Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 52 - Año VIII, Otoño 2010
LINTERNA-TURA
La Buena Forma
Rolando Naveas Leiton

Nosotros estábamos sentados a la sombra de unos árboles raídos, frente a unas rocas imponentes de la escalera andina, donde Camaño había encendido una pequeña fogata. Pusimos a hervir nuestros choqueros con agua recogida de la vertiente cercana y esperamos pacientes el té de hojas y el pan duro recalentado sobre un piedra cerca de las brasas. Esperábamos al helicóptero que debía llevarse los cadáveres.

Los cinco cuerpos estaban postrados a pocos metros, descubiertos, muertos, cadáveres, tirados
 
vueltos hacia el cielo. Los pusieron así para poder identificar los cuerpos y comprobar si Ignacio Vega, el líder, era uno de los muertos. No, no había caído en este último enfrentamiento.

A cincuenta metros, en el llano, veinte soldados descansaban sus adoloridos pies, tendidos en el suelo esperando la orden para emprender la marcha hasta el lugar donde los recogería un camión del ejército. Nuestro grupo bajaría en el jeep que dejáramos un kilómetro más abajo. Pero antes debíamos entregar las mortajas de los caídos a este helicóptero funerario. Orella pidió cigarrillos. Yo le convidé uno de los míos. Los clases Martínez y Clavero jugaban a las cartas en paciente espera del tecito de Camaño.

-Vega no podrá escapar esta vez, ya no tiene adónde ir, no hay lugar para esconderse en estas serranías, en pocos días lo tendrán rodeado comentó Carlos.

-Ha tenido suerte este cabrón - comentó Orella mientras le daba una piteada al cigarrillo.

-Hasta el momento -le aclaré.

-Eso es.

-Mi cabo -me habló Clavero-, ¿escucha?, es el helicóptero.

-Ya nos han divisado -informó Martínez.

El sargento Núñez, cerca de nosotros, ordenó:

-Vayamos a juntar los cuerpos. Acomodemos a esos muertos para su último viaje por aire ¡ja!

El tu-tu-tu del helicóptero ya se escuchaba con claridad y la figura de mosca de la nave se perfiló ante nuestra vista. Observé el rostro del primero de los muertos y sentí pena. Lo incomprensible e inexplicable de este acto me causa dolor. Levantando una gran polvareda y haciendo mucho ruido con sus motores, el soberbio helicóptero verde del ejército se posó a la altura de donde nos encontrábamos. Las irregularidades del terreno impedían a la máquina una aproximación mayor. Orella y Clavero aseguraron el cuerpo de un muerto en la camilla que portaban e iniciaron el leve descenso. Martínez y Camaño llevaron otro. Yo permanecí junto a los tres cadáveres restantes junto con el sargento Núñez. Algunos soldados venían a ayudar con el acarreo.

Feas eran las heridas de bala de los muertos. Me di cuenta que dos de ellos sólo estaban heridos y así se lo hice saber al sargento. Uno era tan joven que tenía verdaderamente el rostro de un niño. Sus ojos no se habían cerrado y me miraban con desconcierto y su expresión era de extrema tristeza.

Al paso de algunos minutos regresó Orella y se detuvo a mi lado mirando silencioso el espectáculo de los dos heridos. No dijimos nada, fue el sargento Núñez quien se acercó y me habló.

-Esos dos están heridos, pero no van a sobrevivir, así es que no vale la pena que nos afanemos con ellos. Déles usted mismo el tiro de gracia, cabo Sánchez. ¡Es una orden, acátela o lo mando fusilar!

Así fue. Se dio media vuelta y emprendió lenta y pausadamente el camino de bajada, mientras esperaba escuchar el sonido de los disparos. Orella se aproximó con una expresión seria y apesadumbrada.

-Yo te ayudaré con ese más viejo. Tú encárgate del muchacho, a mí no me dan las bolas, no puedo…Y no pierdas tu tiempo agradeciéndome la ayuda, porque realmente esto significa tristemente menos que nada ¿vale?

-Vale -le respondí, y me encaminé hacia donde se quejaba el chico. Volví a encontrarme con su mirada de niño, desconcertado, extremadamente triste, atormentado por el dolor, fijando sus ojos en mí, comprendiendo lo que iba a suceder. Una lágrima le vi y le solté un tiro en el cráneo.

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