblaba hacia los pies de la cama el temblor me derribó, me afirmé de la cama para incorporarme y comencé a percibir sensitiva y racionalmente lo que ocurría: el fuerte ruido subterráneo se mezclaba con el golpeteo de los muebles, cuadros, objetos contra las paredes o entre ellos y con los crujidos de la casa; el televisor giraba sobre su eje y amenazaba con caer al piso; la cama, que era mi punto de apoyo para incorporarme, zigzagueaba en todas direcciones. Volví a caer sin haber avanzado ni un paso y recuerdo ver, desde el suelo, una de las cosas curiosas o insólitas, dependiendo del grado de escepticismo de cada uno, que sucedieron en ese momento y en días posteriores: Gloria, mi mujer, avanzaba hacia la puerta del dormitorio con nuestro hijo Cristóbal, de nueve meses, en brazos, derecha, erguida, con paso firme y sin trastabillar, como un punto de referencia físico estable rodeado del caos de movimiento a su alrededor. Nos juntamos debajo del dintel de la puerta y nos abrazamos durante lo que calculo fue un minuto. El movimiento y el ruido ensordecedor continuaban y decidí ir en ayuda de mi madre y de mi tío (de visita en Chile), españoles ambos octogenarios y que jamás habían sentido el más leve movimiento de tierra y que se encontraban en sendas habitaciones, al otro lado del pasillo, el que se veía igual que cuando uno se pone turnio y ve doble las imágenes pero sumándole un movimiento agitado. Avancé como un borracho apoyándome en las paredes y encontré a mi «ama» encima de su cama, tumbada de espaldas y aferrada a las sábanas, con las piernas levantándose con el movimiento vertical que provocaba el terremoto, gritando «¡¡Dios mío, esto qué es…, esto qué es…!! La llevé hacia la puerta y acudí donde mi tío, el que, sorprendentemente, se encontraba bastante tranquilo. Finalmente, todos nos reunimos a mitad del pasillo del segundo piso debajo de unas cadenas, las que nos protegerían, yo presumía, en el caso de que la casa colapsara. Gloria comenzó a rezar el Padre Nuestro a viva voz acompañada por mi tío, mientras yo profería garabatos clamando hacia no sé qué o quién. Durante esos interminables minutos, mi hijo Cristóbal se mantuvo con los ojos bien abiertos, sin musitar un solo gemido, inmóvil y tranquilo en los brazos de su madre. Días después, volviendo en retrospectiva a ese momento, Gloria confesaba que para ella «era el fin del mundo»; esa fue su sensación más visceral. En mi caso, no recuerdo pensar nada, tan solo quería que terminara y por lo que me contaron mis compañeros de experiencia lo gritaba a todo pulmón.

Tres horas después, sin agua, sin luz, sin gas y, conforme a lo que escuchábamos por la radio Bio Bio, mientras íbamos percatándonos de a poco de la magnitud del terremoto y la tragedia que le sucedió, en mi calidad de fumador empedernido, tomé el auto en dirección a un servicentro que está a unos minutos de la casa, decidido a aprovisionarme del cuasi-vital elemento para mí (y más en las circunstancias acontecidas) para poder aguantar, al menos, dos o tres días. La bomba de bencina estaba llena… pero no de autos, sino de grupos de personas que con sorprendente desparpajo entraban y salían de la tienda y la farmacia aledaña con todo tipo de artículos y objetos: desde pañales hasta una freidora de papas, desde botellas de jugo hasta medicamentos, desde una estantería hasta paquetes de dulces. Los saqueos habían comenzado.

Muchas de las situaciones que acontecieron en los días posteriores eran inimaginables un mes antes, algunas incluso con fuertes tintes surrealistas, pero como nuestra capacidad de acostumbramiento es notable, todo aquello «kafkiano» que nos sucede, con el paso del tiempo, se aprecia como natural o al menos común y, por ende, aceptable. Esquinas de las calles resguardadas por militares con sus fusiles de asalto y su uniforme de combate. Colas interminables en la municipalidad a la espera del reparto de provisiones, víveres y objetos de primera necesidad. Parecidas colas de personas portando los más variados recipientes frente a una piscina de niños, de las que se montan en el verano en los patios interiores de las casas, esperando que los bomberos la llenaran de agua cada cuatro horas. Un camión de la municipalidad perseguido por vecinos (entre ellos mi octogenario tío Pedro) el que entregaba desde su puerta posterior o, mejor dicho, lanzaba de forma indignante, paquetes de carne congelada. Yo haciendo guardia en las noches junto a vecinos al calor de una fogata, de las muchas fogatas pobladas por vecinos, blandiendo un fierro y esperando las anunciadas hordas de delincuentes que estaban ya saqueando las casas; ello, por supuesto, según lo que un familiar le había contado a un conocido de un vecino que se calentaba en una fogata. Los siete integrantes de la familia (a los mencionados se sumaron, a la hora de acontecido el evento, Gloria y Valeria, mi suegra y mi cuñada, respectivamente) durmiendo hacinados en el living-comedor del primer piso por miedo a las réplicas. Mi tío Pedro saliendo todas las mañanas a comprar el pan o el diario y extrañándose de volver a la casa con las manos vacías. Mi madre rompiendo en llanto días después del terremoto porque no entendía que diablos hacíamos subidos en un cerro, dejando el almuerzo a medias, y todo porque «un señor en la radio» había dado una alarma de maremoto. El mutismo de las autoridades, ¡nuestras autoridades!, respecto a no reconocer, con un mínimo de vergüenza propia, el error de haber descartado el maremoto minutos después de que Talcahuano fuera asolado y minutos antes de que grandes olas llegaran a Llico y Constitución, amparándose en problemas de fax, de protocolos, de idiomas y de «mandos intermedios»…

Después del terremoto entramos, obligadamente, en un proceso de «involución», volviendo a lo básico: a recogernos en nuestros hogares, a conocer a los vecinos a los que antes tan solo saludábamos, a la solidaridad, al trueque, a la radio en lugar de la televisión, a «matar el tiempo» leyendo, contemplando, conversando, reflexionando; a percibir claramente lo que es prescindible y lo que es suntuario; a tantas cosas que dábamos por sentado y a otras que habíamos olvidado…

Sin embargo, viendo las cosas con la perspectiva que me ha dado el transcurso de este último mes, creo que la palabra adecuada es otra: «evolución».

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