Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 56 - Año IX, Otoño 2011
LINTERNA-TURA
CIELO DE SERPIENTES
Fragmento de la novela «Cielo de Serpientes»
(Seix Barral), de Antonio Gil.

15. Ayahuasqueros

Bebí entonces dos sorbos que me dieran de un vaso de barro quemado y entonces el sabor de árboles, lianas y tierra podrida me llenó de sus profundidades sin fondo la garganta y a poco de aquello fue que bajó gimiendo y bufando y gruñendo y desgañitándose, envuelto en bruma, y bramando y aullando y ululando y graznando, tal que waycho, aquel dios hirviente que se tomó de mi cuerpo arañando hasta lo más hundido y palpitante, hasta la secreta soledad de mis entrañas, y se sumió silbando como la culebra y aleteando como un uchumpila, el siete colores de la totora, y bufando y arrastrándose hasta los rincones más recónditos y fríos de mi corazón con su espesor de algarroba caliente y sus urticantes vellosidades de cuncuna se tomó de mis ojos
 
KOREKENKE
(NUMITORHIDALGO.BLOGSPOT.COM)
cerrados con su visión allí, donde entre escalofríos de ortiga, y destellos llameantes de todo lo que soy, se nos presentó el Korekenke que subía y subía por el cielo pardo donde el día se partió en muchos trozos y se volvió de piedra la mañana rota así de un gran calor, estallada de fuego calcinada como cántaro olvidado entre las brasas, hasta los horizontes y las cimas heladas de los montes. Mariri Yacumama, Mariri Yachay, rezó el ayahuasquero. Y el Korekenke ascendió y ascendió como la luna en medio del amanecer y giró igual que las golondrinas dichosas el Korekenke desplegado más grande que el cielo su negro plumaje, el manto de plumas inmóviles. El idioma secreto, el Korekenke, pronunciado quedamente te hace volar muy alto, pilpintu, añuritay, dijo abuela desde lejos entre la luz quemada, ardida, que ondulaba y flameaba en un cielo de serpientes.

Graciela Martínez y Rosario Jaque entraron juntas por casualidad al despacho de menestras de Olegario Vallejo y miraron casi al unísono la figura acuclillada sobre el mostrador. Sus vestidos veraniegos, estampados de flores venían todavía agitados por el viento que soplaba de los montes, siguiendo el cause encajonado y bramante del Maipo. Dos mujeres esbeltas, todavía jóvenes y doradas por el sol, que buscaban arroz, azúcar, aceite, en el oscuro socavón del emporio que albergaba a ese huésped venido de la nada. Y lo miraron con la misma ternura con que miraban a sus nietos, con el mismo dulzor contenido y sonriente con que un día miraron dormir a sus hijos. Y la pequeña presencia dormía con la frente casi tocando las rodillas, ausente y quieta, hundida en la penumbra olorosa a chancaca y huesillos y galletas de chuño.

Y así fue como todas las aldeas del ayllu, todas las vidas, se volvieron estrellas vagantes y ponchos llameros manchados de carroña.

Un cielo de caliza, quebradizo, se hizo entonces una mortaja de polvo sobre las cosas de mano y los grandes objetos de labranza y los artefactos de festejo se vinieron cubriendo también de ese polen de muerte que fue enterrando los cántaros y las azadas y las cabezadas de las bestias y los telares y las raederas y los anzuelos de espina y las chaquiras de llanca azul y los tambos y las lanzaderas y las copas de piedra y el gesto nupcial, ahora inerte bajo la arena, estirando sus dedos descarnados hacia la inmensidad desértica de esos días contados con la waska. La manta tejida con lana de murciélagos. El suave vellón de la alpaca. El cantarillo donde cantaban las aguas de la lluvia. La vida, los fuegos, todo sólo ahora estas piedras ahora amontonadas, esta ceniza que vuela como un humo es todo lo que fuimos contra la áspera enormidad de la montaña, Tanitani, dijo abuela en un soplo que hizo danzar la flor del amancay recostada en su pequeña noche de pétalos cerrados, ahora cuando se abren el qantu y la concapa, flor del olvido, y pasan como sombras por el valle las vidas y las vidas y las vidas y las vidas y las vidas volando sobre las pampas y cubriéndose de polvo sobre polvo y ceniza sobre ceniza los plantíos. Ahora soy esa apacheta y ese pedregal y esos gusanos dijo abuela que era yo y abuelo ahora también que era yo, y el maizal que yo era, dentándose de mi en sus mazorcas de sangre, y descendiendo con los copos oscuros, cuajadas de la leche y cuajadas las vidas que pasan y pasan cubriendo la tierra con la levedad de su polvo. En el paladar de la noche, como una fruta tan madura, tanto, ya casi podrida, alumbra un sol cobrizo, es esa la luz Tanitani, muy amarga, de las edades perdidas y las estrellas que tiemblan en la enormidad del frío que ahora también son tú, Añuritay, temblando bajo el unku de nieve.

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