Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 57 - Año IX, Invierno 2011
LINTERNA-TURA
EL SENDERO DE ARENA (Fragmento)

FRAGMENTO: QUINTA PARTE, TITULADA «EL SENDERO DE ARENA», DE LA NOVELA
«CARNE Y JACINTOS», DE ANTONIO GIL, QUE TRATA DEL ABUSO DE MENORES EN EL CHILE DE 1905.

¿DÓNDE ESTOY? ¿A DÓNDE VOY? ANTES HABÍA AQUÍ UN SENDERO, AHORA HAY UN MONTÓN DE ESCOMBROS.
Y DONDE EL CAMINO ERA LISO PARA VENIR LA ROCALLA ME CIERRA EL PASO. (Reclamo de Fausto a Mefistófeles)

Cuando sus pies crujían por la huella de arena que lleva, sinuosa, del poblado de Carrizal Bajo al de Carrizal Alto, difícilmente el poeta Juan José Julio y Elizalde, cura de Carrizal Bajo, quien por gracia obispal recibía el trato de Monseñor, hubiese podido prever a dónde lo llevaría el destino. Nunca habría podido imaginar, ni por un instante, quién terminaría siendo él mismo, allá adelante, en el misterioso devenir. En sus manos las cuartillas de poemas que serían publicada en el Diario de Carrizal Alto. Los anteojos bien pinzados en la montura de la nariz, el ala del sombrero inclinada, como visera, cayendo sobre las cejas. Era este un recorrido que hacía religiosamente, y no por ser cura, una vez por semana. Digamos que de esto hace mucho, mucho tiempo. Tampoco tenía cómo saber entonces que viviría hasta 1934. Lo que, tratándose de él, y de la vida que le estaba reservada, era bastante más de lo recomendable.

Rechina la suela de sus zapatos en la arena. Y el poeta, por una de esas caprichosas divagaciones propias de quien va caminando sin más motivo que ir, recuerda de pronto el olor del orujo fermentando. Es marzo en su recuerdo y se están vendimiando ya las primeras hileras de la viña familiar. Siente otra vez la brisa caliente del otoño. El olor del moscatel copiapino que llena el mundo de una dulzura empalagosa. Escucha el gruñir de las gaviotas y vuelve a la realidad dando una mirada al cielo con los ojos entrecerrados. Pero de inmediato vuelve a hundirse en ese fin de estío donde él guarda la infancia para siempre, ese dominio del que nunca querría haber salido. Nunca. Esa infancia de veranos largos con ciruelas picadas de zorzales y sus noches de cuentos, mates y olor a fruta seca. Escucha en la memoria a su tía Eufemia Julio, al arpa, cantando tonadas tristes de mujer sola, y el rebuzno de los mulos en la lontananza pampina, como un gemido llegado de otro mundo.

Ahí va el hombre que hablaba en alejandrinos. Y ahí seguirá yendo, para siempre, porque no tiene otro lugar. Ni tenemos nosotros, en la estrategia de esta novela, otro sitio posible para escudriñar las profundidades de su ser. Siempre hubo arena bajo sus pies. El mismo crujido lo acompañaría la vida entera, ese imperceptible chirriar subiendo por las piernas y haciendo un minúsculo remolino de electricidad en torno a los genitales. La arena, piensa el cura, me ha acompañado siempre. Desde la lejana infancia he tenido arena bajo los pies. Lo que no podía atisbar todavía era que, en muy poco tiempo, se volvería arena movediza, tal como ocurre con todos los poseedores de caracteres apasionados como el suyo. ¿Por qué me hice comtiano? Bah. En la intimidad de su corazón lo sabía muy bien. El fallecimiento de su amada Adelaida Verdugo Moreno, derrotada por el tifus, lo hermanó un mal día con Augusto Comte, a quien la muerte en 1846 de Clotilde del Vaux, mujer de la que estaba perdidamente enamorado, lo invadió de un intenso romanticismo místico, lo que, según algunos, fue el incidente que lo empujó a hacer del positivismo una religión y a autoproclamarse su Sumo Sacerdote. Pero era esa una razón inconfesable que el cura se guardaba sólo para sí. Además, como bien sabemos, los sacerdotes no pueden tener hembras amadas, debiendo conformarse con la devoción a La Virgen de la Inmaculada Concepción o a Nuestra Señora del Carmen o de La Merced. En fin, qué más da, el tiempo ya se ha encargado de blanquear esos huesos. Y sería todo. Dos corazones encurtidos en alcohol es lo que resta de ese hombre y de esa mujer que lo siguiera fielmente por el mundo profano, aquel eriazo interminable que, en realidad, nunca fue suyo. Un frasco conservero que guarda, donde debiera haber papayas o damascos, aquellos dos puños rojos que vimos un día o los soñamos, en un perdido y polvoso anaquel de la parroquia de San Nazario. Además quedará por ahí el poema que esa tarde llevaba el cura bajo el brazo mientras crujía la arena bajo sus pisadas por esos parajes gastados por el viento. Un poema. Un poema que en algo nos esboza lo qué sentía ese corazón que hoy duerme en formol, perdido en una capilla abandonada, en un barrio olvidado de un planeta que se ha ido a otra galaxia para siempre.




Mientras crujen sus pies en la arena el cura recuerda el martirio de Santa Inés escrita por Agustín. Ese texto que leyó una y otra vez en la soledad de la noche. Ese que nos cuenta que la santa tenía sólo trece años cuando fue martirizada. Y donde, dice el santo de Ipoma, “casi no había sitio en tan pequeño cuerpo para tantas heridas”, agregando que se mostró valientísima ante las más ensangrentadas manos de los verdugos y no se desanimó cuando oyó arrastrar con estrépito las pesadas cadenas. Ofreció su cuello a la espada del soldado furioso. Llevada contra su voluntad ante el altar de los ídolos, levantó sus manos puras hacia Jesucristo orando, y desde el fondo de la hoguera hizo el signo de la cruz, señal de la victoria de Jesucristo. Presentó sus manos y su cuello ante las argollas de hierro, pero era tan pequeña que aquellos hierros no lograban atarla. Todos lloraban menos ella. Las gentes admiraban la generosidad con la cual brindaba al Señor una vida que apenas estaba empezando a vivir. Estaban todos asombrados de que a tan corta edad pudiera ser ya tan valerosa mártir en honor de la Divinidad. Cuántas amenazas empleó el tirano para persuadirla. Cuántos halagos para alejarla de su religión. Mas ella respondía: “La esposa injuria a su esposo si acepta el amor de otros pretendientes. Únicamente será mi esposo el que primero me eligió, Jesucristo. ¿Por qué tardas tanto verdugo? Perezca este cuerpo que no quiero sea de ojos que no deseo complacer”. Llegado el momento del martirio. Reza. Inclina la cabeza. Hubierais visto temblar al verdugo lleno de miedo, como si fuera él quien estuviera condenado a muerte. Su mano tiembla. Palidece ante el horror que va a ejecutar, en tanto que la jovencita mira sin temor la llegada de su propia muerte. He aquí dos triunfos a un mismo tiempo para una misma niña: la pureza y el martirio. Eso leía Juan José Julio y se excitaba y se masturbaba leyendo esos pasajes en la secreta semipenumbra de su modesta alcoba, mientras se enteraba de que Inés era de la noble familia romana Clodia. Y que nació cerca del año 290, que recibió muy buena educación cristiana y se consagró a Cristo con voto de virginidad. Volviendo un día del colegio, la niña se encontró con el hijo del alcalde de Roma, el cual se enamoró de ella y le prometió grandes regalos a cambio de la promesa de matrimonio. Ella respondió: «He sido solicitada por otro Amante. Yo amo a Cristo. Seré la esposa de Aquel cuya Madre es Virgen; lo amaré y seguiré siendo casta». El hijo recurre a su padre, el alcalde. Este la hace apresar. La amenazan con las llamas si no reniega de su religión, pero no teme a las llamas. Entonces la condenan a morir degollada. Sus padres recogen el cadáver. La sepultan en el sepulcro paterno. Pocos días después su hermana Emerenciana cae martirizada a pedradas por estar rezando junto al sepulcro.

Elizalde alcanza una copiosa eyaculación sin poder apartar los ojos de estos relatos de Agustín. No siente culpa alguna, en verdad, ante estos recuerdos de la noche anterior. Es simplemente algo de su naturaleza. Algo quizá místico. Algo recóndito. Además, ¿quiénes somos nosotros para aventurar aquí, y a tamaña distancia, una explicación a los misterios del alma de un cura que vivía solo en mitad del desierto, frente a un mar monótono, predicando siempre a una pequeña grey, parda y muda como un rebaño enfermo? También recurría el cura al vicio solitario leyendo de la propia Santa Verónica narraciones como “No siento pena de los tormentos, sino que sufro por no hallar penas... Tendíame sobre espinas, revolvíame entre ellas y no sentía sus pinchazos. Pedía penas con las mismas penas, y penaba por no hallar penas. Estas cosas las he experimentado muchas veces. No me extiendo más en esto, porque si quisiera referir todas las locuras que el amor me ha hecho hacer entre las mismas penas, no podría describirlo con la pluma”.

Pero guardaremos esto en secreto. Que quede entre nosotros. Habrá seguramente muchos que no sabrán ir más allá de la anécdota, que es lo que menor relevancia tiene en la compleja y rica personalidad de Elizalde, el Pope Julio (…)

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