Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 51 - Año VIII, Verano 2010
LINTERNA-TURA: CUENTO
Heriberto, El Caballo de Palo
Humberto Espinosa Poblete
Heriberto, a diferencia de importantes antepasados históricos de campo y pesebreras, como correspondería a un caballo de carne y hueso, nació en una barraca de la calle Franklin, entre maderas y aserrines, sonoras sierras circulares y correas sin fin. Por sus venas no corría sangre roja, ni menos azul, como la de esos lejanos parientes árabes y españoles o la de aquellos de las doradas caballerizas de reyes y príncipes de Francia, Inglaterra o Rusia. Las vertientes de sus venas llevaban a borbotones la savia noble de los robles, coigües y araucarias australes de nuestro país.
 

Heriberto nunca escuchó en su temprana edad un relincho como para aprender a hacer los suyos, así que, autodidacta, tuvo que excavar en sus genes de madera para rescatar sus primeras expresiones verbales. Jacinto, su “padre”, que era un viejo maderero, serrucho y martillo en mano, lo trajo a este mundo. Cuando éste pasaba cargando tablas y listones entre los camiones que a diario traían y llevaban las maderas de la barraca, Heriberto estirando su tieso cuello, hinchaba su pecho y a todo pulmón le lanzaba sus disonantes relinchos que acompañba con desparramadas coces que hacían volar los aserrines del corral. Por momentos su crespa tusa de virutas de mañío se estiraba crin por crin, dándole a Heriberto, por segundos, un aspecto marino de pez espada.

Ya a mitad de mañana, a la tercera pasada de Jacinto, era tal el alboroto que armaba Heriberto bufando y pateando las maderas de su corral, que al hombre no le quedaba más que llenar el canasto de su desayuno con una nueva provisión de alimentos. Jacinto se preocupaba de que sus desayunos fueran contundentes y variados, por lo que día a día iba apartando para Heriberto, de distintas maderas, las mejores astillas y virutas de la barraca, que además alternaba para que siempre el menú de su “Caballo de palo“ fuera distinto. Las fragantes macedonias que le preparaba llenaban el corral de sabrosos aromas de los bosques sureños. Ahí estaban los coigües, las tepas, los ulmos y los alerces. Estos últimos le daban un sabor especial a los desayunos de Heriberto, que le iluminaban la cara por el resto del día con una bella sonrisa desde las maderas de su boca. Lamentablemente, el alerce ya casi no llegaba a las barracas, pero Jacinto se las arreglaba para suplir el sabor, agregándole al desayuno unas ramitas de olivillos y guayacanes del Cajón del Maipo, que cada semana iba especialmente a buscar.

¡El almuerzo era otra cosa…! Aunque también tenía mucha viruta y condimentos de polvo de aserrín, Jacinto traía cada día en su destartalada camioneta algo de pasto y hojas de choclo que recogía, estas últimas, a la pasada por la Vega Central. Los pastos cortados por él en las lomas de Renca y otros potreros cercanos, muchas veces venían con ramas y flores de güilles y dientes de león, las que le daban un toque de alta cocina a los sabrosos platos preparados por Jacinto.

De vez en cuando y en especial a la salida del invierno, Jacinto daba unos reponedores baños a su caballo, peinando después su cola y aceitando las maderas de su macizo cuerpo. También lijaba con cuidado algunas astillas de las tablas del lomo, que el fuerte sol del verano resecaba, acucharándolas. Ponía especial cuidado en escarbar los hoyos de las termitas que a veces atacaban a Heriberto o en arrancar algún brote desubicado de los trozos de roble de la ultima reparación de sus pezuñas, siempre atacadas por la humedad del terreno. Daba gusto ver al caballo renacer con su estampa troyana al inicio de la primavera, luciendo sus pezuñas negras protegidas con un par de manos de carborundo, las reaceitadas tablas de su lomo, su fornido pecho de alerce y su cola de largas varillas de mimbre de Batuco.

Para las Fiestas Patrias, Jacinto se daba maña para llevar a Heriberto en su destartalada cacharra al Parque O’Higgins a presenciar la Parada Militar y entremezclarse con las carretelas enfloradas, llenas de guirnaldas y alegría. Heriberto se sentía dichoso, daba brinquitos cortos y permanentes coces sobre la tierra, en especial cuando escuchaba con sus fijas orejas el relincho de alguna yegua baya o tordilla que pasaba cerca de él luciendo su contorneada figura. Vibraban las maderas de Heriberto cuando escuchaba a las cantoras multicolores cantando las tonadas y esas inolvidables cuecas bravas en las ramadas cercanas, entre panderos y guitarras, entre arpas, acordeones y tormentos. Esa sana algarabía lo llenaba de felicidad. Heriberto era muy conocido y admirado por todos, luciendo su figura única, que destacaba entre la multitud del Parque. Entallados caballos, percherones unos, flacos jamelgos otros, o las buenas mozas y perfumadas yeguas de brillantes y bien formadas ancas, todos amigos, lo saludaban con cariño brindándole a su paso efusivos relinchos y, ellas en especial, algunos pestañazos coquetos de sus ojos.

Pero la mayor alegría de Heriberto era ver desfilar a los apuestos ejemplares de los Regimientos de Caballería. ¡Ahí relinchaba que daba un gusto…! Se paraba en dos patas y sacudía su larga cola de fino mimbre. Tal era su alboroto, que sin proponérselo envalentonaba tanto a los ya inquietos caballos y yeguas asistentes a las fiestas del Parque O’Higgins que sus dueños se veían afligidos para apaciguar tal algarabía equina. Más de alguna vez el escándalo llegó a las ordenadas filas de la Caballería en medio del desfile, donde los briosos caballos militares, desconcentrados, perdían el paso y el alineamiento. Luego, para gran bochorno de sus jinetes, estos eran reprendidos por su Comandante “por no haber sabido manejar la situación”. Más grave aún cuando los uniformados, tratando de aminorar la falta, normalmente le echaban la culpa a los relinchos y bufidos del famoso Heriberto, nada menos que El Caballo de Palo, tan querido y respetado por todos.

Pero esta agradable existencia de Heriberto un día llegaría a su fin. Junto a Jacinto, su amo y padre, había gozado de esta vida resistiendo por años a las termitas y la humedad que podría sus pezuñas, a las partiduras de sus tablas por los calores del verano y a la hinchazón de ellas después de las lluvias. Había soñado con sus antepasados y compartido con sus pares que de vez en cuando llegaban a la barraca reclamando por el peso de las carretelas cargadas hasta el tope. Ahí estaba Heriberto para consolarlos y darles ánimo y fortaleza. En estos años había saboreado los más exquisitos platos que le preparaba Jacinto y compartido con él largas tardes de charlas en que éste le contaba de su vida y de la vida de los famosos caballos que hicieron historia en el mundo, llenando de laureles a sus jinetes. No por nada en uno de los postes de la pesebrera de Heriberto colgaba una vieja imagen de “El Caballo de Troya” enmarcada entre rojos junquillos de Alerce, ante la cual él pasaba horas admirándolo y recordando cada una de las apasionantes historias que le relataba Jacinto.

Una noche de sábado, cuando la barraca se encontraba sola, un chispazo del motor de la sierra circular prendió unas virutas cercanas, y las rumas de tablas, cuartones, vigas, junquillos y guardapolvos, empezaron a arder en una fogata que nunca terminó. Jacinto no estaba y no pudo socorrer a Heriberto en medio de ese infierno, encerrado en su corral y sin músculos para mover sus patas y saltar la cerca. Dicen que sus relinchos y bufidos esa noche fueron más fuertes que nunca… pero cuando los bomberos pudieron dominar el fuego, Heriberto ya había desaparecido entre las humeantes cenizas que cubrían la tierra donde se levantaban los galpones y su corral.

Muy pronto Jacinto también partió, consumido por la pena de la pérdida de su “hijo” y gran amigo Heriberto. Cuentan los vecinos de Franklin que en las noches de luna se siente el galope de un caballo que pasa veloz relinchando por las empedradas calles, camino al Parque. También cuentan que, cuando los 19 de septiembre cae la tarde, ha terminado la Parada Militar y las fondas ya descansan de las ajetreadas Fiestas Patrias, se ve cabalgar en la elipse a un jinete de poncho negro y sombrero de paja montado en el más brioso caballo que se haya conocido en la historia de los desfiles… Entonces, en el silencio de la noche, se sienten relinchos lejanos desde alguna madrugadora carretela que va camino a la Vega o desde las confortables pesebreras del Club Hípico. Ahí, donde una fina yegua de ojos rasgados y largas pestañas, se asoma inquieta a mirar el cielo recordando a Heriberto en el brillo de una estrella y lanzando suaves relinchos de pena al viento de la noche.

Ahí va… Heriberto, nuestro amigo, el más bello y gallardo de los caballos. Detrás de él los famosos, los campeones, los guerreros, los campesinos, aquellos que cabalgaron por la historia de Chile y el mundo. También las más bellas potrancas y yeguas con sus potrillos lo acompañan, venidas desde las trillas de los valles, desde la cordillera nevada, desde los campos junto al mar. Entre ellas, van también las yeguas madrinas haciendo tintinear sus cencerros de bronce colgados del cuello; en un galope suave y eterno van tras el legendario Heriberto... el Caballo de Palo que un día les entregara su corazón.

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