Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 55 - Año IX, Verano 2011
PREAMBULO
OTRO GALLO CANTARÍA SI LA CALLE FUERA MÍA
JUAN PABLO YÁÑEZ BARRIOS

Por definición, las utopías, igual que las estrellas, nunca se alcanzan. Al menos, entre nosotros los mortales es así. Sin embargo, las utopías son el pan de cada día, son las estrellas guías que nos llevan por el camino de la vida. No es necesario tocar una estrella para que alumbre, basta con verla.

Pienso de pronto en esa muñeca gigante que ha visitado dos veces nuestro país, la que representa la necesidad de soñar, de fantasear, de “utopear”, y que, en el verano pasado, atrajo a más de setecientas mil personas. Cuando la gente corre, grita, ríe, se conmueve, se impresiona y sale de la rutina para ir por las calles en busca de la Pequeña Gigante, está tocando lo que en la lucha diaria por la vida no puede tocar. La gente sale a manifestar su anhelo de creatividad, sale a reír, a cantar, porque siente que cantando se quitan las penas. No hubo ningún trágico accidente. Hubo, sí, niños perdidos, pero todos fueron oportuna y felizmente regresados al hogar en una labor policial que adquiere todo su sentido. Ningún hecho policial grave. Mucha basura, sí, lo que evidencia la falta de amor que la gente tiene por calles que no siente suyas. Si la gente fuera dueña de las calles, entonces estarían más limpias. Cada cual cuida su patio.

Con este tipo de acciones -saludamos a Santiago a Mil-, los niños son los principales ilusionados. Los tenemos acostumbrados a vivir en la asfixia. El ansia de consumismo es un límite a la libertad, una condición que amarra. Nuestra vida está limitada por el consumo. La calle es peligrosa no sólo por delincuentes que buscan alcanzar productos a menudo para ellos inalcanzables, sino también por su ritmo frenético. Los niños caen en la trampa. Vivimos sumergidos en el consumismo y en su nombre se pierde el gusto por la tranquilidad, el gusto por sentarse en la plaza, por la calle amiga del paseante a pie y del niño jugando. El frenesí de la velocidad citadina aturde, el frenesí de correr al mall y al banco, de hacer rendir al máximo el vehículo, de devorarse una sabrosa chatarrada, de andar vivo el ojo
 
IMAGEN DE : BRUJAROJA.WORDPRESS.COM


para no ser asaltado, para no ser pasado a llevar o arrollado por un vehículo. Vivimos en un país dominado por un sistema de marketing duro que no deja espacio al soñar.

Voy a google: marketing se define como “el proceso social y administrativo por el cual los grupos de individuos satisfacen sus necesidades al crear e intercambiar bienes y servicios ” . Otra definición dice que es “el arte o ciencia de satisfacer las necesidades de los clientes y obtener ganancias al mismo tiempo”. El marketing, pues, satisface una necesidad natural, tanto corporal como intelectual (incluso espiritual), del ser humano: la de competir en un mundo libre. La competencia es iniciativa, es creatividad, pero en nuestro sistema se convierte en agresividad. Lo cultural, lo artístico y lo espiritual se postergan en nombre de un mercado voraz.

La gente -esté consciente de ello o no- necesita recuperar la calle para sí misma, sobre todo los niños. Recuperar la calle para la fiesta, para el carnaval, el juego, el intercambio amable (amable = digno de ser amado) de gestos humanos; para el caminar y el pedalear en paz sin peligro de ser atropellado o envenenado por polución; para el derecho a jugar y entretenerse más allá de la pantalla del computador y del televisor, que, por los programas violentos que se emiten cada día y a toda hora, es la principal fuente de inspiración delincuencial (ver “Educación para la paz” del Dr. Fdo. Novoa Sotta, Dedal de Oro 52).

El gobierno, las gobernaciones, los municipios, ¿están con la sana fiesta popular, están por el arte y la cultura enraizados en la gente? Veamos un caso cercano: En la comuna San José de Maipo vive y crea Federico Assler (ver Dedal de Oro 51), Premio Nacional de Arte 2009. Algunos municipios de otras partes del país se han preocupado de acoger y amparar en sus calles alguna obra de este artista, quien crea esculturas justamente para eso, para integrarlas a lugares públicos. Pero… ¿qué tenemos de eso en nuestro Cajón? El artista vive aquí, es cajonino, es nuestro vecino y… ¿qué tenemos de él en la plaza, en una calle, en un cerro que mire al valle? ¿Qué hacen nuestras autoridades para que la gente disfrute –o se recuerde de cómo disfrutar- lo que está al alcance de la mano?

Otro gallo cantaría si la vida no fuera avidez. Otro gallo cantaría si las calles fueran para la gente, para los niños, que, en lugar de encerrarse en sus casas para entrar en un mundo virtual (y muy real), podrían salir a la calle. Salir a celebrar, a compartir, como se hacía muchos, muchísimos años atrás, incluso en la noche, disfrazados, cuando se celebraba la fiesta de los estudiantes. Eso, hoy, es utopía.

De utopías se alimenta la ilusión y la ilusión hace soñar. Y los sueños… están ahí, a la vuelta de la esquina de una hipotética calle amigable. Propuesta bicentenario: humanicemos la vida, el país. Sería nuestro mejor logro.

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